viernes, 21 de marzo de 2014

El miedo como fuerza reguladora



Por Viviana Taylor

 

Hace rato que vengo pensando, repensando, escribiendo y reescribiendo sobre una idea que –paradójicamente- parecería obsesionarme: se puede reconocer el tipo de Estado que intenta instituirse o consolidarse, a partir de la obsesión sobre ciertos argumentos.

 

Antes de comenzar a andar nuevamente este camino de ideas y escrituras, creo conveniente desandarlo un poco para explicitar algunos supuestos de los que parto, como para ir poniéndonos de acuerdo en desde dónde digo aquello de lo que hablo y cómo es que llego a este convencimiento:

En primer lugar, entiendo la noción de realidad social como pluralidad. Esto es, como un conjunto de personas y grupos con sus propios intereses, motivaciones, creencias, aspiraciones… En consecuencia, entiendo a la comunidad sobre todo como un proyecto: una aspiración que nunca es totalmente alcanzada, y está en permanente construcción y reconstrucción.

En segundo lugar, y en ese mismo sentido, creo en la necesidad de un Estado tanto más presente cuanto mayor es la heterogeneidad: cuanta mayor diferencia haya entre los intereses, motivaciones y aspiraciones de distintos sectores –incluso, cuanto más contradictorios puedan ser algunos de ellos- más se necesita de un Estado que regule estas fuerzas en oposición.

En tercer lugar, volviendo a mi primera idea, estoy convencida de que es posible reconocer el tipo de Estado que pretende consolidarse desde estas fuerzas en oposición, a partir de las obsesiones presentes en los discursos que pretenden legitimar una u otra postura.

 

Ya transitada la primera década de este siglo y cerca de promediar la segunda –contrariamente a lo que preveían las posturas sobre la globalización como un proceso de homogeneización social y cultural- los ciudadanos pareceríamos ir asemejándonos cada vez menos, las demandas e intereses son cada vez más variados, y constituimos sectores y grupos entre los que conviven algunos que –más que congregar a un proyecto común- dividen.

Si hacemos una lectura precipitada, guiada por los medios de comunicación hegemónicos, parecería que transitamos hacia “sociedades sectarias”, conformadas por una serie de grupos heterogéneos y yuxtapuestos, que compartimos el territorio pero no nos vinculamos más allá de lo imprescindible, y no siempre amigablemente. Y que esta fractura está atravesándonos no sólo al interior de nuestra frontera, sino que se extiende como un karma a lo largo y ancho de casi toda la región. ¿Quién no ha leído y escuchado hasta casi el hartazgo el concepto de “grieta” sobre el que se han tejido argumentos y hasta fue eje de una campaña electoral?

 

Desde estos medios, los grupos y sectores con poder de determinación y de sumisión a ellos (o sea, los grupos a los que los medios sirven, y los grupos de los que se sirven) intentan instalar –y lo logran con bastante éxito- un fuerte sentimiento de incertidumbre respecto de qué tipo de comunidad es posible construir a partir de esta heterogeneidad.

Es ingenuo seguir pensando prioritariamente a los gobiernos como quienes disciplinan a estas sociedades en construcción, estableciendo regulaciones que las obligan a alinearse detrás de sus políticas. Son más bien las propias corporaciones –del sector con poder económico y financiero- quienes a través de los medios de difusión (no considero que a este respecto podamos ni debamos llamarlos de comunicación ni de información) de los que se sirven quienes crean un discurso legitimador de las regulaciones que promueven, para que sean aceptadas por el conjunto, aun cuando afectan los intereses particulares y colectivos de tantos.

 

Y no les ha resultado difícil dar con el argumento necesario. Parecería ser que han resuelto el problema a través del pánico: si algo tienen hoy en común los diferentes discursos que atraviesan la prensa a lo largo de este ancho mundo, es que se han empeñado en asustar al conjunto de las sociedades para poder manipularlas.

 

¿Cómo lo han logrado?

 

En primer lugar, porque sobran razones objetivas para tener miedo. Si comenzamos hablando de la inseguridad económica, el temor a perder el trabajo es parte de una memoria colectiva que se dispara con cada nueva recesión global. Es, sobre todo, parte de la experiencia histórica reciente y vivida: desde hace 60 años se ha ido profundizando de tal forma la brecha entre ricos y pobres, que en los últimos años no hemos logrado aún alcanzar el estado de bienestar anterior a este proceso instaurado desde la Revolución Libertadora (Fusiladora y Expoliadora), continuada por el Proceso de Reorganización Nacional (la última dictadura cívico-militar-eclesial) y consolidada por los gobiernos neoliberales de Menem y De la Rúa.

Es un argumento falaz, injusto –e incluso irracional- pretender que en una década se logre un estado de bienestar similar al anterior a casi 50 años de destrucción sistemática del Estado y de la economía, con una crecientemente grosera e impudorosa transferencia de riqueza desde los sectores populares a los rentísticos.

Pero es un argumento eficaz. Y lo es porque activa esa memoria histórica y el miedo a que el desempleo, los sueldos míseros, el hambre –y los palos- vuelvan. Y que lo hagan como experiencia colectiva, pero sobre todo como experiencia individual y subjetiva. Porque -seamos honestos- cuando la miseria acecha, no preocupa tanto el ruido que hace el estómago del de al lado, como el miedo a que cruja el propio.

Es un argumento eficaz porque impacta emocionalmente. Y cuando la emoción se activa oscurece a la razón. Ya no importa la realidad: no se teme a lo que es, sino a lo que podría ser si lo que fue vuelve.

 

Podría ser suficiente, pero la inseguridad a la que se apela no es sólo económica. Asustan todavía más con las tasas de criminalidad. Y lo que se cuenta parece contribuir a la construcción de un cierto sentido común sobre ella: aunque los datos reales no parecen indicar una mayor incidencia de estos indicadores sobre otros (incluso, los contradicen) los discursos aluden a una delincuencia sustancialmente encarnada por villeros, inmigrantes -especialmente latinoamericanos- y adolescentes. Categorías que, si bien pueden ir separadas, juntas configuran una imagen más clara y discernible: el perfil del delincuente.

Entonces, cuando se pretende describir a un sospechoso que no encaja en esta percepción mediáticamente construida, se aclara que “no es un chico”, “no parecía drogado”, “estaba bien vestido”, “era rubio”. Se lo describe por la distancia respecto de lo que se piensa que un delincuente es.

Y si todo delincuente es villero, inmigrante latinoamericano y adolescente; entonces todo villero, inmigrante latinoamericano y adolescente es –por inversión y reductivamente- un delincuente.

La “delincuencia” se convierte, así, en una especie de segunda naturaleza. Y si la delincuencia está en su razón de ser, no hay razón para tolerar que sigan siendo. Para el delincuente, mano dura: ni olvido, ni perdón. Ni siquiera justicia.

Para el villero, el inmigrante latinoamericano y el adolescente, tampoco.

 

En un país como el nuestro, que ha construido su experiencia alrededor del mito fundante de “lo argentino” en el crisol de razas, es difícil reconocer esta hostilidad. Sin embargo, se cuela todo el tiempo por los intersticios del lenguaje. Abundan las expresiones “no negro de piel, negro de alma”,  boliferias” o “ferias boliguayas”; es común escuchar a movileros de programas de radio o televisión preguntando por el país de procedencia de los ocasionales entrevistados que no les parecen suficientemente europeos en sus rasgos, o cuya fisonomía o entonación les resulte demasiado nativa, y asombrarse cuando se les responde que es argentina. Los cabecitas negras de ayer son los bolivianos, paraguayos, peruanos, colombianos, ecuatorianos y venezolanos (o cualquiera que se les parezca) de hoy.

Y no me meto con los chinos porque son otra cultura. Si hasta tienen su propia delincuencia y se matan entre ellos. Son lo absolutamente otro.

Así las cosas, no tenemos de qué asombrarnos cuando el lenguaje reaccionario encarna las intenciones e interpretaciones que los buenos modos nos han enseñado a disimular. En él se inscriben expresiones no tan nuevas, pero permanentemente renovadas: son los planeros.

Es por estas identificaciones que las categorías de delincuente y planero están tan íntimamente relacionadas: apelan a dos formas de robarnos -nuestros bienes o a través de los impuestos-. Dos formas de apropiarse de lo que no les corresponde y es de los que trabajamos y nos ganamos la vida honrada y esforzadamente, y estamos obligado al doble cuidado: de la incertidumbre de los avatares económicos, y de la expoliación a través del robo por los delincuentes o a través de los impuestos para los planeros. Dos categorías que bien pueden caberle a la misma persona, configurando el complejo “villero, latinoamericano, adolescente, delincuente y planero”. ¿O acaso no dijo un entonces aspirante a gobernador hoy diputado que “las negritas se embarazan por un plan”, y un dirigente de un partido político centenario que “la asignación se va por la canaleta del juego y de la droga”?

Villero, latinoamericano, adolescente, delincuente, planero, jugador y adicto. Y si adicto, por qué no narco. La instalación de un nuevo miedo. Y vienen por todo: ya lo dijeron.

 

Quizás la raíz de esta apelada, fomentada y realimentada hostilidad está en el desconocimiento sobre lo que excede la propia experiencia: cuanto más desconocemos, más tememos. Por eso es fácil asustarnos con escenarios apocalípticos donde se conjugan caóticamente indicadores macroeconómicos imprecisos con una dosis de contaminación y altas cuotas de corrupción (y -por qué no- algún que otro condimento de patología psiquiátrica).

La hostilidad y la desconfianza permiten la instalación de explicaciones basadas en confabulaciones y complots. Por eso es fácil explicar (y con esto no pretendo justificar, ni lo hago) por qué ante la crítica burda, destemplada y mentirosa de Massa al anteproyecto de Código Penal sobre el que se había estado trabajando durante dos años, y la fuerza de su impacto en un sector bastante extenso de la sociedad, los referentes del radicalismo y el PRO que integraron la comisión redactora, fueron dejados solos por sus partidos en la defensa del texto redactado e incluso desconocidos en su representación. Por eso es fácil explicar el que tantas personas estén dispuestas a sumar su firma a un supuesto petitorio para que no sea debatido, y la plasman en una hoja en la que no se especifica a qué están adhiriendo… Tanta desconfianza puesta en lo que proponen las fuerzas políticas y los referentes académicos y profesionales a través del consenso, y tanta confianza ciega al poner una firma y su número de documento en una hoja que bien podría ser adjuntada a cualquier texto. O peor: porque, mal que les pese, no acompaña a ninguno.

 

La hostilidad y la desconfianza permiten la instalación de explicaciones basadas en confabulaciones y complots, es cierto. Paradójicamente, parecen ir acompañadas por una cuota proporcional de adhesión y confianza ingenua a aquellos a quienes se ha elegido creerles esas explicaciones.

Y esto sucede así porque lo que le otorga credibilidad a estas teorías es que el terreno viene siendo laboriosamente abonado con el desencanto contra la política y la desconfianza en los políticos que no se alinean detrás de los intereses de las corporaciones con fuerza mediática. No es casualidad que quienes más creen en las posturas mesiánicas de quienes (al estilo de Massa) se sostienen en un discurso ambiguo, carente de contenido y pleno de frases de sentido común, o (al estilo de Carrió) se hacen eco y disfrazan de denuncia informada lo que de los mismos medios han tomado, suelen ser quienes tienen menos acceso a la  información sobre la realidad económica, social y política. Y es lógica esta deficiencia en el acceso: esos mismos medios y sectores se han encargado de estigmatizar a aquellos otros que construyen un relato diferente sobre la realidad. Como si sólo hubiese hechos que objetivamente pudiesen ser enunciados, sin interpretaciones. Y como si ellos tuviesen el don intelectual y moral para enunciarlos aséptica y verazmente.

 

En fin, la mejor estrategia para mantenernos asustados son las propias políticas de miedo. Por eso los precoces discursos electoralistas e instituyentes –sobre todo desde el Frente Renovador y el PRO- parecerían resumirse en un “si no somos nosotros, será el infierno”, bajo la forma recientemente inaugurada de “van a sacar a todos los delincuentes a la calle”.

 

Estos grupos –aquí, pero también agarrados como garrapatas a las venas realimentadas de toda nuestra región- han encontrado una forma eficiente de manipulación de estas sociedades crecientemente complejas, y crecientemente sofisticadas en sus demandas: el miedo.

Más aún: lo han convertido en la forma de legitimación más pavorosa. Y la más siniestra.

 

¿El antídoto? Nada nuevo: ciudadanos más informados, que es la única forma de propiciar un mayor espíritu crítico. Y más éticos.

Si volvemos a la idea de que es posible reconocer qué tipo de Estado se pretende consolidar a partir de las obsesiones presentes en los discursos legitimadores, es fácil comprender por qué el tema central sobre el que giran hoy estas discusiones es la posibilidad de una vuelta atrás con la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual y la necesidad de detener el debate sobre el nuevo Código Penal.

También es fácil comprender por qué, más allá de la ambigüedad expresada por Massa al afirmar que los derechos no son del gobierno ni de los docentes, sino de los chicos, desde AméricaTV –el grupo de Vila y Manzano que se ha erigido en su comando de campaña mediática- esta mañana el periodista Antonio Laje en una entrevista con la Directora General de Escuelas bonaerense Nora de Lucía sobre el paro docente que ya lleva 13 días, cerró la misma expresando que “quien no trabaja se tiene que ir” adoptando una postura aún más dura (y hasta intransigente) que la de la propia DGE. Una entrevista confusa… casi una bajada de línea a la funcionaria.

Y es que la educación es otra de las obsesiones en estos discursos legitimadores. Y no una educación entendida como un lugar de democratización y participación, sino como un lugar de control social. Un lugar donde primero se debe controlar a los educadores para que luego, ya domesticados, ellos mismos reproduzcan el control social en sus alumnos y –a través de ellos- en las familias. ¿Qué mejor forma de comenzar el proceso de domesticación y sumisión que amenazando con los sueldos y los despidos? ¿Cómo no atemorizarnos? Es una experiencia que ya hemos vivido. Afortunada (o estratégica, o políticamente) Nora de Lucía no asintió. Y antes de eso ya había expresado su conformidad con que no se descontaran los días de paro. Aún con el conflicto con los docentes en plena tensión, el gobierno de Scioli no está ni cerca de ser lo que promoverían estos sectores desde un hipotético gobierno de Massa.

 

De la educación y la información de los ciudadanos, en definitiva, depende qué tan efectivas son las estrategias de manipulación, regulación y legitimación. De ellas dependen el tipo de Comunidad y de Estado de los que formamos parte y que estamos dispuestos a construir.

Veremos de qué todos nosotros –los ciudadanos- somos capaces.

 

Viviana Taylor