lunes, 4 de febrero de 2013

Malleus Maleficarum. Y el martillo cayó sobre Kicillof

 

 

Viviana Taylor

 

El viceministro de Economía Axel Kicillof volvía de sus vacaciones en Colonia (Uruguay) junto con su esposa y sus dos hijos (de 4 y 2 años) cuando sufrió un “escrache” en el barco de Buquebús.
El video habla por sí, de modo que no voy a sobreabundar sobre lo que sucedió: pueden verlo aquí. Sí quiero, en cambio, aludir brevemente a los comentarios de dos medios.

La Nación, por su lado, parecería contar el incidente de modo aséptico, totalmente desapegado de interpretaciones, y lo hace de esta manera. Sin embargo, tal asepsia no logra ocultar el hecho de que la violencia no encontró un límite en el llanto de dos niños ni en el pedido de su madre por ellos (ay, la verdad que siempre se cuela). En este momento, por esas cosas de las asociaciones –debería charlarlo en terapia- se me cruza la imagen de Rocío Marengo diciendo “si no los matás de chiquitos, no te queda otra que discriminarlos de grande”. Voy a tener que corregir lo que escribí unas líneas más arriba: la violencia sí tuvo su límite; a estos niños sólo se los hizo llorar.

Clarín, por el suyo, hace genealogía: todo empezó con uno. Ya lo dice la canción: “un hombre solo es sólo el comienzo…” Y el fenómeno de contagio sucedió. Es interesante que use –justa y exactamente- esta expresión. Porque de eso se trató, de un contagio: la violencia es contagiosa, es emocional,  es irracional. Si así no fuese, estas personas habrían advertido lo extraño de que el presunto chorro viajase en clase turista, que la pregunta vociferada acerca de cómo había obtenido las divisas para viajar volvía sobre ellos mismos como gritadas frente a un espejo y -sobre todo- se hubiesen detenido ante el llanto de una mujer y sus hijos. Por suerte la irracionalidad no fue tanta como para continuar esperándolos a la salida de la terminal de Buquebús, después de esperarlos un rato, cuando su partida se demoraba.
Y nada voy a agregar sobre la alusión a la presencia de “una periodista que algunos identificaron como parte del elenco del programa 6,7,8” sin aclarar ni de quién se trataba, ni en razón de qué la señalaban, ni qué estaba haciendo. Nada, excepto que Clarín sabe cómo promover las asociaciones en sus propios lectores, y no precisamente para que sean trabajadas en terapia.


Quise detenerme en estos comentarios porque volví a la desagradable sensación que tuve durante la marcha autodenominada  8N, nombre con el que terminó identificándose un grupo. En aquella ocasión, me preguntaba qué nos estaba pasando –como sociedad- para que personas mayoritariamente no violentas terminaran provocando tantos incidentes violentos. No tengo dudas de que este es uno más, extendido en el tiempo, de aquellos.

Estoy convencida de que todo se resume al hecho de que estamos violentos porque estamos angustiados. Y las personas tendemos a angustiarnos cuando nos sentimos solas: abandonadas por quienes deberían cuidarnos.

Y con este sentido de orfandad, medios como Clarín y La Nación tienen mucho que ver: insisten en crear un clima de zozobra tal, que todos nos sentimos desguarnecidos. Con sus mensajes replicando en pantalla propias y afines a lo largo de todo el día –en programas políticos, que pretendiendo ser de análisis no son otra cosa que burdos operadores, pero ahora también mal disimulados en ficciones propagandísticas como la nueva novela de Suar- insisten en una supuesta indefensión, sin terminar de explicar nunca con precisión a qué se refieren. Porque si lo hiciesen, perderían de inmediato la adhesión de gran parte de quienes aún confían en la honestidad y legitimidad de sus argumentos.

Pero también estamos los que sentimos que hemos sido abandonados por esos medios, que han prescindido de la función de mediar entre nosotros y la información, para que nos llegue a todos. Porque han decidido –en cambio- asumirse como parte de grandes corporaciones económicas, en las que su tarea en particular es la construcción de relatos sobre la realidad que favorezcan esos intereses corporativos. Relatos que no se constituyen en interpretaciones honestas, sino en simples y llanas mentiras. Interpretaciones mentirosas que promueven, generan y alimentan el enojo de quienes se sienten abandonados por el Gobierno. Son el amante manipulador que te convence de que nadie te cuida y quiere tu bien como él, para –una vez rotos todos los vínculos con quienes sí te quieren y cuidan- abusarse sin miramientos. Son la expresión más pura del maltrato.

En este contexto, es probable que temamos de modo diferente. Pero todos tememos lo mismo: quedarnos sin proyectos y sin futuro. Y cuando nos quedamos sin proyectos y sin futuro, nos volvemos primitivos.

Entonces el lenguaje se reduce al insulto. Y con él se pierden la capacidad de razonamiento y la de entendimiento. No se puede pensar con insultos: necesitamos pensar a partir de principios, de conceptos, de teorías, de ideas. No podemos pensar si somos pura emocionalidad. Emocionalidad indignada. Emocionalidad irritada. Emocionalidad violenta.
El lenguaje es expresión de nuestro pensamiento: hablamos según como pensamos.  Y terminamos pensando como hablamos.

Claro que estos medios y sus empleados suelen tener una mayor sofisticación de la expresión, acostumbrados al autocontrol sobre lo que expresan. Entonces, una vez que nos convencieron de la legitimidad de su palabra, tienen el camino allanado para manipularnos. No importa que no entendamos del todo lo que dicen, ni por qué lo dicen, ni para qué lo dicen: por el contrario, este no entendimiento es facilitador del proceso manipulador. Repetimos sus palabras y argumentos, sin la mediación de nuestra comprensión que nos permita advertir hasta qué punto los compartimos, los creemos o nos convienen. Y así es como terminamos defendiendo posturas que no son nuestras, y nos perjudican. Es la más pura manipulación mediática: terminamos creyendo lo que nos enseñan que hay que creer, defendiendo lo que nos enseñan que hay que defender, atacando a quienes nos enseñan que hay que atacar. Mordiendo la mano que nos acaricia, y bajando la cabeza ante quien nos apalea.

Así es como desde estos medios –de conformación ideológica de grandes corporaciones empresariales- se va configurando una forma de entender el mundo. Un mundo dividido en amigos y enemigos, según qué tan afines sean a sus intereses particulares. Y un mundo de amigos y enemigos no puede ser otra cosa que un mundo en el que las diferencias se saldan violentamente.

Y, si es necesario, se llega a la muerte.
Material o simbólica: lo que ocurra primero.

Es una forma de entender el mundo, la realidad, en el que la violencia no está penada: la violencia es una estrategia, es la forma de acción sobre los otros. La única. La deseable. La recomendada.

Podemos pensar que estas cuestiones nos son totalmente ajenas, pero nos afectan más de lo que quizás estemos dispuestos a admitir. Estas formas de pensamiento y de acción se van convirtiendo en un código de honor que organiza el colectivo. Y sólo desde esta consideración es que puede entenderse que se reconozcan como iguales quienes se perciben tan diferentes: no aspiran a lo mismo, no necesitan lo mismo, no reclaman lo mismo, no los enojan las mismas cosas ni de la misma manera, sus intereses pueden llegar –incluso- a ser contradictorios; pero comparten un código común que los identifica. Y, del modo más primitivo, entienden la defensa de su código a través del combate, del duelo y la venganza. Una forma de defensa que requiere orientarse hacia un otro: un otro contra el que se combata, contra el que se corporice la venganza…
Y esta vez le tocó a Kicillof. Sin importar que estuviese con su esposa. Sin importar que llevara en brazos a un niño. Sin importar el llanto asustado de sus hijos.
Sin ninguno de los mecanismos de freno de la ética y la racionalidad. Pura emocionalidad desatada: nada más lejos de la tolerancia que exige la convivencia en una sociedad democrática. Pero tan, tan cerca de la aceptación de que el otro puede desaparecer, ser suprimido. Más aún: nada tan cerca del deseo de que lo sea.

En noviembre me preguntaba qué nos estaba pasando –como sociedad- para haber entrado en esta escalada de violencia y que –lejos de hacer esfuerzos por detenerla antes de tener que lamentar hechos irreparables- algunos grupos siguieran fogoneando los ánimos, ya demasiado caldeados.
Si el honor obligase, La Nación debería haber obviado el tono aparentemente aséptico, que en realidad fue su estrategia para silenciar lo que sus propias páginas –el sábado 28 de julio de 2012- habían publicado:

Al presentar su declaración jurada, Kicillof se notificó de las incompatibilidades que tiene su cargo con otras actividades y los conflictos de intereses. Los bienes que declaró apenas superan el medio millón de pesos, lo que lo convierte en uno de los más pobres del Gabinete.”
 
Casa de Uruguay incluida.

 

Viviana Taylor