En los últimos días,
la presentación de un proyecto por parte de los senadores nacionales Aníbal
Fernández y Elena Corregido agitó un poco más el ya convulsionado debate político,
instalando la discusión sobre la
habilitación del voto desde los 16 años.
Está claro que, en
caso de aprobarse –como todo parecería indicar que sucederá- no se trataría de
un hecho menor: se
sumarían al padrón electoral casi 1,4 millones de jóvenes. Si consideramos que
los electores de entre 18 y 70 años suman 25,2 millones según datos del Censo
2010, la incorporación representaría un poco más del 5,55% del total. Interesante proporción teniendo
en cuenta que es prácticamente lo que obtuvo en las últimas elecciones
nacionales el Frente Popular, y es
significativamente superior a lo conseguido por el Frente de Izquierda y los Trabajadores y por la Coalición Cívica-ARI.
Instalada la cuestión, mucho se
ha dicho sobre ella: a favor y en contra, total o parcialmente, con cambios de
postura sobre la marcha, con argumentos diferentes… Pero poco –por no decir
nada- se ha consultado la opinión de quienes algo tienen que decir acerca de
los procesos de maduración intervinientes en la toma de decisiones.
Si buscáramos los
aportes de las Neurociencias -por ejemplo- nos encontraríamos con que en los últimos años
cobraron una significativa importancia los estudios sobre la corteza frontal,
que es el área cerebral encargada de planear acciones, seleccionar e inhibir
respuestas, controlar emociones y tomar decisiones. A diferencia de lo observado en la corteza
visual, sobre la que se concentraron al principio la mayor cantidad de
estudios, en la corteza frontal la sinaptogénesis tiene lugar más tarde y el
proceso de poda tarda mucho más[i].
¿Qué significa esto, dicho más llanamente? Que en esta área, justo la encargada
de la toma de decisiones, el desarrollo neuronal prosigue a lo largo de la
adolescencia y no alcanza los niveles adultos hasta, por lo menos, los
dieciocho años. Incluso algunos estudios sugieren que este proceso podría
extenderse hasta bien entrada la treintena.
Huttenlocher fue,
justamente, quien descubrió que tras la pubertad se produce un gran aumento en
la densidad de las sinapsis de la corteza frontal. Al parecer, recién después
de la misma y a lo largo de toda la adolescencia se iniciaría la poda sináptica en la corteza frontal,
esencial para el ajuste de las redes funcionales del tejido cerebral y de los
procesos de percepción, por lo que el ajuste de los procesos cognitivos de los
lóbulos frontales sólo se afianza recién bien entrada la adolescencia. Hasta
entonces, demasiados caminos conformando una confusa red de conexiones en los
lóbulos prefrontales… Esta es la razón de una fase de altibajos, claramente
constatable para todos los educadores que trabajan con alumnos de estas franjas
etáreas, que podemos ubicar entre los 11 y los 12 años, y alrededor de los 16.
Esto también explicaría, en parte, por qué las etapas escolares de mayor
repitencia en la enseñanza media se dan en 1º y 4º año.
Pero entonces,
¿cuándo alcanza el cerebro la madurez? Parece que mucho después de donde nos
gustaría trazar el final de la adolescencia. Numerosas investigaciones revelan que
la cantidad de sustancia blanca en los lóbulos frontales sigue aumentando más
allá de bien entrada la veintena, y algunos estudios encontraron evidencias
suficientes para afirmar que sigue aumentando incluso hasta los sesenta años. Los
efectos de esta reorganización parecen ser un mayor control y una mejor
planificación de las acciones complejas necesarias tanto en el trabajo como en
la vida social.
Todo parece indicar
que –al menos- hasta alrededor de los treinta años de vida el cerebro todavía
se está desarrollando, es adaptable y necesita ser moldeado y modelado.
Si preferimos
aportes hoy considerados más clásicos, como los estudios de Piaget[ii]
sobre el desarrollo del juicio moral, seguramente nos interesará saber que encuentra
que a los 16 años ya son capaces de considerar las reglas como guías no
absolutas, sino que han sido establecidas, y que por eso pueden ser cambiadas y
acordadas. Sin embargo, a pesar de esta actitud relativista respecto del
establecimiento de las reglas y del acuerdo sobre sus cambios, una vez que están
establecidas consideran que su respeto debe ser riguroso. Hacia esta edad
moderan la demanda de igualdad ante premios y castigos, y se vuelven más
partidarios de la equidad: una forma de igualitarismo relativista, que
considera las intenciones y las circunstancias.
La consideración de
estas dos variables –intención y circunstancias- es un avance importante hacia
la autonomía moral, y posibilitará la consideración de que no se necesita ser
descubierto para saber que se actuó mal, así como no es necesario ser vigilado
para actuar correctamente. Asimismo, hacen hincapié en la necesidad de justicia, y frente a las transgresiones insisten en la necesidad
de reparación más que en la de castigo.
Hasta aquí los
estudios prácticamente parecerían compensarse. Por un lado, a los 16 años el
cerebro no ha completado su maduración en las áreas implicadas en la toma de
decisiones y la inhibición de los impulsos; pero, por otro lado, a los 16 años
se ha madurado lo suficiente para comprender la moralidad de los actos y asumir
una postura ética frente a ellos. Si yo tuviese que decidir en función de la
posibilidad de extensión de responsabilidades penales y de derechos civiles en
función de estos argumentos, me inclinaría por sostener que los estudios indican que están listos para juzgar y decidir mucho antes que para inhibir la acción. El primer grupo de estudios argumenta
en favor de que no deberían ser juzgados como mayores, dada la dificultad para
inhibir sus impulsos; y que el segundo argumenta en favor de la habilitación
del voto, dado que sí pueden comprender y juzgar la calidad ética y política de
diferentes propuestas de gobierno. Con información suficiente y bien
articulada, claro… algo que no los diferencia del resto de la población
habilitada hoy para votar.
Pero creo que,
todavía, es necesario al menos un argumento más: es necesario contextualizar
los argumentos anteriores en la realidad. Y lo que hoy nos dice la realidad es
que los adolescentes han cambiado. Hasta hace poco considerábamos que debían
subordinar sus decisiones a las nuestras porque creíamos que su capacidad
era incompleta y que sus conocimientos no eran útiles para la sociedad de los
adultos. Los considerábamos “únicos privilegiados” de nuestra protección,
porque en realidad los creíamos incapaces y dependientes.
Pero hoy ya sabemos
que la relevancia creciente de la experiencia virtual ha revalorizado la
capacidad tecnológica y el saber informático, áreas en las que su dominio ha
colaborado en que se corran del lugar del no saber en el que habían sido
acorralados. Una capacidad y un saber que no han quedado cerrados sobre sí
mismos, sino que les han abierto las puertas hacia otros saberes que hasta
ahora sólo eran accesibles con el paso del tiempo y por acumulación de
experiencia.
Los adolescentes
portan una cultura que hoy es tan legítima como la del mundo adulto. Una
cultura que nos obliga a los adultos a adaptarnos a nuevos escenarios. Y
no todos lo estamos haciendo del modo más equilibrado: mientras algunos
intentan asimilarse a un mundo que no les pertenece y del que ya no forman
parte, renunciando a su lugar de adulto para transformarse en un pseudo-joven
envejecido, otros, nostálgicamente, se aferran a lo que ya no es, y ven en todo
adolescente un delincuente en potencia que los obliga a encarnar un espíritu de
vigilancia, y así dedican toda su energía al disciplinamiento, el orden y el
castigo.
Los chicos de 16
años que comparten su vida con nosotros son, por un lado, más autónomos en su
capacidad de elección y su independencia tecnológica, lo que les permite
abrirse al mundo de un modo que en otras épocas les resultaba vedado. Paradójicamente,
son más indefensos e influenciables frente a los medios masivos de comunicación
y la compulsión al consumo. Son chicos que nos cuestionan a los adultos nuestra
capacidad de dar respuestas. Mientras tanto, nosotros, tratamos de mirarlos
pero no los vemos: no hacemos más que mirarnos a nosotros mismos en el espejo
de los adolescentes que fuimos. Un espejo que nos devuelve una imagen de lo que
ya no existe.
Dadas como están
las cosas, y dados como están los hechos, no hay razones para no permitirles
votar a quienes se sientan comprometidos a hacerlo. Luego de sopesar estos
argumentos estoy a favor del voto voluntario para los menores de entre 16 y 18
años.
[i] Durante su
desarrollo el cerebro experimenta varias oleadas de reorganización, en las que
no es la cantidad de neuronas lo que cambia, sino el cableado entre ellas. Este cableado consiste en una intrincada red
de conexiones entre las mismas: las fibras cortas conectan neuronas próximas
entre sí y las fibras largas pueden conectar neuronas muy alejadas.
Poco después del nacimiento, el
número de estas conexiones entre las células cerebrales comienza a aumentar
rápidamente. Tanto, que el número de conexiones en el cerebro del bebé supera
en mucho los niveles adultos. Luego se produce un proceso de poda, por el cual se reducen en gran
medida estas conexiones; poda que es una parte del desarrollo tan importante
como puede serlo el crecimiento inicial de conexiones. Es más fácil entenderlo
si pensamos en cada conexión como en un camino entre neuronas. Durante el
período de proliferación sináptica,
cuando aumenta el número de conexiones, se construyen infinidad de caminos.
Este proceso se denomina sinaptogénesis.
Claro que más tarde no todos los caminos van a resultarnos útiles: algunos llevan
a lugares a los que no nos interesa ir, otros resultan demasiado largos frente
a la alternativa de tomar atajos… y sobre todo, seguramente estorban, porque
tanta proliferación de caminos vuelve confusa la lectura de mapas de ruta:
hacen que tome demasiado tiempo decidir por dónde ir. El proceso de poda sináptica aparece como una solución: al destruir los caminos que
hemos dejado, no nos interesa o no nos conviene tomar, encontramos más
rápidamente aquellos más útiles o que solemos transitar.