La
importancia de llamarse Néstor
Viviana Taylor
Cada vez que nace un niño, lo distinguimos con
un nombre. Esta palabra que elijo no es inocente ni casual. Y la uso en su
doble acepción: al distinguirlo, lo diferenciamos de los otros niños, de la
humanidad toda. A partir del nombre comienza a ser una persona, y deja de ser
un genérico. Pasa a ser un sujeto, y ya no un elemento indiferenciado de una
categoría.
Pero el nombre también distingue en el
sentido de otorgar una cierta distinción. Y es allí donde, de esa categoría
general en la que todos entramos, a partir del nombre pasamos a formar parte de
una cierta categoría. A portar una cierta distinción: está claro que no es lo
mismo llamarse Abel que Caín; Jesús que Judas; Reina, Soledad, Dolores,
Milagros o Bienvenida.
Así, algunos creen que somos las personas
quienes les imprimimos significado a nuestro nombre: a partir de nuestros
comportamientos, de las manifestaciones de nuestra personalidad, de nuestra
historia de vida, vamos cargando a nuestro nombre de esas características.
Otros, en cambio, piensan que el nombre con
que se nos distingue ya carga con un significado, que va a generar ciertas manifestaciones en el sujeto
que lo porte.
Estas acepciones y creencias son las que se juegan
cuando reflexionamos sobre el valor del nombre.
Un niño ha nacido. Y sus padres lo han
llamado Néstor Iván.
En cuanto escribí la frase anterior, a modo
de subtítulo, me remitió automáticamente al tono de los textos sagrados: esta
declaración, la forma de expresarla, tiene ese tipo de sonoridad. Y es que el
acto de nombrar tiene mucho de sagrado. El acto de nombrar es en sí un acto creador: anuncia que hay algo allí donde antes sólo había deseo y voluntad. Por eso ningún nombre es al azar. Y todo nombre
tiene fuerza por su presencia o su ausencia: no por nada alguien se gana el apelativo de “innombrable”,
tan diferente al lugar donde se pone a quien sólo se des-identifica como NN.
Un niño ha nacido. Y sus padres lo han
llamado con un nombre –sin dudas- con fuerte connotación familiar. Ha sido
llamado como su abuelo, y a partir de llevar su nombre, fue inscripto por estos
padres en una estirpe familiar, en una historia familiar que comenzó mucho
antes que su venida al mundo, y que lo contiene y significa. Un niño ha nacido, y le ha sido legada una herencia.
Pero también ha recibido un nombre con una
fuerte connotación social, política. No sabemos si los padres –ambos o uno de
ellos- lo han hecho adrede. Y no será posible saberlo, salvo que lo afirmen
explícitamente: si lo negaran con la mayor contundencia, de todos modos habrá
siempre un amplio margen de sospecha. Tampoco importa demasiado: la inclusión
en esta estirpe, la inscripción en esta historia familiar, conlleva la
inclusión y la inscripción en la historia social y política. Ser Néstor
Kirchner es portar un nombre atravesado por significados. Y no es un nombre
común, fácilmente soslayable. Ser Néstor Kirchner es serlo frente a todos, todo
el tiempo. Es una invitación a ser interpelado de alguna manera.
Es que llamarse Néstor Kirchner es más que
llevar un nombre: es ser Néstor Kirchner.
De la misma manera –nada lisa y nada llanamente- en que cada uno de nosotros es su propio nombre. En este caso, el
significado personal del nombre expresa no sólo el legado de continuidad del
grupo familiar. Expresa, además, el legado de las características que se han
construido y asignado socialmente (políticamente) al mismo. Características que
se han construido en grupos con perspectivas muchas veces disímiles, en
ocasiones contradictorias, complejizando particularmente su significación.
Me pregunto qué tipo de peso
conllevará
portar este nombre durante su crianza.
Es que durante la infancia adoptamos ciertas
cualidades, actitudes y conductas que conforman la persona –o máscara-
y excluimos otras, que se convierten en parte de la sombra.
La máscara está orientada hacia la percepción
que tenemos de las expectativas que la sociedad tiene sobre nosotros. Es la
forma en que nos mostramos, resaltando o destacando los rasgos que aceptamos y
que creemos que nos proporcionarán un mayor grado de aprobación externa. La sombra,
en cambio, se va conformando con todo lo que no deseamos ser y todo lo que
ignoramos que somos, con la represión de las características criticadas y
rechazadas, en principio por nuestros padres, y luego por otras personas
significativas.
Me pregunto cuántas veces este niño
experimentará ser halagado y apreciado, y cuántas otras criticado y rechazado,
por características que se le adjudican a su nombre por aquel otro Néstor, que
no es él. Y me preocupa. Me preocupa por quienes no pueden distinguir entre su
odio a aquel Néstor Kirchner, y los comentarios injuriosos y despreciativos que
le dedican a un niño que recién ha nacido, por traslación de ese odio a este
otro Néstor Kirchner.
También me pregunto, con tanta expectativa
social, cuánto margen tendrá este Néstor para no ser aquel Néstor. No dudo que
su familia –con mayor o menor dificultad,
con más o menos alegría, con mayor o menor autoconciencia, con mera aceptación
o incluso promoviéndola- acepte la diferencia. En toda familia hay
historias sobre hijos que son diferentes a lo esperado, y esta no tendría por qué
ser la excepción. Sobre todo, porque no sabemos quién se espera que sea este
niño al legarle el nombre de su abuelo: qué
características de aquel Néstor quieren ver continuadas en este Néstor, y en
qué hechos y actitudes serán capaces de reconocerlas. Me pregunto, en
cambio, si los demás, quienes formamos parte de esta sociedad que incluye y
contiene a esta familia, seremos capaces del aceptar el desafío de que este
Néstor sea un Néstor original, a su manera. Si podrá encontrarse con sus
maestras mirándolo el primer día de clases como miran (o deberían mirar) a cada niño: como un
misterio a descubrir y cuyo aprendizaje estimular. Por miope que parezca mi
visión, hoy es lo que me pregunto: si sus maestras son capaces de dar este
salto, sobreponerse a las significaciones personal y socialmente construidas,
abriendo la posibilidad a vínculos con ellas y entre compañeros más sanos y
menos prejuiciados, van a sentar bases muy diferentes para que este Néstor
pueda atravesar su infancia, a las que sentarían si no fuesen capaces de
hacerlo.
Pero no sólo las personas tenemos máscara y
sombra. Las familias, todo grupo, la sociedad, tienen una máscara y una sombra.
Y es necesario que reflexionemos sobre esto porque lo que ha sido excluido
regresa, y reclama de manera violenta ser tenido en cuenta, reconocido. Es por
esto que nuestros mapas internos configuran el paisaje que vemos, o –mejor dicho-
que creemos ver afuera.
En el caso particular sobre el que me
interesa que pongamos un poco de luz, la sombra de las convicciones –en este
caso respecto de lo que es bueno para la sociedad, sobre la política- consiste
en una visión unilateral y rígida que exalta las propias creencias, y califica
como de menor calidad o valor moral -e incluso persigue- a las demás. La sombra
de las convicciones políticas es el fanatismo político, y esa es la razón por
la que ni siquiera la militancia nos exime de la necesidad de reflexionar y
del trabajo de reconocer la propia sombra. Más bien, todo lo contrario: cuanto
mayor sea nuestra convicción política, más necesario es trabajar para iluminar
nuestra sombra sobre ella.
En los casos de sombras colectivas, este
proceso se inicia con cada persona que se atreve a cuestionarse, a aceptar la
responsabilidad de ser autocrítica para evitar proyectar sus prejuicios sobre
los otros.
Esta es una buena ocasión para hacerlo. Ha
nacido un niño, y lo han llamado Néstor Kirchner. Un nombre que ha movido en la
mayoría de nosotros procesos subjetivos, que no tienen que ver con quién este
niño es, sino con el nombre que lleva. Un nombre que ha movilizado esperanza y
alegría, más allá de las que normalmente moviliza el nacimiento de un niño. Un
nombre que ha movilizado rechazo y odio, sentimientos y emociones que no son las
que normalmente moviliza el nacimiento de un niño.
El periodista y escritor estadounidense
Hodding Carter alguna vez escribió que “sólo hay dos legados duraderos que
podemos aspirar a dejarles a nuestros hijos: raíces y alas”.
Ha nacido un niño y su nombre le ha dado
raíces. Es el deber de todos nosotros que, además, tenga alas.
Bienvenido
Néstor Iván Kirchner
Por Viviana Taylor