domingo, 28 de abril de 2013

Tenemos que dejar de hablar de la inflación por dos años


Parafraseando al inefable Barrionuevo

 

Por Viviana Taylor

 

El pasado jueves 25 fue un día en que se habló mucho de huidas. Que si Lorenzino había rogado un “me quiero ir” en medio de una entrevista para la televisión griega; que si Kicillof había salidocorriendo de una conferencia de prensa para no responder la maldita pregunta, que si las cosas pasaron como nos las cuentan o no tanto…

De lo que sí podríamos estar seguros es de que ninguno de ellos –ni de muchos otros- querría tener que hablar de inflación. Parecería ser como uno de esos cucos infantiles que se vuelven más reales, grandes y atemorizantes en cuanto se los nombra. Como esos cucos infantiles que poblaban y nos asechaban desde la oscuridad, y contra los que luchábamos encendiendo la luz. Y como algo de eso hay… creo que sería buena idea encender un poco la luz. Así que hablemos de ese cuco temido y temible, que no sabemos bien de dónde salió, para ver si  hace tanto daño como se teme.

 

Ese cuco temido y temible…

La definición seguramente la habrán leído hasta el hartazgo, pero va de nuevo: cuando hablamos de inflación, aludimos al incremento generalizado de los precios de bienes y servicios durante un cierto período de tiempo, en relación con una moneda. Y ni falta que hacía leerla: queda claro qué es en la propia experiencia que tenemos de ella. Así como queda claro que la inflación es la contracara de la disminución del poder adquisitivo de la moneda: cada vez se compran menos cosas con el mismo dinero. También queda claro desde esta definición por qué se la calcula a partir de la medición de la variación de precios al consumidor.

Ahora bien…

 

… que no sabemos bien de dónde salió…

Acá la respuesta ya no es tan lineal ni tan simple: son múltiples los factores que pueden provocarla. Múltiples en tanto son varios los que pueden explicar el fenómeno, y múltiples en tanto co-operan para provocarlo. Esta multicausalidad es lo que vuelve también complejo su abordaje, porque se trata de variables que –además de incidir sobre la inflación- tienen poder unas sobre las otras.

Una de estas causas es el aumento de la demanda en relación con la capacidad de respuesta de la oferta. Veamos un ejemplo típico de nuestras costumbres que, aunque responde a una variación que no se sostiene en el tiempo, la ilustra claramente: llega Semana Santa y más personas queremos comer pescado al mismo tiempo. Muchas más personas, ya que gran parte de nosotros SOLO come pescado en Semana Santa, y SIEMPRE come pescado en Semana Santa. Pero la cantidad de cada especie de pescado disponible para la venta es relativamente estable dentro de la temporada de pesca de cada una de ellas. Aquellas especies cuya disponibilidad no alcance a satisfacer la demanda, aumentará de precio.

Algo parecido pasa a lo largo de todo el año en las verdulerías: es muy trabajoso seguir la variación de precios de frutas y verduras, porque cambian constantemente y están relacionados con su disponibilidad según la estación. Si tuviera que apelar a un caso típico, elegiría el tomate: varía mucho la calidad y el precio (las épocas de mejor calidad son también las de precio más bajo) y hay unas dos semanas hacia el final de la primavera (cuando ya no hay tomates de cosecha de invierno, y todavía no los hay de cosecha de verano) en que es carísimo, y la calidad de lo que se consigue es tan deficiente que no justifica la compra ni a precios normales. Uno espera el paso de esas dos semanas, y los valores hacen un pico de descenso de precio -cuando llega al mercado la primera cosecha de verano- antes de volver a la normalidad: de pagar $25/Kg de calidad regular a mala, podemos conseguir a $10 o $12 x 2Kg de buena calidad durante otras dos semanas, antes de que se estabilice el precio.

 
Este tipo de variaciones -que no se sostiene en el tiempo- no es considerado para la determinación de la inflación. Sin embargo, tiene una gran fuerza de impacto en la percepción pública, que es alimentada desde los medios de comunicación: no hay un solo año en que no se hable del fuerte aumento del precio de tomate a principios de diciembre, ni del pescado en Semana Santa.

Otra de las causas más comunes que explican la inflación es el aumento de los costos de producción. Esto sucede cuando al aumentar uno de los costos, se transfiere ese aumento al precio. Por ejemplo, por el encarecimiento de las materias primas, como cuando se devalúa la moneda local y los insumos que se importan se vuelven relativamente más onerosos por la diferencia en el tipo de cambio. Este hecho explica, por ejemplo, que una de las formas en que en Argentina se controla la inflación es a partir de políticas de tipo de cambio diferenciado en relación con el destino que se les va a dar a esas divisas: el Estado subsidia parte de ese costo, a través de la venta de dólares a cotización oficial, para amortiguar el costo transferido a lo producido. El monto subsidiado vuelve a los consumidores a través del mantenimiento de los precios: un subsidio del que nos favorecemos todos. Es una pena que en este preciso momento, en que se habla tanto de la brecha del 80% entre el valor oficial del dólar y su cotización ilegal, no se aclare que esta diferencia no tiene por qué impactar sobre la inflación. Excepto, claro, que alguien está especulando en la formación de precios.



Otro ejemplo bien reconocible es el que se produce cuando aumentan los combustibles. Cada vez que esto sucede, todos esperamos que en lo inmediato aumenten otros precios: la expectativa es que el aumento de ese costo se transfiera al aumento del costo del transporte, que a su vez se transfiera al costo de insumos, y este al de los productos que irán a nuestro changuito desde la góndola del supermercado. Y esto sin contar los productos en cuya fabricación el combustible es en sí mismo un insumo o forma parte de sus costos. Como seguramente ya hemos advertido, el establecimiento del precio máximo de los combustibles es otra de las medidas tomadas por el gobierno para el control de la inflación.

Si llegaron hasta aquí, y me fueron siguiendo en el razonamiento que estoy tratando de encadenar, seguramente ya hayan advertido una tercera causa de inflación: la de la inflación autoconstruida. O sea, la que se genera por la profecía autocumplida de las propias expectativas sobre la inflación. Por ejemplo, en épocas de paritarias los trabajadores intentamos mantener el poder adquisitivo, como una forma de compensar la pérdida que esperamos sufrir en función de las expectativas de inflación que tenemos. Más concretamente: si esperamos –en función de la evolución de precios que venimos viendo o de la percepción pública que sobre ellos se está construyendo- que la inflación a fin de año sea de alrededor de entre el 20 y el 25%, ese será el piso de aumento que reclamaremos. Si las empresas trasladan este incremento de costos laborales a los precios… Ya conocemos este argumento: el aumento de sueldos genera inflación. Falaz argumento: una verdad a medias es una mentira.

El problema de este traslado es que, en muchas ocasiones, no se transfiere al precio el costo del incremento, sino que se traslada directamente su porcentaje de incremento. Un ejemplo: si el precio del combustible aumenta un 5% o los sueldos se incrementan en un 25%, no corresponde que el precio de lo producido se encarezca en un 5% en el primer caso o en un 25% en el segundo, sino que se considere ese porcentaje puntualmente para la parte que representa esa variable en el costo final. Dicho de otro modo, si los sueldos representan el 2% del costo de producción, en el cálculo de la variación por su aumento, el 25% debería aplicarse sobre ese 2% y no sobre el precio final. Es mucha la diferencia: de un incremento insignificante de precios, pasamos a una variación que –según el producto- podría ser de alto impacto en la inflación real.

Ya que estamos en esto, veamos un ejemplo sobre el modo en que muchos comerciantes determinan el precio de los bienes que venden: sobre la suma del costo más la ganancia, calculan un porcentaje que responde a la expectativa que tienen respecto de cuánto costará reponer el producto una vez vendido, y lo agregan al precio de venta para que en caso de producirse un aumento en el costo de reposición, este no salga de sus ganancias. Así, los compradores estamos pagando un precio que no responde al valor actual de lo que estamos comprando, sino a la expectativa que el comerciante tiene respecto de su valor al momento en que tenga que reponerlo. Pagamos hoy, por lo que consumimos hoy, un valor futuro.

Así es como se genera un espiral inflacionario, en el que –por las expectativas futuras- se indexan contratos y se aumentan precios. A esto se le suele sumar el hecho de que la gente –en procesos de espiral inflacionario- tiende a comprar productos duraderos y no perecederos para compensar parte de las pérdidas esperadas de la disminución del poder adquisitivo de la moneda; y con esto puede provocar un aumento de la demanda por sobre la capacidad de la oferta (la primera causa de inflación que señalé) con lo cual este espiral se sigue alimentando de la escasez provocada por la suma de pequeños acaparamientos domésticos que terminan generando desabastecimiento. Y esto, sin entrar a analizar cómo suelen reaccionar los grandes supermercados anticipándose a estos procesos de acaparamiento doméstico: acaparando ellos mismos. ¿Vieron los carteles de “hasta 2 unidades por familia” y las góndolas casi vacías de algunos productos, en determinados momentos? Acaparamiento que muchas veces tampoco responde a expectativas de inflación, sino a la mera especulación y hasta a la operación política: desabastecimientos que no son generados por la inflación, sino generadores de ella.

 


Por supuesto que no todos están de acuerdo con que la inflación es un fenómeno complejo multicausado. Hay quienes adhieren a las teorías de corte monetarista, que sostienen que la inflación es siempre un fenómeno monetario.

La explicación monetarista quizás más popularizada por estos lares señala como causa de la inflación el incremento de la masa monetaria sobre la demanda de dinero: mucho dinero disponible genera inflación. Por eso sus recomendaciones están centradas en mantener el equilibrio fiscal y monetario, en dificultar a la ciudadanía el acceso a préstamos, y en tratar de que el propio Estado no se endeude. El corazón de estas recomendaciones es la creencia en que, cuanto menos dinero circulante haya, menos inflación se generará. Es el tipo de recomendación a la que apela insistentemente el FMI cuando  alude a la necesidad de enfriar la economía, una tesis que ha sido oportunamente repetida por Carrió y Prat Gay. Lo que no termina de explicitarse es que este enfriamiento, al generar una retracción del consumo, si bien ayuda a que los precios no aumenten (e incluso disminuyan), tiene consecuencias negativas en la producción y en la generación de empleo. Esto es, proponer enfriar la economía es proponer la lucha contra la inflación a través de la fuerza bruta y a lo Pirro: a los golpes, y sin importar a quién le duela ni en dónde.
 

Es el tipo de política que vemos que está aplicándose en España y Grecia: cuanta más recesión y más desempleo hay, se aplica más ajuste; a la vez que se critican como inviables las políticas con que se han afrontado crisis similares en América Latina. Y, frente a la contundencia de la realidad que los interpela, las cuestionan a largo plazo (ay, Lorenzino… cómo te operaron estos días desde algunos medios, e internacionalmente).

 

Por el contrario, es con la expansión de la economía que se contrarresta el exceso de dinero disponible tan temido. Además, la inflación en sí misma no es un problema si todos los precios de la economía (incluido el salario) suben uniformemente: el problema surge por la subida no-uniforme, que genera distorsiones. No se lucha contra estas distorsiones enfriando la economía, sino operando sobre las variables que generaron la distorsión (desalentando algunas y promoviendo otras). Las políticas de sustitución de importaciones, complementadas con los créditos del Bicentenario a las PyMES, estableciendo áreas prioritarias de desarrollo, son otras de las acciones que se están llevando a cabo y que colaboran en este sentido. Un ejemplo puntual de una intervención que se ha convertido en política de Estado son las acciones articuladas durante los últimos 20 años desde distintos ministerios, con el impulso cualitativo de la creación del Ministerio de Ciencia y Tecnología, que nos ha convertido en proveedores -a través de la Organización Panamericana de la Salud- a otros países de vacunas que hasta no hace mucho importábamos. Mucho dinero invertido en momentos en que no sobraba y más bien faltaba: hoy traducido en ingresos para el Estado, en generación de empleo altamente calificado, y en disponibilidad de vacunas para todos.

Algunas propuestas monetaristas son incluso más radicalizadas: para evitar el exceso de dinero disponible sugieren la eliminación del monopolio emisor de moneda, y liberarla para que sean los privados quienes compitan por tener la moneda más fuerte para permanecer en el mercado. Es el epítome del neoliberalismo: la soberanía monetaria no es potestad del Estado, sino que la emisión de dinero es un negocio más en mano de empresas privadas. Lo que no se termina de comprender es en qué colaboraría suprimir el monopolio del Estado para sustituirlo por una corporación de privados. Por otra parte, la coexistencia de monedas diferentes es una experiencia que ya hemos pasado con las cuasimonedas surgidas durante la crisis del 2001, y es lo suficientemente reciente como para que no nos sintamos tentados siquiera a considerarla. Una idea que seguramente no nos resultaría interesante ni para discutir en una trasnoche de café y alcohol. No da ni para eso.

 

… para ver si resulta que hace tanto daño como se teme.

No voy a negar que la inflación puede provocar efectos adversos sobre la economía. Tampoco voy a afirmar que lo sean exclusiva ni necesariamente.

Por supuesto que la inflación provoca la disminución del valor de la moneda y que desalienta el ahorro.

No afirmaría con la misma contundencia que siempre desalienta la inversión por generar incertidumbre sobre el futuro, ni que siempre provoca la escasez de bienes: estas consecuencias –a pesar de ser reiteradamente señaladas desde otras posturas- deberían asociarse más bien a hitos distorsivos en la evolución de la inflación, a una inflación permanentemente elevada o a momentos de aceleración, o como respuesta a políticas fallidas para su control. Y esto, justamente, porque como hasta las mismas posturas monetaristas señalan, la posibilidad de generación de efectos negativos está en relación directa con la imprevisibilidad y la incapacidad de control de la inflación, más que con la inflación en sí misma.

Justamente, cuando hay previsibilidad y cierto grado de control, por una parte se generan mecanismos espontáneos de adecuación en los diferentes ámbitos de la economía y en la población; y por otra parte se puede fomentar la inversión a partir del ajuste de las tasas de interés, y desalentar el acaparamiento de bienes con fines especulativos, algo que cuando hay previsibilidad no suele ocurrir porque uno de los mecanismos de adaptación –quedó dicho más arriba- es incluir en el costo del bien un porcentaje por el incremento supuesto de su valor al momento de la reposición). Claro, excepto que se quiera operar políticamente para herir al gobierno de turno, pero eso es otro tema.

Cuando la inflación se mantiene dentro de cierto margen de controlabilidad, hasta podemos hablar de efectos positivos. Por ejemplo, en épocas de recesión económica, una moderada inflación puede facilitar que el mercado laboral se adapte más rápidamente a la crisis –el costo del salario podría no resultar tan oneroso para el empleador desalentando el considerarlo la principal variable de ajuste-  y a la vez puede reducir el riesgo de que un exceso de liquidez impida estabilizar la economía.

Otro ejemplo: en la actualidad muchos de los países a los que solemos venderles insumos y productos están atravesado una recesión económica; en este contexto de intercambio –que obviamente incide muy fuertemente en nuestra economía- un cierto nivel de inflación no sólo es inevitable sino incluso deseable, porque nos permite ser percibidos como “proveedores baratos”.

Estos dos ejemplos permiten vislumbrar cómo, a las políticas que desde la economía se propongan para compensar la situación, se le suma como efecto de la inflación que no se enfríe la economía interna, lo que a la vez ayuda a que el mercado laboral se adapte a esta coyuntura, sin que se produzca un exceso de dinero circulante que provoque una mayor disparada de inflación. Paradojalmente, cierto nivel de inflación –en este contexto- es lo que colabora para que la economía se mantenga activa sin que se corra el riesgo de que aumente la inflación.

 

Otros efectos no son generalizables, ya que no afectan a todos de la misma manera.

Por ejemplo, en contextos de inflación, los prestamistas o depositantes que reciben una tasa fija de interés por sus préstamos o depósitos, pierden el poder adquisitivo que deberían garantizarle sus intereses. Los prestatarios, en cambio, se benefician. Y los deudores con tasas de interés nominal fijo, también. Esa es la razón por la que en momentos de inflación comprar a plazos o pedir préstamos suele ser una buena idea: es una forma de generar ahorro, ya que al terminar con la deuda, lo que hemos adquirido es más costoso que el monto pagado. El peligro es que se opere desde el mercado financiero con fines especulativos (¿delictivos?) y se genere una situación como la burbuja financiera que provocó el estallido que sigue replicando a lo largo y ancho del mundo.

Otro ejemplo de efecto no generalizable es el que padecemos quienes dependemos de ingresos fijos, que seguramente nos vamos a ver perjudicados en tanto los aumentos de salario se mantengan por debajo de la inflación. No les pasa lo mismo a quienes tienen ingresos variables, que pueden seguir el ritmo de la inflación. Así que podríamos hablar de una redistribución del poder adquisitivo desde los sectores con ingreso fijo hacia los sectores con ingresos variables como uno de los efectos de la inflación. E incluso podría suceder que los más perjudicados sean los sectores cuentapropistas, que pueden ver reducidos sus ingresos si los sectores asalariados restringen sus gastos para compensar esa pérdida de poder adquisitivo.

Esta redistribución del poder de compra también se produce entre los socios comerciales internacionales. Cuando dos o más países son interdependientes económicamente o participan de un área económica –como el MERCOSUR- y tienen niveles de inflación diferentes, si la situación se sostiene en el tiempo, por lo general el país con mayores tasas de inflación sufre un aumento en sus costos de producción y pierde competitividad. Dicho de otra manera, una economía con mayor inflación que otra hace que las exportaciones de la primera sean más costosas, afectando la balanza comercial. Claro que esto no aplicaría en el caso de que lo exportado por el país con mayor inflación no tenga componentes importados en sus costos –o su incidencia no sea porcentualmente significativa- con lo que en realidad la diferencia en el tipo de cambio sería una ventaja competitiva. A esto habría que sumarle el hecho de que la inestabilidad en el cambio de divisas (la moneda del país con mayor inflación se va depreciando en relación con la moneda sujeta a menor inflación) también puede generar efectos sobre el comercio, que según cómo sean abordados y acompañados desde posibles regulaciones, pueden ser positivos o negativos. Nada es tan lineal…

Además, como para seguir complejizando un escenario ya suficientemente complejo, hay evidencias concretas que indican que la inflación alta es compatible con el crecimiento económico rápido. Voy a tomar como un ejemplo cercano a Brasil, ya que seguramente es el país en que se piensa cuando se habla de relaciones comerciales cercanas: en los años ’60 y ’70 tuvo una tasa media de inflación del 42% y fue una de las economías que más rápidamente creció en el mundo, con un aumento de su renta per cápita del 4,5% anual. Tras padecer una hiperiflación, en 1996 subió los tipos de interés efectivos hasta el 10-12% (cifra entre las mayores del mundo): la inflación cayó al 7,1% pero el crecimiento descendió al 1,3%.

 

Una miradita final debajo de la cama tranquiliza.
Y no le hace mal a nadie...

Cuando era chica y encendía la luz para exorcizar mis miedos y asegurarme de que no había nada ni nadie más en mi habitación, no me quedaba tranquila hasta mirar debajo de la cama.

Ahora tengo la misma sensación. No importa cuánta luz echemos sobre este fenómeno, cuánto insistamos en que no es tan terrible –por supuesto, mientras es controlable- como otros sí creen o nos quieren hacer creer. No vamos a estar tranquilos hasta que miremos debajo de la cama.

Y cuando miro debajo de la cama, lo que me asusta es encontrarme con manifestaciones reclamando con emocionalidad desbordada –entre otras cosas- que el gobierno luche contra la inflación. Entiendo que quizás no vean, no comprendan o desconozcan las políticas de acción pública que colaboran en controlarla. Y entiendo que quizás ellos mismos estén asustados por creer que la inflación sólo puede traer desgracias y devastación. Pero también entiendo que tienen una percepción fogoneada desde los medios de comunicación, y eso me asusta. Me asusta, sobre todo, cuando un Senador Nacional (Ernesto Sanz, de la UCR, para más datos) expresa públicamente su deseo de que la economía no mejore antes de octubre, para que el partido gobernante tenga dificultades para ganar las elecciones legislativas. Y cuando la única idea que se propone como alternativa a lo que se está haciendo es el enfriamiento de la economía.

Y claro que me asusta que muchos crean y sientan que estamos ante un desastre económico. Será porque recuerdo la escasez de productos básicos durante el gobierno de María Estela Martínez y cómo mi mamá me mandaba a comprar cosas que me vendían a escondidas por la puerta lateral del almacén en apariencia cerrado de Doña Luisa. Será porque también recuerdo cómo para la Navidad de 2001 conseguí –de la misma manera, en un negocio en apariencia cerrado, y por la puerta del costado- dos pollos. Será porque el Banco Mundial señala la inflación del precio de los alimentos como el principal motivo de la revolución del 2010-2011 en Túnez, y de la revolución en Egipto en 2011, y que eso sólo fue el inicio de un proceso que se fue extendiendo por muchos países del norte de África y Medio Oriente. Claro que me asusta: con razón o sin ella, cierta o errada, la percepción de carencia es una motivación fuerte para apoyar un cambio de rumbo –aún violento- o provocarlo. Y también se está fogoneando para generar esta percepción errada.

Y en esto, las encuestas de opinión son claras y generalizables a cualquier país del mundo: el nivel de inflación que los consumidores perciben es superior al que muestran los índices de precios. Siempre sucedió, en todos lados sucedió, aquí y ahora sucede, seguirá sucediendo. Por eso es tan fácil atacar las políticas de un gobierno con este argumento.

¿Por qué la inflación percibida es mayor que la real?

Por una parte, los precios que suben reciben mayor atención que los que se mantienen, e incluso que los que bajan. Pero para la medición se tienen en cuenta tanto las subas como las bajas y la no variación de los precios. Vuelvo al tema de los tomates: todos los medios hacen notas diarias sobre el tomate a $25 los primeros días de diciembre, pero no vuelven dos semanas después a verificar cuánto cuestan. Una pequeña anécdota: cuando el año pasado el verdulero a quien siempre le compro se disculpó por el precio del tomate, y riéndome le respondí “en dos semanas baja y van a ser mejores, así que ahora no llevo”, se sorprendió de que lo supiera y me dijo que era la primera persona con la que no se peleaba por su precio. “Cuando baja, nadie se da ni cuenta” se lamentó (compro en El Máximo, de C. Tribulato casi Perón, en San Miguel).

Por otra parte, las compras frecuentes en efectivo reciben más atención que otras. Y en los últimos años, mucho de lo que compramos de esta manera ha subido por sobre la media. Por ejemplo, el transporte y el pan. ¡Y algunas golosinas!

Además, las tasas de inflación son interanuales, pero nuestra memoria nos lleva más atrás. Por ejemplo, el valor del kilo de pan de ahora se compara con lo que costaba en abril de 2012, pero la mayoría de nosotros recuerda que “hasta no hace mucho” costaba $2. Y cada uno tiene su propio umbral de escandalización: cada vez que compro leche, recuerdo cuando la pagaba $0,50; y cueste lo que cueste –excepto que me la regalen- el agua envasada siempre me parece un robo.

Otros aparentes aumentos de precio en realidad no lo son, ya que reflejan variaciones que se deben a mejoras de calidad. Ejemplos de este tipo de variaciones se encuentran en los pañales descartables, los apósitos higiénicos femeninos, y en general en muchos productos de perfumería e higiene personal y del hogar (sólo por nombrar productos de consumo habitual). Ni hablemos de productos –de todo tipo- con un alto componente tecnológico. En las mediciones se tiene en cuenta este aspecto, descontando la parte de la variación debida a la calidad.

 

En síntesis…

Como comencé diciendo, estoy segura de que muchos preferiríamos no tener que hablar de inflación. De esta inflación que, como esos cucos infantiles temidos y temibles, no sabemos bien de dónde salió, ni qué tanto daño puede hacer.

 
Espero que al encender la luz no sólo se haya esfumado mi miedo, sino el de algún otro.  

Pero no dejemos de mirar debajo de la cama: allí se oculta un cuco peor que ella. Uno que la usa para asustarnos, y que sí tiene verdadero poder de daño. Y que, mientras nos asusta, nada dice acerca de quiénes son los verdaderos formadores de precio en la Argentina. También alumbremos allí debajo.

 


Viviana Taylor