viernes, 27 de febrero de 2015

1º de Marzo: Todos al Congreso


 

Voy en micro

(sin chori y sin coca)

  

Viviana Taylor

 


Mucho se va a  hablar a partir del domingo de la fiesta en que se convertirá el acompañamiento de quienes apoyamos a nuestra Presidenta y a este modelo, cuando Cristina dé apertura al año legislativo. Fiesta que -aunque tendrá su epicentro frente al Congreso de la Nación- se multiplicará frente a las pantallas de los televisores, al lado de la radio y en otros puntos del país.

 

Mucho. Y seguramente durante unos cuántos días. Como mucho se habló y se continúa hablando de la marcha-protesta del 18F.

Mucho. Y seguramente durante unos cuántos días. Como mucho se oirán comparaciones entre una y otra.

Pero no es ahí donde quiero poner la mirada. No me interesa poner el foco en lo que sin dudas resultará superabundante.

Sí voy a detenerme, en cambio, en algo tangencial. En un comentario. Un simple, llano y repetido comentario que no calificaría para ser analizado si no fuese porque  su repetición lo ha convertido casi en una explicación que no requiere justificaciones cada vez que se produce un acontecimiento popular de este tipo:

Están ahí porque los llevan en micro

En micro y por el choripán

En micro, y por el choripán y la coca

En micro, por el choripán y la coca, y les pagaron $100 por cabeza

 

 Me sorprende que en la extensión de las dádivas a casi nadie se le ocurra agregar la marihuana y algo de cocaína… Una falta que demuestra que este tipo de explicaciones viene siendo replicado por quienes poco y nada saben –realmente, en concreto- de lo que son las relaciones clientelares.

Me sorprende pero no me extraña: suele suceder que con más certeza habla quien menos sabe.

 

Vamos por partes.

Si se hace un cálculo rápido a partir de los micros que estabarán estacionados en las cercanías del Congreso y en los que llegarán grupos desde el conurbano y el interior del país, apuesto (hoy, dos días antes) a que de ninguna manera se explicará la magnitud de la afluencia de personas.

Claro que muchos van a llegar en micro. ¿Cómo se supone que podrían llegar, si no, las agrupaciones militantes, sociales, barriales y de cualquier otro tipo cuyos integrantes quieran congregarse para estar juntos?

Algunas ya convocaron en sus sedes y llegarán caminando.

Otras lo hicieron en micros.

Algunos cuántas más prevén viajar en tren, e  imprimirle festejo a los vagones. Y, de paso, festejar su recuperación.

 Tampoco faltarán quienes lleguen a pie –solos, entre amigos, con su familia y desde sus casas- porque las distancias lo permiten.

 

La apelación a la presencia de los micros es la expresión más superficial del prejuicio acerca de que si alguien va a un acto político en adhesión, apoyo o festejo, es porque se lo ha llevado, va contra su voluntad, engañado o comprado.

Por supuesto, el prejuicio no se aplica cuando se convoca para la queja, la resistencia o la protesta. Después de todo, el 18F también llegaron personas a la Plaza en micros, y a nadie se le ocurrió explicar de esta manera parte de la asistencia.

 

El agregado de los choripanes, la coca, y los pesos son la simple apelación a un refuerzo falaz del argumento. La apelación a una matriz de interpretación sobre las relaciones en la política que ya no son las que definen el vínculo entre los representados y sus representantes. Ya no, al menos, para la mayoría de los casos. Porque si algo ha cambiado en estos últimos 12 años son los vínculos entre los líderes políticos y quienes se sienten por ellos liderados. Un cambio que, quienes los ven desde fuera y no se acercan lo suficiente como para poder comprenderlos, persisten en explicar con matrices interpretativas que ya no son efectivas.

 

Antes de continuar quiero hacer una acotación. Cuando hablo de matrices interpretativas estoy haciendo referencia a esos modos de interpretación de la realidad que hemos construido a través de la experiencia: con lo que hemos vivido, lo que hemos visto, lo que nos han inculcado, los valores en los que hemos sido formados y encarnamos, los principios y creencias que nos definen… En fin, modelos que portamos, casi siempre inconscientemente, y que condicionan nuestra manera de pararnos frente a la realidad, cómo la interpretamos, las decisiones que tomamos, cómo actuamos.

El problema con las matrices es que se vuelven cómodas. Una vez construidas están ahí, disponibles para ser usadas. Y las usamos… aunque  se revelen insuficientes o inadecuadas. Simplemente porque son las que tenemos.

Esto es lo que sucede cuando se exagera la importancia de la presencia de los micros, y se refuerza mentirosa pero efectivamente el argumento con chorizos, coca cola y dinero. Es el forzamiento de la matriz de interpretación para que cierre. Porque si no cierra, hay que construir otra… y el proceso de romper con lo que se cree sobre la realidad y construir formas nuevas no es sencillo. Y -a veces- hasta duele.

 

Apelar a una matriz por inadecuada que sea, no es necesariamente un acto de inmoralidad, de falta de inteligencia o de falta de criterio de realidad. Porque no estoy hablando de quienes manipulan los prejuicios de otros para reforzarlos: me estoy refiriendo a quienes apelan a ellas honestamente.

La matriz está porque nos ha pasado lo que nos pasó: nuestra historia podría ser relatada como una larga lucha entre fuerzas de exclusión y de integración.

Una larga lucha en la que nuestra historia nos ha mostrado como sí es posible padecer la marginalidad extrema, el aislamiento social, la pobreza absoluta. Una larga lucha en la que podemos advertir que la exclusión es el resultado de un proceso que ya estaba operando desde mucho antes. Una historia que –si no cerramos los ojos lo que nos permite aprender- nos enseña a reconocer los mecanismos que la ponen en juego.

 

La exclusión es una zona de gran marginalidad, de desafiliación, en la que se mueven los más desfavorecidos. Es la zona de quienes padecen la falta de recursos económicos, pero sobre todo la falta de posibilidades: carecen de soportes relacionales, de protección social, de acceso a los recursos porque todo les queda lejos y no tienen forma de llegar… La posibilidad de salir de esa zona no es una mera cuestión de ingresos: es necesario operar sobre el lugar que se les procura en la estructura social a estos sectores de la población.

 

Claro que no todos hemos transitado por la zona de exclusión. Pero la mayoría de nosotros sí ha padecido mayor o menor vulnerabilidad.

La vulnerabilidad es una zona donde si bien el vínculo social no llega a romperse,  experimenta alguna forma de enfriamiento: precariedad del empleo, alternancia entre empleo y desempleo, insuficiencia de la protección social, limitación en el acceso a los recursos, y -sobre todo- la amenaza del peligro permanente de caída en la exclusión.

La mayoría de nosotros ha experimentado ese tipo de miedo. Un miedo que no es tonto: aprendimos que existe una fuerte correlación entre un orden estable de trabajo (al que van anexas garantías y derechos) y la estructuración de la sociabilidad a través de las condiciones del hábitat, la solidez y la importancia de las protecciones familiares, la inscripción en redes concretas de solidaridad. Es mucho lo que está en peligro cuando peligra el trabajo… Y ya nos pasó que esa amenaza nos haya rondado, o incluso alcanzado.

 

Esta zona de vulnerabilidad, que sí reconocemos muchos (¿la mayoría? ¿casi todos?) nosotros, es estratégica: es allí donde se producen las fronteras hacia el ascenso o la caída. Cuanto más se agranda la zona de vulnerabilidad, mayor es el riesgo de ruptura que lleva a la exclusión. Un aspecto clave que explica esta relación es que la protección social ha estado –en nuestra historia- fuertemente ligada al trabajo protegido: la desestabilización de la organización del trabajo implicó socavar las raíces de las políticas sociales. No hace falta más que mirar a los ’90.

 

El Kirchnerismo ha concentrado las políticas sociales sobre estas zonas, lo que explica el significativo retroceso en las desigualdades, movilizado por un marco general orientado hacia la integración: todos los miembros de la sociedad pertenecemos al mismo conjunto.

Y, en tanto todos los miembros de la sociedad pertenecemos al mismo conjunto, tenemos acceso a los mismos dispositivos sociales: democratización del acceso a la enseñanza, a la propiedad de la vivienda, a la cultura, al consumo, a la salud, a la protección social y previsional, a formar una familia a través del matrimonio igualitario y de la fertilización asistida, al reconocimiento de la propia identidad, a la restitución de la identidad filiatoria…

Es cierto que aún hay sectores que no tienen garantizados el goce pleno de estas protecciones. Pero la pobreza y la marginalidad ya no son concebidas políticamente como situaciones estructurales y naturalizadas que tenemos que tolerar (¿se acuerdan de la expresión de Menem “pobres va a haber siempre”?). Hoy, pobreza y marginalidad son situaciones residuales sobre las que se puede seguir operando. Y ese es parte de los desafíos del modelo: lo que todavía está por hacerse. Claro que para que sea posible seguir profundizando en el modelo es necesario tener continuidad en las políticas que se vienen llevando adelante desde la asunción de Néstor y Cristina Kirchner a la Presidencia. Por eso las elecciones que se aproximan son claves. Porque la decisión que tendremos que tomar es entre dos modelos: ¿cambio y recorte, o continuidad y profundización?

 

Y la posibilidad de continuidad y profuindización es lo que mueve a la esperanza: la posibilidad de mirar de frente, con optimismo, lo que todavía falta por hacer con la convicción de que se trabajará en ello. Porque “lo que falta” es “lo todavía por lograr”.

 

Por eso vamos a estar en el Congreso este domingo 1º de marzo de 2015: porque la esperanza es lo que nos mueve.

La esperanza que nace de la certeza de estar siendo protegidos.

La esperanza en que es posible que todos accedamos a un trabajo legalmente regulado, y a una remuneración acorde.

La esperanza en la escuela pública como lugar de realización de la igualdad de oportunidades.

La esperanza en el acceso a bienes que algunos tienen tan naturalizados que sólo los ven como facturas e impuestos a pagar, y para otros son la expresión concreta de haber sido incluidos: el acceso a los servicios públicos, la vivienda, el ocio y la salud.

La esperanza en la evidencia de los derechos que se universalizan y se van extendiendo: más derechos, para todxs.

La esperanza de saber dónde vamos a llegar, porque queremos llegar, porque tenemos la fuerza y la determinación para hacerlo: es cuestión de tiempo y de esfuerzo. Capacidad de esfuerzo es lo que nos sobra: tiempo es lo que esperamos renovar en las urnas.

 

No se trata de una esperanza boba. Hemos asistido –y estamos asistiendo- a políticas que han entendido que no se trata de una cuestión de inyectar recursos ni de “compensar” desigualdades, sino de trabajar sobre la calidad del vínculo social.

Es una esperanza sostenida en un largo proceso de reafiliación social. Que no es lo mismo que clientelismo político.

El clientelismo político nada tiene que ver con esto. El clientelismo entendido como una forma de satisfacer algunas necesidades básicas de los pobres es una idea reduccionista, anclada en las prácticas iniciales de nuestra democracia. Las relaciones clientelares así entendidas consisten en un intercambio personalizado entre masas y élites, en el cual a cambio de favores, bienes y servicios, las masas aseguran apoyo político y votos.

Si bien esta forma de clientelismo puede perdurar como institución informal ya no reviste la influencia que se le pretende conferir. Y ya no la reviste porque acabar con el clientelismo fue la primera gran lucha que se puso sobre los hombros Alicia Kirchner, cambiando el mapa y el entramado nacional desde las relaciones clientelares hacia las políticas de desarrollo y sociales. No es extraño que se haya ganado con esto odios personales, como el que le dispensa Chiche Duhalde, quien se supo construir un nombre y detentar cierto poder territorial a través de sus “manzaneras”. La pérdida frente a Cristina de aquellas elecciones del 2005 –cuando compitieron como senadoras nacionales por la Provincia de Buenos Aires- que se constituyó en la madre de las batallas entre el kircherismo y el duhaldismo habla por sí de este cambio de paradigma.

 

Llamativamente, este cambio de paradigma de acción política no parece haber impactado en la misma medida sobre el clientelismo como matriz de interpretación, ya que se sigue apelando a él para explicar la adhesión de vastos sectores de la población a las políticas populares. Matriz a la que algunos recurren –como venía diciendo- porque es la disponible, y a la que otros se encargan meticulosamente de realimentar como estrategia de resistencia a esas políticas que, por populares, afectan sus posiciones de privilegio.

Así, se insiste en que es por el clientelismo que los pobres siguen a líderes autoritarios. Y -de paso- se refuerza la percepción de que la Presidenta y sus funcionarios lo son.

Así, se insiste en que es por el clientelismo que se opta por medidas populistas. Y -de paso- se refuerza la percepción de que estas políticas lo son. Y que es malo que lo sean.

 

No hay especialista en política latinoamericana en general, ni estudioso de los procesos políticos en Argentina en particular, que no esté familiarizado con estas imágenes estereotipadas del electorado clientelar cautivo producidas por los medios de comunicación. Un estereotipo que, por un lado, reduce todo vínculo entre representados y representantes a esta práctica; y que, por otro lado, oculta el funcionamiento del verdadero clientelismo en su dinámica más elemental, haciéndolo permanecer desconocido. Esta imagen de una relación basada en la subordinación política a cambio de recompensas materiales se deriva más de la imaginación y del sentido común, alimentados ambos por las descripciones simplificadoras del periodismo y de la oposición más rancia (que siempre habla del clientelismo de los otros, pero nunca del propio) antes que de la investigación social.

 

Descripciones simplificadoras incluso para explicar el clientelismo en épocas más recientes –por ejemplo, entre los ’80 y los ’90-  cuando ya se había transformado en una institución mucho más compleja que la de principios del siglo XX. Y voy a detenerme un poco en esta forma de clientelismo, porque aunque cada vez más reducida y aislada, aún sigue existiendo.

Bajo esta forma clientelar, quienes obtenían un trabajo o un favor a través de la intervención de algún puntero, no expresaban que se les hubiese requerido algo a cambio. Sin embargo, sí se sentían en obligación de compensar el  favor -por ejemplo, de asistir a actos-. Una obligación que debe ser entendida en el marco de una relación de reciprocidad: el puntero necesita apoyo para seguir siéndolo, y el cliente se lo da porque le conviene tener un puntero al que recurrir por ayuda. Era la forma naturalizada de relación entre quienes padecían los problemas y quienes los resolvían. Es esto lo que todavía, residualmente, sigue existiendo.

 

Pero aún bajo esa forma clientelar, la asistencia a actos vinculados a la militancia requería –y requiere- ser entendida más profundamente. Esa forma de asistencia a los actos partidarios puede ser analizada como la participación en un ritual en el que se manifiestan y evalúan las intenciones de los seguidores y los mediadores/punteros. En este sentido, la asistencia a los actos es una buena fuente de información sobre las responsabilidades que tiene un puntero: conviene ir para estar informado.

En ese contexto, es un error pensar al acto como algo diferente, disruptivo de esa relación cotidiana, como algo que viene a agregarse. El acto, en cambio, pasa a ser una parte del proceso de resolución rutinaria de problemas. Un elemento dentro de una red de relaciones cotidianas que se entramaban y permitían obtener un plan social, una medicina, un paquete de comida, o un puesto público.

 

Algo más: en este tipo de relación clientelar que predominó durante esos años, había un fuerte rechazo a la idea de intercambio. Tanto  los mal llamados clientes (jamás se percibieron de semejante forma a sí mismos, este marcaje es una muestra más del prejuicio con que fueron mirados hasta por los investigadores sociales) como punteros hablaban de confianza mutua, de solidaridad, de trabajo conjunto. Los patrones políticos y sus punteros presentan su práctica política como una relación especial con los pobres en términos de cuidado y de servicio. 

Más allá de los prejuicios desvalorizantes, el mayor problema de esta negación –consciente o no- de los mecanismos que sostenían la relación es que terminaban generando una percepción sobre la política que era excluyente de toda posibilidad de obrar y pensar de otro modo. Una percepción que en lugar de luchar contra la exclusión y la vulnerabilidad, las sostenía al ignorar el carácter inherentemente manipulador y coercitivo de esas prácticas:  se legitimaba en el acto de dar un estado desigual en el que se interpretaba como normal que unos pudieran dar y otros tuvieran que recibir.

 

Es de esta naturalización del estado de desigualdad entre quienes dan y quienes reciben donde debemos buscar el germen de otra percepción muy arraigada en muchos argentinos respecto de que hay un tiempo de política o tiempo de elecciones, en el que las demandas pueden ser rápidamente satisfechas porque los políticos quieren conseguir votos.

Esta percepción, a su vez, realimenta la creencia de que la política partidaria es una actividad alejada de las preocupaciones cotidianas de la gente, una actividad sucia, que aparece cuando se acercan los tiempos electorales y desaparece con las promesas incumplidas.

 

En la ruptura de esta forma de relación y de estas percepciones es sobre lo que se concentró Alicia Kirchner desde su trabajo en políticas sociales. Al principio, todo lo que hacía desde Desarrollo Social era transgresor: había que generar nuevas relaciones entre la Nación y los territorios, y para eso era necesario cambiar las relaciones entre la Nación y las provincias, y que los trabajadores sociales pusieran en cuestión su propio rol. Fue a través de este trabajo (que comenzó con el Programa de Promotores para el Cambio Social) que se trazó un mapa social del país para poder generar la información que hiciera posible viabilizar los cambios: apelando a las capacidades de todas las organizaciones de la sociedad civil, partidos, agrupaciones, movimientos; en cada provincia, en cada municipio y en cada localidad; para crear una política pública en el área social de abajo hacia arriba. El objetivo era salir de esa lógica tan instalada por la que los piqueteros pedían planes para instrumentar políticas sociales que rompieran la dependencia política.

 

 

Hoy no podemos seguir apelando a aquellas viejas percepciones, porque  han sido sistemáticamente confrontadas por la realidad de los últimos años, los años del Kirchnerismo.

De la percepción de la política como una actividad discontinua, hemos pasado a una vivir una realidad social progresivamente politizada.

De la percepción de que a través de la política se puede acceder a mejorar la propia posición, hemos pasado a una conciencia creciente de que la política debe estar al servicio del bien común. 

Pero la percepción que más se ha transformado hay que ir a buscarla a los barrios más humildes, donde la mayoría de las personas ya no cree que haya que esperar la ayuda que viene de los punteros y los políticos en períodos de elecciones, sino que la mejora de su calidad de vida pasó a ser un asunto cotidiano, una política de Estado.

 

Cuando en los ’90 se extendieron las zonas de exclusión, y cada vez más personas tuvieron menos acceso a los bienes materiales y simbólicos, los actos políticos eran una gran oportunidad para evadir por un rato la opresión cotidiana de la vida en la villa y el barrio.

Sólo la consideración de la privación extrema a la que las personas estaban sometidas puede volver comprensible el sentido altamente simbólico que se le daba a un viaje gratis al centro de la ciudad. El carácter del acto como espectáculo no puede ser obviado cuando nos preguntamos por qué tanta gente asistía por aquellos años a actos que poco tenían que ver con ellos. El choripán, la cerveza, la coca, y también el porro o el papelito con cocaína, eran parte de su carácter distractivo. El acto político como salida. En el más brutal sentido del término: como salida –por un ratito- de la propia vida.

 

 

Lo que venimos viendo en los últimos años, y lo que vamos a ver este domingo 1º de marzo es otra cosa. Y aunque se insista en poner el acento en los micros, y aunque se sugiera mentirosamente que se pagó o que fuimos por un choripán y la coca, una nueva Plaza estará llena. Esta vez  le toca a la del Congreso.

 

Y, a diferencia de otros años, bajo otro modelo, esta vez no iremos a romper con nuestro cotidiano. Iremos a celebrar lo logrado. Y a renovar la esperanza por los logros que pensamos alcanzar: lo que estamos haciendo y lo que todavía nos falta hacer.

 

Vamos a celebrar que tenemos esperanza

 


Viviana Taylor