sábado, 19 de diciembre de 2015

19 de diciembre de 2001 - 19 de diciembre de 2015


Entre dos 19 de Diciembre

 

Por Viviana Taylor



Voy a apelar a la memoria emocional, porque sobre hechos objetivos y sus interpretaciones suelo escribir mucho. Este blog es testimonio de eso.
Es que veo la fecha en la barra inferior de esta computadora en la que estoy trabajando desde temprano, y algo resuena…
Viene desde lejos. Debe venir de lejos, porque hay una generación completa que necesita que se lo recordemos porque no lo ha vivido o eran muy pequeños. Y otros que parecen haber olvidado.

Recuerdo que ese miércoles 19 de diciembre de 2001 había pasado la noche aterrorizada. No era la primera vez que nos asolaban los saqueos. Ya los habíamos vivido a fines del gobierno de Alfonsín y a principios del de Menem. Pero ahora estaba sola con dos niños pequeños. Y durante toda la noche entre el 18 y el 19 había sonado el timbre de mi casa: tenía que atravesar un patio de cerca de 25 metros hasta el portón, pero estaba oscuro, el griterío que venía de la calle era mucho, y no me animé a hacerlo. Contestaba también a los gritos desde la ventana apenas abierta, y cada vez distintas voces me invitaban a acercarme a la esquina, desde donde ya me llegaba el denso humo de cubiertas de auto, donde una hoguera recalentaba más los cuerpos y los ánimos de esa agobiante noche de verano.
A la mañana llamé un remís para llevar a mis hijos a la casa de mis padres. Me daba miedo tenerlos conmigo. Tuve que caminar los 150 metros hasta Primera Junta porque no entraban a la cuadra: la esquina –ahora solitaria. seguía cortada con los restos que había dejado el fuego antes de apagarse.
Y a pesar de las quejas de mis padres quejas, volví a mi casa: no quería dejarla sola. Ya habían saqueado algunos domicilios, decían las voces de vecinos que se multiplicaban, y estaba mostrando la tele.
Tampoco acepté los reclamos de mi padre que insistía en ir a pasar la noche conmigo: lo quería en su casa, cuidando a mis hijos. Era mi garantía de alguna serenidad. Entendió. No volvió a pedirme que me quede ni a ofrecerse a acompañarme. Ni esa noche ni las que siguieron.

No hasta poco más de un año después, después de que tuve que dejarla porque ya no podía mantenerla, y la vendí para pagar deudas y comprar otra más –mucho más- pequeña. A la que sí entraron a robar. Dos veces. Y no volví a pasar una noche fuera de mi casa durante muchos años.

Vuelvo en el recuerdo a esa mañana del 19. Caminé las poco más de 25 cuadras que separaban la casa de mis padres de la mía. Era cerca del mediodía pero todos los negocios estaban cerrados. El supermercado Día de Primera Junta cercano a la Plazoleta tenía la persiana metálica arrancada. En la vereda todavía había harina y otros alimentos desparramados. Dos empleadas los miraban, entre preparándose para limpiar y azoradas.
Al seguir avanzando por Primera Junta hacia mi casa (que estaba casi llegando a Ruta 8) vi la misma situación multiplicada. Un negocio tras otro con sus persianas violentadas. Y todos cerrados.
No. No todos. Ya casi llegando a mi casa había una carnicería con la persiana apenas levantada. Me acerqué y agaché para mirar por debajo de ella y pregunté si estaban atendiendo. El carnicero me observó, se acercó y constató que estuviera sola. Me dejó pasar: durante 6 años había pasado por la puerta de su negocio casi a diario y había comprado muchas veces. Pero ese día era una sospechosa más. Y así me sentí. Me atendió rápido, y yo tampoco quería demorarme más de lo necesario. Sólo tenía unos pocos pollos. Compré dos.  

Esos pollos fueron la cena de Navidad unos días más tarde.

No fui a la Plaza. Me quedé en mi casa parapetada, aterrorizada, con el consuelo de saber que mis hijos estaban en otro lado, con mis padres y a metros de la comisaría de San Miguel –como si eso constituyera un refugio más seguro que el mío-. Cuando nos domina el miedo nos aferramos a lo que esté a mano: cualquier palenque nos parece útil cuando sentimos que tenemos que detener la caída al infierno.
Parapetada. Trabé las puertas con muebles y yo tampoco levanté las persianas.
Me recuerdo paralizada frente al televisor, viendo todo lo que sucedía (eso creía: lo que me mostraban) y preguntándome qué mierda estaba esperando De la Rúa para renunciar. Cuando decretó el estado de sitio recuerdo que pensé que los (nos) iban a matar a todos.
Recuerdo que entonces comencé a preguntarme si ya había muertos. Cuántos muertos. Qué no nos decían.

Tenía internet pero todavía no existían las redes sociales. Ni los blogs. Lo poco de lo que me enteraba fuera de lo que transmitían los medios era lo que leía en las salas de chat. Pero quienes podíamos chatear estábamos en nuestras casas o en locutorios: tampoco había smartphones. No estábamos en la Plaza. Ni en las entradas a Buenos Aires. Ni en las calles. Los comentarios que nos llegaban eran los que alguien había escuchado que alguien le había contado. Y eran bastante repetidos: desde el barrio vecino venían hordas por nosotros… Y en la Plaza, en el obelisco, en las calles, los estaban matando a todos.

Hoy escucho a funcionarios (no ya en campaña, en el ejercicio de su recién estrenada función) hablando de pesada herencia.
Una pesada herencia de un país de pie, no de uno listo para lanzar piedras.
Una pesada herencia que despidió a su Presidenta con una Plaza llena de abrazos y agradecimiento, no reclamando la renuncia de un ministro de economía primero, que rápidamente se transformó en el reclamo de renuncia de un presidente.
Una pesada herencia con récord de empleo y reconocimiento de haber alcanzado la meta de “hambre cero”, no con récord de desempleo y pobreza.
Una pesada herencia con un sistema educativo que ha extendido los años de escolaridad obligatoria, que ha reducido el analfabetismo y la mortalidad infantil, que ha aumentado el calendario de vacunación gratuita, el porcentaje de matriculación y la terminalidad de los estudios. Un país con una creciente industrialización y las escuelas técnicas otra vez en marcha. Una pesada herencia de inclusión de sectores sociales tradicionalmente excluidos.
Una pesada herencia de un país dentro del mundo, no en las listas de clientes privilegiados de los organismos financieros internacionales.
Es la pesada herencia de los que no queremos dar ni un paso atrás, y esperamos seguir avanzando hacia delante. Todos. Y todas. Incluso quienes nos acusan de la pesada herencia y nos tildan de KKs, rochos, choriplaneros.
Pero de pronto veo la fecha en la barra inferior de la pantalla de mi computadora mientras leo las últimas noticias sobre las últimas medidas del último día de este nuevo gobierno.
Y como hace 14 años me pregunto, cuando vaya a comprar a la carnicería, a cuánto estará el pollo.

Viviana Taylor