viernes, 7 de septiembre de 2012

Votar a los 16: por qué sí - por qué no



Por Viviana Taylor
 
 

En los últimos días, la presentación de un proyecto por parte de los senadores nacionales Aníbal Fernández y Elena Corregido agitó un poco más el ya convulsionado debate político, instalando la discusión sobre la  habilitación del voto desde los 16 años.

Está claro que, en caso de aprobarse –como todo parecería indicar que sucederá- no se trataría de un hecho menor: se sumarían al padrón electoral casi 1,4 millones de jóvenes. Si consideramos que los electores de entre 18 y 70 años suman 25,2 millones según datos del Censo 2010, la incorporación representaría un poco más del  5,55% del total. Interesante proporción teniendo en cuenta que es prácticamente lo que obtuvo en las últimas elecciones nacionales el Frente Popular, y es significativamente superior a lo conseguido por el Frente de Izquierda y los Trabajadores y por la Coalición Cívica-ARI.
Instalada la cuestión, mucho se ha dicho sobre ella: a favor y en contra, total o parcialmente, con cambios de postura sobre la marcha, con argumentos diferentes… Pero poco –por no decir nada- se ha consultado la opinión de quienes algo tienen que decir acerca de los procesos de maduración intervinientes en la toma de decisiones.

 

Si buscáramos los aportes de las Neurociencias -por ejemplo-  nos encontraríamos con que en los últimos años cobraron una significativa importancia los estudios sobre la corteza frontal, que es el área cerebral encargada de planear acciones, seleccionar e inhibir respuestas, controlar emociones y tomar decisiones.  A diferencia de lo observado en la corteza visual, sobre la que se concentraron al principio la mayor cantidad de estudios, en la corteza frontal la sinaptogénesis tiene lugar más tarde y el proceso de poda tarda mucho más[i]. ¿Qué significa esto, dicho más llanamente? Que en esta área, justo la encargada de la toma de decisiones, el desarrollo neuronal prosigue a lo largo de la adolescencia y no alcanza los niveles adultos hasta, por lo menos, los dieciocho años. Incluso algunos estudios sugieren que este proceso podría extenderse hasta bien entrada la treintena.

Huttenlocher fue, justamente, quien descubrió que tras la pubertad se produce un gran aumento en la densidad de las sinapsis de la corteza frontal. Al parecer, recién después de la misma y a lo largo de toda la adolescencia se iniciaría  la poda sináptica en la corteza frontal, esencial para el ajuste de las redes funcionales del tejido cerebral y de los procesos de percepción, por lo que el ajuste de los procesos cognitivos de los lóbulos frontales sólo se afianza recién bien entrada la adolescencia. Hasta entonces, demasiados caminos conformando una confusa red de conexiones en los lóbulos prefrontales… Esta es la razón de una fase de altibajos, claramente constatable para todos los educadores que trabajan con alumnos de estas franjas etáreas, que podemos ubicar entre los 11 y los 12 años, y alrededor de los 16. Esto también explicaría, en parte, por qué las etapas escolares de mayor repitencia en la enseñanza media se dan en 1º y 4º año.

Pero entonces, ¿cuándo alcanza el cerebro la madurez? Parece que mucho después de donde nos gustaría trazar el final de la adolescencia. Numerosas investigaciones revelan que la cantidad de sustancia blanca en los lóbulos frontales sigue aumentando más allá de bien entrada la veintena, y algunos estudios encontraron evidencias suficientes para afirmar que sigue aumentando incluso hasta los sesenta años. Los efectos de esta reorganización parecen ser un mayor control y una mejor planificación de las acciones complejas necesarias tanto en el trabajo como en la vida social.

Todo parece indicar que –al menos- hasta alrededor de los treinta años de vida el cerebro todavía se está desarrollando, es adaptable y necesita ser moldeado y modelado.

 


Si preferimos aportes hoy considerados más clásicos, como los estudios de Piaget[ii] sobre el desarrollo del juicio moral, seguramente nos interesará saber que encuentra que a los 16 años ya son capaces de considerar las reglas como guías no absolutas, sino que han sido establecidas, y que por eso pueden ser cambiadas y acordadas. Sin embargo, a pesar de esta actitud relativista respecto del establecimiento de las reglas y del acuerdo sobre sus cambios, una vez que están establecidas consideran que su respeto debe ser riguroso. Hacia esta edad moderan la demanda de igualdad ante premios y castigos, y se vuelven más partidarios de la equidad: una forma de igualitarismo relativista, que considera las intenciones y las circunstancias.

La consideración de estas dos variables –intención y circunstancias- es un avance importante hacia la autonomía moral, y posibilitará la consideración de que no se necesita ser descubierto para saber que se actuó mal, así como no es necesario ser vigilado para actuar correctamente. Asimismo, hacen hincapié en la necesidad de justicia, y frente a las transgresiones insisten en la necesidad de reparación más que en la de castigo.

 

Hasta aquí los estudios prácticamente parecerían compensarse. Por un lado, a los 16 años el cerebro no ha completado su maduración en las áreas implicadas en la toma de decisiones y la inhibición de los impulsos; pero, por otro lado, a los 16 años se ha madurado lo suficiente para comprender la moralidad de los actos y asumir una postura ética frente a ellos. Si yo tuviese que decidir en función de la posibilidad de extensión de responsabilidades penales y de derechos civiles en función de estos argumentos, me inclinaría por sostener que los estudios indican que están listos para juzgar y decidir mucho antes que para inhibir la acción. El primer grupo de estudios argumenta en favor de que no deberían ser juzgados como mayores, dada la dificultad para inhibir sus impulsos; y que el segundo argumenta en favor de la habilitación del voto, dado que sí pueden comprender y juzgar la calidad ética y política de diferentes propuestas de gobierno. Con información suficiente y bien articulada, claro… algo que no los diferencia del resto de la población habilitada hoy para votar.

 

Pero creo que, todavía, es necesario al menos un argumento más: es necesario contextualizar los argumentos anteriores en la realidad. Y lo que hoy nos dice la realidad es que los adolescentes han cambiado. Hasta hace poco considerábamos que debían subordinar sus decisiones a las nuestras porque creíamos que su capacidad era incompleta y que sus conocimientos no eran útiles para la sociedad de los adultos. Los considerábamos “únicos privilegiados” de nuestra protección, porque en realidad los creíamos incapaces y dependientes.

Pero hoy ya sabemos que la relevancia creciente de la experiencia virtual ha revalorizado la capacidad tecnológica y el saber informático, áreas en las que su dominio ha colaborado en que se corran del lugar del no saber en el que habían sido acorralados. Una capacidad y un saber que no han quedado cerrados sobre sí mismos, sino que les han abierto las puertas hacia otros saberes que hasta ahora sólo eran accesibles con el paso del tiempo y por acumulación de experiencia.

Los adolescentes portan una cultura que hoy es tan legítima como la del mundo adulto. Una cultura que nos obliga a los adultos a adaptarnos a nuevos escenarios. Y no todos lo estamos haciendo del modo más equilibrado: mientras algunos intentan asimilarse a un mundo que no les pertenece y del que ya no forman parte, renunciando a su lugar de adulto para transformarse en un pseudo-joven envejecido, otros, nostálgicamente, se aferran a lo que ya no es, y ven en todo adolescente un delincuente en potencia que los obliga a encarnar un espíritu de vigilancia, y así dedican toda su energía al disciplinamiento, el orden y el castigo.

 

Los chicos de 16 años que comparten su vida con nosotros son, por un lado, más autónomos en su capacidad de elección y su independencia tecnológica, lo que les permite abrirse al mundo de un modo que en otras épocas les resultaba vedado. Paradójicamente, son más indefensos e influenciables frente a los medios masivos de comunicación y la compulsión al consumo. Son chicos que nos cuestionan a los adultos nuestra capacidad de dar respuestas. Mientras tanto, nosotros, tratamos de mirarlos pero no los vemos: no hacemos más que mirarnos a nosotros mismos en el espejo de los adolescentes que fuimos. Un espejo que nos devuelve una imagen de lo que ya no existe.

 
 
Dadas como están las cosas, y dados como están los hechos, no hay razones para no permitirles votar a quienes se sientan comprometidos a hacerlo. Luego de sopesar estos argumentos estoy a favor del voto voluntario para los menores de entre 16 y 18 años.

 

Por Viviana Taylor 





[i] Durante su desarrollo el cerebro experimenta varias oleadas de reorganización, en las que no es la cantidad de neuronas lo que cambia, sino el cableado entre ellas. Este cableado consiste en una intrincada red de conexiones entre las mismas: las fibras cortas conectan neuronas próximas entre sí y las fibras largas pueden conectar neuronas muy alejadas.

Poco después del nacimiento, el número de estas conexiones entre las células cerebrales comienza a aumentar rápidamente. Tanto, que el número de conexiones en el cerebro del bebé supera en mucho los niveles adultos. Luego se produce un proceso de poda, por el cual se reducen en gran medida estas conexiones; poda que es una parte del desarrollo tan importante como puede serlo el crecimiento inicial de conexiones. Es más fácil entenderlo si pensamos en cada conexión como en un camino entre neuronas. Durante el período de proliferación sináptica, cuando aumenta el número de conexiones, se construyen infinidad de caminos. Este proceso se denomina sinaptogénesis. Claro que más tarde no todos los caminos van a resultarnos útiles: algunos llevan a lugares a los que no nos interesa ir, otros resultan demasiado largos frente a la alternativa de tomar atajos… y sobre todo, seguramente estorban, porque tanta proliferación de caminos vuelve confusa la lectura de mapas de ruta: hacen que tome demasiado tiempo decidir por dónde ir. El proceso de poda sináptica aparece como una solución: al destruir los caminos que hemos dejado, no nos interesa o no nos conviene tomar, encontramos más rápidamente aquellos más útiles o que solemos transitar.

 


[ii] Piaget, Jean. El criterio moral del niño. 1932