
Por Viviana Taylor
Anoche pasó
algo interesante. No sé si será la subjetividad de mi ánimo que se ha ido
desensibilizando ante las marchas, o que efectivamente quienes se convocaron
esta vez tras la consigna 18A resultaron en apariencia más racionales y
produjeron menos hechos violentos, o la conjunción ambas. Pero lo cierto es que
algo ha cambiado, y más allá de subjetivismos y subjetividades, las consignas –compartidas
o no, no es esa la cuestión- sí fueron sostenidas con más
claridad, los exabruptos no las opacaron, y los violentos fueron menos. Aunque,
una vez más, las víctimas se repitieron: fueron nuevamente los trabajadores de prensa identificados como "los K".
No voy a
soslayar el hecho de que, tal como sucedió en la convocatoria del 8N, una vez
más personas mayoritariamente no violentas aceptaron compartir el paso con
otras, sí siniestras. Pero no voy a señalar quiénes caminaron junto a quiénes,
ni me voy a detener en este análisis. No es lo que me interesa ahora, y –por otra
parte- sobre estas cuestiones ya he escrito antes. Cuando dejen de pelear
contra el enemigo común y tengan que abocarse a la construcción de una
alternativa a este proyecto político, veremos cómo lo resuelven y qué resulta.
Esta vez
quiero detenerme en la que pareció ser la motivación implícita compartida, subyacente
a la aparente diversidad de consignas que la expresaron.
Detrás, por
debajo, alrededor de cada apelación al gobierno nacional (aun cuando mucho de
aquello por lo que se lo interpelaba no era de su competencia directa, sino
responsabilidad de los gobiernos provinciales y de la CABA, cada uno en su
jurisdicción) lo que resonaba por lo bajo y por lo alto era un reclamo por más
libertad, por momentos enmascarado en un reclamo de más democracia.
Dicho de
otra manera, lo que parece estar en tensión –y provocar semejantes tensiones-
podría resumirse en dos preguntas:
¿Cuál es
el máximo de libertad posible
compatible
con el mínimo de derechos aceptables?
¿Cuál es
el mínimo de libertad aceptable
compatible
con el máximo de derechos posibles?
Por supuesto
que no es una tensión que pueda resolverse fácilmente. Ni siquiera creo que sea
una tensión con alguna posibilidad de resolución. Pero sí creo que de los
diálogos que se generen en torno de ella es que surge la posibilidad de la
política, de la construcción democrática. Y que de las opciones que se abren a
partir de esta discusión es que surgen los proyectos alternativos. Aunque
claro, no todo proyecto se concreta en un modelo. Un modelo es mucho más
abarcativo, mucho más profundo que el mero intento de zanjar la discusión. Un
modelo surge de definir cuál de las dos preguntas debe subordinar a la otra.
Esto es lo que
está hoy en juego. Si optamos por el máximo de libertad compatible con el
mínimo de derechos aceptables. O si optamos por la mínima libertad aceptable
con el máximo de derechos posibles. Y, sobre todo, cuál es el umbral de
aceptabilidad de unos y otros.
Esta
discusión no es exclusiva de Argentina. Es una discusión que se está dando en toda
América Latina (de hecho, es lo que llevó al eufemísticamente llamado golpe palaciego contra Lugo y lo que
motiva los incidentes que está padeciendo Venezuela) y que gran parte de Europa
comienza a plantearse.
Quienes
asistieron a las marchas del 8N y del 18A, más allá de las motivaciones
personales con que legítimamente lo hicieron, fueron convocados como fuerza numérica para sostener el argumento en
favor de una de esas preguntas, y de un modelo de respuesta.

¿Por qué uso
la expresión “masa”? Porque –insisto- más allá de las motivaciones personales
por las que legítimamente fueron, quienes asistieron fueron convocados para presionar
con su fuerza numérica sobre una negociación que los excede y en la que sus
intereses no serán considerados ni formarán parte.
Para
intentar comprender un poco el argumento que estos grupos de interés
convocantes sostienen, voy a apelar a las palabras de Rodolfo Puiggrós, que ya
lo ha expresado más claro y mejor de lo que yo podría hacerlo:
El
liberalismo siempre pretendió ser sinónimo de democracia, de la democracia por
excelencia y la única posible, el compendio de las libertades del hombre, la
conquista de la libertad misma, la senda abierta al término de la historia para
el progreso infinito en línea recta ascendente. Benedetto Croce lo llamó la
religión de la libertad, pero reconoce (aunque
no delimita el alcance de la libertad liberal y la postura absoluta, perfecta
o, al menos, el ideal de la humanidad) su antítesis con la democracia. Del
análisis histórico del autor italiano se infiere (implícito entre sus reticencias) que el liberalismo nació para
reprimir, aplacar y encauzar la ola plebeya que se levantó furiosa y ciegamente
con las revoluciones antifeudales de la burguesía, y luego, para subsistir en el siglo XX enfrenta a la
nueva ola, ya no ciega, del proletariado en lucha por la democracia integral.
Quiere decir que la libertad absoluta e infinita del liberalismo en la esfera
del puro idealismo se torna relativa y finita en el campo material de la
historia. Esa relatividad y esa finitud son las de la clase social cuya
existencia transcurre entre el feudalismo y el socialismo. La definición
croceana sería perfecta si se le añadiera un atributo: la religión de la
libertad de la burguesía.
Rodolfo
Puiggrós
Para los
grupos convocantes –cada vez más visibles, cada vez más activos en la
convocatoria- la opción por una de estas preguntas es clara. Ya han decidido
que la que realmente importa es:
¿Cuál
es el máximo de libertad posible
compatible
con el mínimo de derechos aceptables?
Y ya la han
respondido: no hay máximo de libertad posible. La libertad sólo es aceptable
cuando es absoluta. Y la libertad absoluta sólo es compatible con un mínimo de
derechos que la garanticen. O sea, con una parodia de derechos, mínimos y
aceptables en tanto no confronten con ella, y la garanticen reduciendo al
mínimo la conflictividad social que podría surgir si se reclamara la extensión
y universalización de los derechos.
Si no fuese
esta la respuesta que se han dado, ¿cómo se explica la crítica al control de
precios, a la vez que no deja de insistirse en su aumento y se lo vincula con
la inflación, sobre la que también se hace foco insistentemente?
¿Cómo se explica
el reclamo de seguridad jurídica para favorecer la radicación de capitales
extranjeros, a la vez que se replican las quejas sobre –por ejemplo- los descontroles frente a la megaminería?
¿Cómo se
explica –en contradicción con el reclamo anterior- el reclamo por soberanía
legislativa y mayor juego democrático en el Congreso, mientras se silencia la
realidad heredada de los TBI y de la sumisión jurídica a los arbitrios del
CIADI?
Más aún,
¿cómo se explica el eco al reclamo por la “voz de las minorías legislativas” en
el Congreso, en boca de legisladores que no asisten a las sesiones pero sí se
pasean por las pantallas de los mismos canales en los que ya son habituales?
¿Cómo se
explican las acusaciones al gobierno por las prácticas de Monsanto, mientras se
silencia que uno de estos políticos-asistentes habituales fue quien la introdujo en el país,
y opacando la sociedad empresarial con la empresa de la que ellos mismos forman parte?
¿Cómo se
explica el reclamo de la apertura sin restricciones a todas las importaciones,
mientras se exige mayor empleo y mayor activación de la industria nacional?
¿Cómo se
entiende la simulada preocupación por la cotización no oficial (ilegal) del
dólar, cuando se opera para manipularla, a la vez que se insiste con
sobreactuada preocupación en los avatares de los vencimientos de pagos de deuda,
que se abonan en esa moneda?
¿Cómo se
explica la acusación de corrupción y de protección a los corruptos, haciendo
caso omiso a los casos en que el gobierno ha intervenido, y silenciando los
funcionarios y políticos de otros signos partidarios efectivamente
procesados que siguen en sus funciones y protegidos?

Por último
(y sólo por terminar arbitrariamente la puntualización de ejemplos, no porque
se hayan agotado) ¿cómo se entiende el pedido por más y mejor democracia,
mientras se alzan los ánimos contra unos proyectos para la democratización del
poder judicial, sin explicar en qué consisten? ¿Y el que se celebre un fallo de
casación que permite la monopolización de los medios audiovisuales al amparo
de una ley cuyo espíritu es su desmonopolización, mientras se reclama una
libertad de opinión y prensa de la que se quejan de no gozar?
Claro que estas
contradicciones discursivas aparecen porque no se dice lo no puede ser dicho.
No pueden decir que el máximo de libertad que reclaman para sí, más antes que
después colisionará con los derechos de otros. Y como no lo dicen, como lo
disimulan tras la falacia argumentativa de la libertad absoluta para todos
compatible con derechos absolutos para todos, son muchos los
incautos que alzan su voz para reclamar lo que creen que se les reconocerá como
propio. Tarde y tristemente comprobarán que gritaron contra sí mismos.

Es lógico y
entendible que muchos hayan respondido a la convocatoria porque son muchos los que están
angustiados. Esa angustia proviene de sentirse abandonados, porque les hicieron
creer –a fuerza de repetirlo todo el día, todos los días, a través de diversos
medios- que el Estado los ha abandonado.
Los han
convencido de que hay un gobierno que roba mucho y, encima, reparte demasiado.
Populismo, que le llaman… Y temen no tener garantizados la educación, la salud, la
vivienda, el ahorro… Temen perder la libertad para gozar de los derechos a los que
ya nos hemos acostumbrado y reconocemos como propios.
Los han
convencido con interpretaciones mentirosas, y diariamente alimentan el enojo por sentirse abandonados por el Gobierno. Los convencieron de que no
hay proyectos ni futuro. De que no hay más alternativas que decidir
entre resistir o aguantar. Y los alientan a resistir. Y allí están,
resistiendo, marchando con unos políticos que se llaman opositores sólo porque
se oponen: no construyen ni resisten; se dejan arrastrar. Y eso los hace
sentirse más abandonados, más solos. Por eso ya no creen ni en el gobierno –que
presumen que los ha abandonado- ni en los partidos opositores –por los que
nunca se sintieron acompañados-. Quizás por eso el nuevo referente que se han ido configurando es quien los domingos a la noche les espeta aquello que los
convencieron que es: y al oir las mismas ideas que ya les resuenan conocidas, en la repetición se sienten acompañados, comprendidos, menos solos.
En esa
soledad se puede marchar al lado de cualquiera, porque no hay identidad de
clase ni política en la que reconocerse. Apenas se trata de un colectivo
primitivo, reunido en torno de una consigna en común, que ni siquiera es
propia. Cada uno marcha al lado de otro, pero solo.
Se marcha
sin identidad política. No puede haberla. También de eso los convencieron que es malo, que no importa. Que la militancia es algo de lo que se debe desconfiar. Y es que la política requiere volver a esas
preguntas esenciales sobre la libertad y los derechos; pero se renuncia a ella porque se acepta que ya otro las respondió
por todos. Así, la discusión sobre la inclusión y la ciudadanía se diluye en una
forma de ciudadanía devaluada, insignificante y cómoda que reclama que dejen
comprar dólares, que se abran las importaciones, que se vayan todos…
Son identidades
que asumen formas de ciudadanía predigeridas a través de los medios, que se
construyen frente a la pantalla del televisor, frente al pliego del diario, frente al aire de radio.
Si lo que pretendemos es consolidar un Estado
Democrático cuyos rasgos sean la libertad y
la equidad, que considere la diversidad en todas sus formas, y a partir de ella
se busquen las coincidencias mínimas que nos permitan construir la comunidad,
necesitamos repensar de qué estamos hablando.
Necesitamos volver a pensar qué
entendemos por libertad, y qué entendemos por derecho.
Necesitamos volver a
preguntarnos qué relación hay entre libertad y derechos.
Necesitamos discutir,
pensar juntos, tolerar la tensión y construir a partir de ella. Necesitamos
volver a las preguntas esenciales:
¿Cuál es
el máximo de libertad posible
compatible
con el mínimo de derechos aceptables?
¿Cuál es
el mínimo de libertad aceptable
compatible
con el máximo de derechos posibles?
Necesitamos pensar y discutir desde el
interior de cada grupo, para luego poder repensarlo juntos; para poder construir algunos significados compartidos que creen la condición de posibilidad para un proyecto común.
Y necesitamos romper con algunas ilusiones
con que nos pretendieron deslumbrar: la libertad absoluta, en la realidad más
real, no es compatible con derechos para todos. Habrá un punto donde la
libertad de los grupos convocantes se tropezará con el derecho de los
convocados.
Eso es lo que está en
juego.
Viviana Taylor