domingo, 21 de febrero de 2016

Charlas de pasillo


Toda semejanza con la realidad
no es pura coincidencia
 

 
Mi vuelo sale esta noche a México

Por Viviana Taylor

Calurosísima primera mañana de febrero. Sentado en el cafecito de la esquina, con su agenda y una carpeta llena de papeles sobre la mesa, esperaba.

El viernes a la mañana le habían anunciado que a partir de ese lunes habría una persona en el que ya no era su cargo. Le habían pedido colaboración, acotando que seguramente era innecesaria porque –como todos los otros- su disposición había sido la mejor y le habían agradecido que se hubiese quedado para darles tiempo a organizarse a pesar de las circunstancias. En su mente tradujo “de la derrota”.
Y así era: se había quedado. Aunque no para darles tiempo sino por la ingenuidad de haber creído que haciéndolo podría defender algo, lo que fuese que se pudiera, pelearla desde dentro. Ahora estaba a punto de comprobar hasta qué punto no había hecho más que intentar sostener a pura voluntad y mera presencia lo que ya había sido puesto bajo la picota.

Ese mismo viernes, a la tarde, le pasaron una llamada del nuevo director que quería saber dónde y cuándo podían reunirse “para hablar”. El novato no había ido nunca a La Plata y le parecía lo suficientemente lejana a Barrio Parque como para sugerir reunirse en Buenos Aires.
Pero no. Aunque fuese por última vez, la reunión iba a ser en la oficina que todavía era suya. Le explicó cómo llegar, aunque aceptó reunirse a las 11hs y no a las 9hs (para que no tuviese que levantarse demasiado temprano) y en tener el primer encuentro en el cafecito de la esquina.

 Y ahora el novato estaba allí. Unos (cuántos) minutos retrasado a pesar de la postergación de dos horas. Intentando identificar en cuál mesa lo estaban esperando.
Él, en cambio, lo reconoció de inmediato. Lo primero en lo que se fijó fue en su pantalón de lino claro. Se preguntó cómo era posible viajar desde Buenos Aires sin arrugarlo. A pesar del agobio veraniego, notó que su camisa blanca estaba impecable. Un cálculo rápido le hizo estimar que los timbos que llevaba debían costar al menos la mitad de su auto. Pero lo que más le llamó la atención es que no llevaba nada en las manos. Esperaba verlo entrar con una netbook.
Se presentaron. Amable. Encantador. Con una sonrisa de propaganda de producto dental.
Lo invitó con un café y lo primero que el novato le preguntó fue cuánto iba a ganar. La asignación le pareció tan magra que no pudo disimular su asombro espantado cuando le aclaró que ese monto era en todo concepto. “No importa, lo hablo con Mauricio” se tranquilizó a sí mismo en una voz alta que la prudencia indicaría que no debía haber sido. “Esto es la provincia”, le respondió su antecesor. “Sí, pero igual lo hablo con Mauricio. Todo lo hablamos con Mauricio” insistió, desnudando que la prudencia no era su única carencia.
Su segunda preocupación fue desde cuándo podía tomarse el mes de vacaciones. “Mi vuelo sale esta noche a México” explicó cuando le informó que estaba a cargo de la dirección desde ese momento. De todos modos, no era algo que tenía que arreglar con él. Ya se vería…
La cara del novato era de tal desasosiego que para darle tiempo a recomponerse (pero, sobre todo, para distender esa situación emocional en la que ya no sabía si sentía asombro, desprecio, lástima o miedo) lo invitó a conocer la oficina.
Pensó que quizás se acercaría entonces a su auto a buscar –ahora sí- una netbook. O una agenda. O un cuaderno Rivadavia. Algo…
Pero no.
Subieron.
Ya no sonreía con su dentadura de publicidad de producto odontológico.
Respondía a los saludos con apenas un gesto.
Cuando entraron en la oficina su reacción le recordó la de los personajes de Qué hacemos en las sombras gritando por las cortinas. Que no había. Cuando se le informó que si las quería, iba a tener que proveérselas, masculló “negligentes, qué negligentes”.
Su rostro, que había perdido la sonrisa, ahora también perdía la compostura.
Se paró en el único rincón de la oficina donde el sol de febrero no daba de pleno. La camisa impoluta se le había pegado al cuerpo, al pecho y la espalda transpirados. El pantalón ya no estaba impecable.
Pidió que encendieran el aire acondicionado. Que tampoco hay. Insistió: “cuánta negligencia”. Y siguió respondiendo lo mismo, cual si fuese un mantra, al preguntar por un inexistente mayordomo que le sirviera agua fresca que, le informaron, tenía que servirse él mismo de un dispenser común ubicado en el pasillo. Uno de los trabajadores aún sobrevivientes a la purga de supuestos ñoquis militantes lo escuchó quejarse y le acercó un vaso con agua, que agradeció con ese tipo de tono arrogante y displicente de quienes están acostumbrados a ser servidos.
Su antecesor decidió dejar para otro momento el asombro, el desprecio, la lástima y el miedo, y se revistió de paciencia franciscana. Comenzó a explicarle la estructura del ministerio, de la dirección y su funcionamiento. No le interesó. A cada intento de explicación respondió con un “yo no voy a hacerme cargo de eso” o “me dijeron que eso no va a seguir”.
Y antes de las 13hs se retiró.
Desde entonces, el novato no llegó a su nuevo trabajo antes de las 11hs ni se retiró después de las 13hs.
A partir del segundo día sí fue con su netbook, donde lee los diarios, sin asignarle ninguna tarea a la planta de empleados que no son suyos pero tiene a su cargo. Empleados temerosos de que esta no asignación de tareas sirva de argumento para despedirlos. Así que cumplen su horario de trabajo tras las pantallas, revisando mails con consultas que no pueden responder, leyendo los diarios, abriendo y cerrando archivos, volviendo a cargar datos ya cargados… Con la esperanza de que no les toque lo que a otros ya les tocó. Con una esperanza casi religiosa. Sólo sostenida en la fe de creer en lo que no se ve. Una fe que la mayor parte del tiempo no tienen.

Mientras tanto, la dirección está inactiva. Como si no existiera.
Tan inactiva que aún no se oficializó el nombre de quien la ocupa. Ni se informó que hay alguien ocupándola desde el 1º de febrero.
Quizás porque no es el primer novato y hay dudas de que se sostenga. Antes hubo otros dos, que se ilusionaron con los globos de la victoria y el cambio en marcha. Ilusión que se acabó en cuanto supieron qué poco paga el Estado por tanto trabajo que requiere y dedicación demanda.
Parece que business are business: esto no es cosa para empresarios. No si se trata de una dirección desde la que no pueden favorecer ningún interés propio ni sectario. Al menos, hasta que le encuentren la veta…


Mientras tanto, el antecesor volvió a ser tentado esa misma tarde de ese mismo segundo día.
Para quedarse como asesor.
En otras palabras, para seguir haciendo lo mismo que hacía, pero oculto tras la fachada del novato.
Casi, casi, por la misma plata.

Esa noche no durmió.
Pensó en cuánto podría salvar si se quedaba.
A la mañana siguiente respondió.
Con estos, no se salva nada.
 
Viviana Taylor
 
Posdata.
Confirmado: el vuelo salió esa noche a México. Él no.
A juzgar por las fotos que compartió durante todo febrero en las redes sociales, su familia tampoco.
 

 

viernes, 19 de febrero de 2016

Así intimidó la policía a CTERA


¿Ni una menos?


Por Viviana Taylor
Apenas habían pasado las 13 horas cuando escuché gritos que venían de la calle. Una voz de mujer pedía que la soltaran, que la dejaran ir. Me asomé al balcón de mi casa y un hombre de alrededor de 25 años aferraba a una mujer joven por sus dos brazos, tratando de impedirle que siguiera avanzando, mientras ella le pedía a los gritos que la soltara.
Desde el balcón –intentando la voz más firme que pude sostener- le ordené que la soltara o iba a llamar a la policía. Sin soltarla, alzó la vista con sorpresa, y me respondió a los gritos “no te metas en lo que no te importa, andate adentro”. Entonces la agarró del cuello y la arrinconó contra la pared para que no pudiera seguir caminando. La chica se dio vuelta para mirarme y me dijo que lo quería dejar porque le pegaba, pero  no me deja que lo deje”. Como si necesitara darme una explicación para que no la abandonara. O por qué la agredía.
Les mostré que tenía el teléfono en la mano y volví a gritarle que la soltara y la dejara ir porque ya estaba llamando a la policía. No paró de insultarme e increparme, mientras trataba de mantenerla arrinconada contra la pared -entre zamarreos, apretujones y algunos golpes en los brazos y sujeciones de cuello- para evitar que se escapara.
Hice una primera llamada al 911. Me pidieron mis datos y me dijeron que me quedara tranquila que ya había un móvil policial en camino.
Él siguió zamarreándola mientras ella imploraba que la dejara.
Mientras tanto, viernes al mediodía, la Avenida Presidente Perón a pocos cientos de metros del centro de San Miguel, estaba llena de gente. Gente que los esquivaba y seguía caminando. Algunos, además, giraban para mirarlos una vez que ya habían pasado a su lado.
Nadie más se metió.
Nadie.
Bueno, quizás sí alguien más: pasó un camión y sonó su bocina dos veces. Como cuando se saluda a alguien. Así que no sé si le dedicaron los bocinazos para detener la agresión, o para vivarlo, o simplemente hicieron sonar la bocina por otro motivo.
Hice una segunda llamada, esta vez al 101. Me preguntaron si el joven estaba armado. Les respondí que desde donde los veía no me parecía, pero que vinieran igual porque la estaba golpeando. Volvieron a responderme que me quedara tranquila, que mientras estábamos hablando ya había un móvil en camino.
Cuando el joven me vio haciendo esta segunda llamada, comenzó a permitirle avanzar y así –a fuerza de empujones contra la pared y zamarreos- fueron hacia la esquina.
La fronda de los árboles ya no me permitió seguir viéndolos, pero estuvieron allí al menos un rato más porque los transeúntes volvían sus caras para mirarlos una vez que ya habían pasado.
Pero nadie parecía estar haciendo nada.
Pensé que debería ir y enfrentarlo físicamente. Ya en otras dos ocasiones me interpuse en agresiones callejeras: una hacia una joven estudiante a la salida de una escuela y otra a un adolescente al que querían golpear otros dos. Pero tuve miedo: conmigo estaba mi hija y si iba nada iba a detenerla a seguirme. Y ya aprendí lo feo que pueden volverse esas situaciones, y no quise arriesgarla.
Todavía siento culpa por no haber bajado a la calle, y no dejo de sentir que la presencia de mi hija es una excusa, aunque la racionalizo como válida. No puedo dejar de pensar en cómo se sentiría esa joven, a la que le pasaban por al lado ciegos, sordos y mudos mientras estaba siendo golpeada al mediodía en plena avenida llena de gente.
Después de un rato oí una sirena.
Pero no. Era una ambulancia.
No se detuvo. Afortunadamente.
La policía nunca llegó.
Y ya nadie se daba vuelta para mirar.
Al parecer, ya se habían ido.
Quizás espantados por ella.
Miré la hora. La ambulancia pasó a las 13:33 hs.
El registro de llamadas indica que la primera la hice a las 13:05 hs.
La segunda, a las 13:07 hs. Me sorprendí: habría jurado que entre una y otra habían pasado al menos 10 minutos.
¿Cómo se percibirá el paso del tiempo cuando se está bajo el puño que te golpea?
Viviana Taylor