Viviana Taylor

Pero no. No es así. Si tratáramos
de imaginarnos como un turista totalmente ajeno a la realidad argentina, que
llegara en estos momentos y se sentara a escuchar a unos y otros, seguramente
pensaríamos en su inmediata confusión. La misma confusión –no tan inmediata,
demasiado persistente- que nos envuelve a muchos de nosotros como un manto de
niebla del que no logramos salir. Somos, en nuestro propio territorio, turcos
en la neblina.
¿Tan así?
Voy a tratar de abstraerme de los
aspectos más concretos de esta campaña –que se extenderá y profundizará hasta
octubre- para tratar de asomarme a las profundidades borrascosas de algunos
supuestos ideológicos de base. ¿Cómo se piensa la política? ¿Qué podemos
esperar y qué no, a partir de cómo se la piensa, interpreta, explica, y actúa?
Una de las primeras cuestiones
que salta a la vista es el acuerdo en la expresión unívoca, exclusiva y
excluyente de un deseo: que se vayan los que están. Si bien
con el acaloramiento propio de la campaña ya algunos candidatos dejaron de
expresar el “no importa quiénes vengan” que antes acompañaba la consigna, la
idea sigue flotando en el aire. De hecho, el “no importa quiénes vengan” parece
haberse radicalizado en la conformación de las alianzas con la consigna no
dicha “no importa quiénes vayamos juntos”. Pero esta idea de que juntos se hace más fuerza parecería
en realidad encubrir lo que los menos entrenados en las sutilezas del lenguaje
confesaron: “no estoy con quienes querría, sino con quienes me aceptaron”,
lo que abre la posibilidad no sólo a no estar con quienes se querría, sino
incluso a estar con quienes no se quiere. Este parecería ser el caso de un
conocido político que, después de criticar ácidamente a otro que está liderando
una nueva fuerza pretendida renovadora, menos de dos semanas después de sus
descalificaciones decide sumarse a su lista como una forma de aumentar sus
probabilidades de acceder a una banca. Los nombres sobran, aunque son
fácilmente identificables: lo que importa aquí es ver qué hay detrás de estas
conductas, aparentemente irracionales.
Vamos a aclarar que en estas
cuestiones –como en la mayoría de las cuestiones humanas- “irracionalidad” es el nombre que le damos a la categoría de todas
las acciones que se separan de aquellas que, según nuestra propia racionalidad,
consideramos debidamente justificadas. Pero lo que está en juego no es
determinar cuál es la racionalidad frente a las supuestas irracionalidades,
sino comprender que hay diferentes
racionalidades en juego, y cada una de ellas nos llevará por caminos
diferentes.
Vamos a recurrir a un sencillo
ejercicio: hagamos un poco de genealogía de las alianzas que se han conformado.
Y ahí nos vamos a encontrar con una primera gran dificultad: es difícil hacer
una historia de ellas, a fin de identificar una cierta continuidad en lo que
creen y proponen. Los que hoy estaban juntos antes iban separados; los que hoy
están separados hasta hace poco iban juntos; quienes llegarán juntos al
Congreso han votado de modo diferente –y contradictorio- en cuestiones
sensibles que hacen a las políticas de Estado; quienes votaron en consonancia
no están necesariamente en la misma lista. La
aparente falta de propuestas en la campaña no es tal: no revela carencia sino
exceso y contradictoriedad. No van con un programa común, sino con la
finalidad común de ayudarse a llegar. Y después se verá… y lo que seguramente
se verá, visto lo que ahora se ve, es que luego cada uno llevará a su banca su
propio progama. La imagen que irrumpe en mi mente es la de un colectivo-transporte
de pasajeros: todos van arriba, con el fin de llegar a un mismo lugar. Unos se
subieron después, otros se bajaron antes para cambiar de colectivo porque
intuyeron un atajo o mayor velocidad en el recorrido, un recorrido que no todos
completarán. Pero, en cuanto lleguen a destino, los pasajeros se bajarán y
cumplirán cada uno con lo que fue a hacer. No importa qué hagan los otros.
La aparente irracionalidad de
muchos políticos –con una larga historia en estas lides la mayoría de ellos- es
sólo una forma de racionalidad que me parece bastante clara: no importa el
colectivo, sino llegar. Lo que revela una concepción personalista de la
política: es totalmente vano esperar la construcción colectiva de proyectos de
quienes la conciben de este modo. Se podrá negociar, pero nunca estará en el
foco de atención el bien común, porque no es en lo que se está pensando. El bien común no se entiende de otro modo
que el lugar donde se intersectan, superponen, cruzan, los intereses
particulares. El bien común se confunde con el transporte colectivo: nos
permite llegar para defender nuestros intereses particulares. Y ahí está el
otro problema…
Cuando se entiende al bien común como la intersección de los
bienes/intereses particulares, se está dejando de lado el hecho de que los
intereses particulares suelen ser contradictorios entre sí. Un
ejemplo: la educación pública es un bien común, en tanto no sólo beneficia al
alumno que la recibe, sino que beneficia a la sociedad toda ya que al elevar su mínimo educativo le
permite gestionar más efectivamente la mejora de muchas otras variables. Una
sociedad más educada responde mejor a las políticas en materia de salud,
productividad, etc. etc. etc. Hasta ahí, seguramente todos de acuerdo. Pero
resulta que la educación pública debe ser financiada, y para que el Estado
pueda financiarla debe contar con impuestos. Impuestos que no preguntan si
tenemos hijos en la escuela, o si nosotros mismos nos beneficiamos directamente
de ella. ¿Por qué, entonces, todos deberíamos sostenerla? ¿Por qué debo costear
la educación pública, que no uso, o la salud pública si pago la privada? ¿Por
qué dilapidar mi dinero en alumnos que quizás ni siquiera la aprovechen y no
quieran estudiar? ¿Y si mejor hacemos más eficiente el gasto destinándolo sólo
a los que lo necesitan y se lo merecen, por ejemplo a los alumnos pobres que
hayan obtenido un cierto resultado en un test determinado; y para los demás
mantenemos una escolaridad paga de calidad y otra gratuita con beneficios más
acotados?
Considerar al bien común como la suma de los intereses particulares es
parte de una racionalidad absolutamente diferente a la que considera que el
bien común los trasciende, y que es un bien de orden superior. De
racionalidades tan diferentes no pueden surgir propuestas comunes. De
confrontarse ambas racionalidades en el seno del Congreso, obviamente se
alzarán acaloradamente los ánimos, y habrá conflictos entre uno y otro lado. Lo
que nos lleva a otra consideración…
Otra de las ideas sobre las que
se estuvo sosteniendo la campaña es la necesidad de acabar con la
confrontación. Si la idea es más que un slogan aséptico, meramente
electoralista, y expresa una convicción profunda, es preocupante. Es
preocupante porque ya no sólo no considera las contradicciones esenciales entre
el bien común y los intereses particulares, sino que va más allá, al negar que
los intereses particulares deban –necesariamente- confrontar. No sólo niegan la
existencia de un bien común por encima de los particulares, sino que creen que
los intereses particulares lo son de la misma manera: todos quieren los mismo.
Es tan ingenuo, tan infantil el planteo de pensar que a todos los mueven los
mismos intereses… que me inclino a sospechar que, en realidad, el planteo es
que la desaparición de la confrontación se logrará anulándola. Y la confrontación sólo es anulable cuando
uno de los intereses se impone –por la fuerza de la legitimación o de la
represión- por sobre todos los otros intereses.
¿Qué sería imponer un interés por
la fuerza de la legitimación? Convencernos a todos de que eso que quieren
algunos, es lo que nos beneficia a todos. Es desear no lo que para nosotros es
bueno, sino lo que nos enseñaron a desear. En el contexto de la realidad
actual, esa fuerza de legitimación sólo la pueden tener los medios masivos de
comunicación: aquellos con fuerza de impregnación no sólo por llegar a todos,
sino por hacerlo de modo permanente, constante y repetitivo. Es la pedagogía de
la gota que horada la piedra. No casualmente los candidatos de la no
confrontación se han convertido en los niños mimados de los medios, que
–incluso- han llegado a colocar personas de su propio riñón en sus listas:
candidatos de los medios que nos sorprenden por su falta de conocimiento
político, su desconocimiento absoluto sobre propuestas y la incapacidad de
expresar alguna definición ideológica, mientras intentan seducir con una
fingida candidez. Es que no están para conocer, proponer ni definirse: se les
aplica la teoría del caño. Su función es que a través de ellos pasen –de forma
rápida e inalterable- las propuestas y definiciones de quienes sí conocen,
proponen y definen. Por eso es bueno que no nos engañemos: los medios de
comunicación –el diario, la radio, la televisión…- no son más que el producto
de difusión de las corporaciones empresariales que los producen. Así como
producen candidatos, que están testeando en estas elecciones de cara a las
próximas. Medios y candidatos son engranajes
de su maquinaria para la defensa de sus intereses de parte: los intereses del
grupo empresarial que representan.
Cuando estos mecanismos de
legitimación fallan, se los sostiene mediante mecanismos de represión. Esta es
la razón por la cual este sector siempre está asociado a otros que ejecutan los
mecanismos de represión. Aquí sí es sencillo hacer genealogía, ya que –a
diferencia de las alianzas políticas actuales, que en sus rostros parecerían
menos permanentes- estos sectores asociados se han mantenido aliados a lo largo
del tiempo. Las corporaciones empresariales –algunas de ellas mediáticas- han
co-operado desde siempre con los sectores de la Iglesia más reactivos y
conservadores, y lo han hecho con las fuerzas armadas y de seguridad durante un
largo período de nuestra más negra historia. Los servicios residuales de lo
peor de esa época siguen operando desde las sombras para estas corporaciones,
promoviendo falsas denuncias que terminan desembocando en su mayoría en ningún
lugar, pero que impregnan el humor social promoviendo la convicción respecto de
quiénes son los buenos y quiénes los corruptos, siempre en relación con la
defensa de sus propios intereses. El mecanismo es tan básico y repetido que no
deja de sorprenderme que siga siendo efectivo: desde estos supuestos servicios
se gesta una denuncia, que se replica en los medios, y algún que otro político
con banca en el Congreso toma y presenta como investigación propia. Así,
mientras se ocultan actos ilegítimos e ilegales de todo orden realizados por
propios, se inventan y difunden los supuestamente cometidos por ajenos.
A otros políticos también es
difícil seguirles la continuidad en su genealogía, pero por muy diferentes
razones. Si bien la crisis del 2001 no derivó propiamente en una instancia fundacional
de nuestra política, sí podríamos considerarla refundacional en varios
aspectos.
Todavía me resuena el
convencimiento de muchos politólogos y sociólogos que teorizaban por entonces
acerca de la crisis –e incluso vaticinaban la muerte- del sistema de
representación política. Aunque algunas de esas voces todavía se sostienen,
creo que hoy es posible asomarse a esas posturas como quien se asoma a las
ideas sobre el fin de las ideologías de
Bell y Fukuyama: interesantes, promotoras del pensamiento y la reflexión… pero
fallidas y obsoletas.
Era bastante lógico que, al
momento de rearmarse los partidos políticos, la emergencia de nuevas figuras en
la política y el emponderamiento de otras no tan nuevas, pero que habían
permanecido en los márgenes o incluso silenciadas, instituyeran nuevas reglas
de juego. Aparecieron nuevas caras, políticos jóvenes comenzaron a tomar
protagonismo, surgieron nuevos movimientos políticos. Esos espacios emergentes
desde hace poco más de 10 años fueron particularmente vitales; y
–consecuentemente- el tránsito de personas fue de la mano con la definición de
posicionamiento ideológico y de praxis política. Ninguno de los protagonistas
emergentes durante estos años puede ser –con justa razón- cuestionado por no
estar donde estuvo, o estar donde no había estado. El tránsito es parte del proceso de construcción de nuevos espacios
políticos: quienes se sintieron convocados y participaron activamente en
las etapas de definición, pueden no haberse sentido identificados con los
resultados colectivamente construidos. Y quienes no se sintieron interpelados
durante la emergencia de los conflictos y confrontaciones propios de la
construcción de consensos, bien pueden haberse sentido convocados a partir de
su definición. Incluso, los mecanismos de confrontación y construcción
colectiva, en su capacidad de interpelación a propios y ajenos, pueden haber
incidido fuertemente (en eso consiste, justamente, el sentirse interpelado) en
la revisión de las propias convicciones y su transformación.
No es lo mismo el cambio de lugar
en razón de la profundización –o incluso el cambio honesto- de las propias
convicciones, que el cambio de lugar como garantía de mayor protagonismo, o el
cambio de lugar para acceder a un sitio con quienes no se comparte otra
aspiración que ese acceso.
Mi convicción es que este proceso
refundacional aún no ha terminado. La emergencia de un nuevo espacio político
con proyección nacional como el Kirchnerismo (en el que han confluido actores
provenientes de diferentes vertientes comunitarias y políticas y otros que se
han iniciado en la militancia y la participación activa a partir de su
constitución) con su dinámica de construcción tan activa en nuevas adhesiones y
deyecciones hasta llegar a la definición de la identidad que hoy le es propia,
ha impactado fuertemente sobre los otros espacios políticos, en dos sentidos: en
el pasaje de muchos de sus adherentes, militantes e incluso cuadros políticos;
y en la redefinición de su identidad partidaria.
Así fue como algunos, con lo que se compartían
las mismas reivindicaciones, reactivamente las han abandonado como un modo de
diferenciarse. Algo muy parecido a la entrega de la propia identidad como una
manera de no disolverse en lo que se prefiere seguir pensando como lo otro, pero que tampoco se quiere
asumir como contrario. Incluso, algunos de esos espacios parecerían no poder
salir de esa sensación de haber quedado desubicados: no quieren enarbolar las
mismas banderas, pero se resisten a arriarlas. Y van así, con banderas a media
asta. Unos y otros dejaron de enamorar a quienes enamoraban porque ya no portan
las banderas que portaban, o porque no las llevan con la pasión activa de las
convicciones que encarnaban.
En sus intentos por desmarcarse
sin resignar todas sus convicciones, tienden a caer en un discurso de ruptura de la racionalidad orgánica de gestión política.
Así, cuando apoya algunas medidas (como la AUH) pero se critican otras (como la
estatización de las AFJP o el impuesto a los ingresos para la 4ª categoría) soslayan
que la instrumentación de unas depende de las otras. Esto es, en la negación de
la necesaria organicidad de los proyectos y programas, sostienen que es posible
realizar unos sin otros. Así, la desconsideración de su organicidad vuelve
inviables las propuestas de campaña de sostener algunos logros derogando otros.
Una inviabilidad que se denuncia a sí misma en la falta de explicitación de los
“cómo”.
Para otros, en cambio, las
definiciones claras del Kirchnerismo han facilitado la diferenciación, a la que
han instrumentado a través de mecanismos de confrontación. No faltan en estos
días quienes llegan a hacer de esto la expresión única de su campaña: son
varios los spots en que los candidatos se limitan a expresar qué leyes no
votaron; y no faltó quien apareció jactándose de no haber acompañado una sola
de las iniciativas del gobierno nacional. Sin embargo, el mero oposicionismo no
parece ser tan convocante como presumían: este último precandidato es quien
–justamente- acaba de pasarse a la lista de aquel otro que –por el contrario-
inició la campaña sosteniendo que no iba a confrontar, aunque ahora se
arremangue un poco amenazadoramente (quizás porque leyó en la regresividad en
las encuestas que la ausencia absoluta de confrontación proyectaba una
deslucida imagen con sabor a nada).
Por último, otra forma de racionalidad parece ser la que cierta forma de
alternancia, concebida como una sucesión de turnos. Sí, de turnos: como
cuando estamos jugando, y primero le toca a uno y después al otro. Algo de esto
ya estaba implícito en la expresión de que no importa quienes vengan, sino
quiénes se van. Y está explicitado en las expresiones “ahora es nuestro turno”,
“ahora nos toca a nosotros”. Esta
racionalidad, que considera a la alternancia como buena y deseable en sí misma,
parecería entender el juego democrático como una cuestión de equilibrio
pendular, en el que hay un justo punto medio al que se llega pasando de un
extremo a otro. Quizás en el movimiento del péndulo se pueda verificar que
en un punto del trayecto en cada sentido se alcanza –por un instante- ese justo
y deseable punto medio… Pero la realidad social no se rige por las leyes de la
Física. Y, por otra parte, ¿cuál sería ese punto justo medio, en caso de
existir tal cosa? ¿El punto de confluencia de los intereses de todos, o de la
equidistancia de los intereses de todos? Es difícil de conceptualizar,
simplemente porque es un argumento que no se sostiene: la alternancia de los
turnos es buena cuando nos estamos tirando por el tobogán, para que podamos
hacerlo una vez cada uno. Pero esto es otra cosa… Quizás por eso quienes
conciben la realidad política desde esta racionalidad hayan llegado al punto
del hartazgo: hartos de esperar su turno.
Y la razón por la que esto es
otra cosa es porque los turnos parten de la idea de la existencia de personas
–o sectores- que ambicionan el mismo bien escaso (tirarse por el tobogán, la
atención del vendedor o del médico, el acceso al probador…), y el turno vendría
a colaborar al establecer un orden que garantice que todos puedan acceder a él.
La alternancia como un bien en sí misma nos hace pensar en que un período de
gobierno está pensado como un bien escaso, al que se desea acceder para poder
usarlo como se considere más conveniente… y después que pase el que sigue,
hasta que vuelva el turno. Nada más alejado de la consideración de la
continuidad de las políticas de Estado, o incluso de que el acceso al poder
ejecutivo no es un bien en sí mismo sino uno de los medios posibles para llevar
adelante un programa de gobierno centrado en la búsqueda del bien común. Es
entendible que, quienes asuman esta forma de racionalidad, sean los mismos que
hacen campaña diciendo lo que van a proponer, siendo que ya estuvieron durante
al menos un período en el espacio para el que se vuelven a postular, y no
fueron capaces –o no pudieron, o no quisieron, o no se les ocurrió- hacer nada
de lo que ahora dicen que harán. Simplemente, porque no era su turno. Ellos
tampoco son jugadores de equipo: juegan para sí, cuando les toca hacerlo.
Mientras tanto, esperan que les toque. Si es que les toca: porque, como también
explicitan, los que están podrían quedarse una década más. Lo que no dicen es que,
se queden o se vayan, quienes se quedan y se van lo hacen por voluntad del voto
popular. Algo que para la regla de los turnos no tiene importancia alguna.
Una creencia muy común a estas
diferentes formas de racionalidad es la concepción de que el gobierno es el
espacio político del signo de quien ejerce el Poder Ejecutivo. Así, el
gobierno son la Presidenta, su Vice y sus Ministros, con sus Diputados
y Senadores, todos los funcionarios que de ellos dependen y que a ellos
responden, y se extiende, incluso, hasta los militantes, los afiliados, los
simpatizantes y aún los ocasionales votantes. Si no se es de su signo político,
aunque se esté presidiendo un bloque legislativo no se es gobierno. Quizás haya que buscar en esta creencia la
razón por la que algunos no aportan desde sus bancas al proyecto de país en
marcha; por la que otros juzgan como una actuación deseable el haber votado en
contra de todas las iniciativas del partido mayoritario; por la que la mayoría
vuelve a proponer los mismos slogans de campaña que vienen enunciando desde
otras campañas, sin haber trabajado desde las bancas para transformar slogans
en proyectos y proyectos en realidades. Quizás por eso, alguno que otro, ni
siquiera recuerdan muy bien qué votaron,
y afirmen haber festejado la aprobación de la ley que en su momento reprobaron,
criticaron por todos los medios que les prestaron sus pantallas y micrófonos, y
votaron en contra. Y quizás por eso unos y otros no sientan ninguna
contradicción en hacer las cosas del modo en que lo hicieron, y se propongan
para un nuevo período legislativo para seguir haciéndolo. Están a la espera de
su turno. Hartos de esperar, sin hacer nada.
Por supuesto que estas formas de
racionalidad no agotan el repertorio de las posibles. Veo a otros precandidatos
(desde los mismos espacios políticos –peleándoles la interna-) con mucha más
disponibilidad colaborativa, proponiendo aportar al proyecto colectivo desde la
diversidad y lo divergente, colaborando en la profundización de aquello con lo
que acuerdan y en la corrección de aquello que critican del actual proyecto
político. Y a otros desde una postura plena de identidad histórica –en algunos
casos hasta fundamentalista- claramente expuesta, con la que rápidamente es
posible identificarse o disentir: son lo que son y así se presentan. Pero, por
alguna razón hace unos párrafos ya fundamentada, no tienen el mismo acceso a
los medios de difusión: deben contentarse con los magros minutos que les
garantiza la Dirección Nacional Electoral, y competir en desventaja con la
promoción que otros consiguen disfrazada de debates (a los que no sólo jamás
son invitados, sino que son ocultados por sus contendientes en la interna),
paneles de opinión y entrevistas. Pero por hoy es suficiente: sobre estas
formas de racionalidad hablaremos otro día.
Lo que me parece importante es
que hoy nos quedemos con la idea de que no es cuestión de oficialismo y
oposición. Es cuestión de racionalidades. Eso es lo que elegimos cuando
votamos. Porque ellas son la razón detrás de actos.
Viviana Taylor
Para leer la Segunda Parte: Identidad, autoridad y relato