sábado, 15 de diciembre de 2012

Las relaciones clientelares en cuestión



Cuando no son todas las que están,

ni están todas las que son.

 

 

 
Viviana Taylor

 

 
 
 
 
 

El clientelismo político es un tema que me viene preocupando hace tiempo. Pensarlo no me ha resultado tarea fácil: las matrices de interpretación[1] que fui construyendo durante años -en mi contexto de pertenencia social y en contacto con los grupos de formación que me constituyeron- interfirieron demasiadas veces no permitiéndome ver más allá de ellas. El ir reflexionando sobre estas matrices, volviéndolas conscientes, se convirtió en un proceso de ruptura con esas creencias, y me permitió confrontarlas con la realidad. Y, en esta confrontación, fui descubriendo algunos puntos sobre los que había permanecido ciega.

Parte de estas reflexiones motivaron la escritura de En micro, por el chori y por la coca, que posteé el 10 de diciembre, aprovechando un análisis tangencial del acto del día anterior como una excusa para hablar sobre este tema, que me preocupa y me ocupa.

En este artículo analicé cómo desde algunos discursos se habían ido construyendo una serie de argumentaciones, centradas en las retribuciones que se suponía habían recibido los asistentes, a cambio de su presencia en el acto. Y cómo estas argumentaciones no eran otra cosa que una apelación al clientelismo como única explicación posible sobre la relación entre el Kirchnerismo y quienes se sienten por él representados. Esto es, a una matriz de interpretación sobre un tipo de relación política que ya no es la que define el vínculo entre los representantes y sus representados. Ya no, al menos, en la mayoría de los casos.


No quiero sobreabundar sobre lo ya escrito, porque escrito está. Hoy quiero hacer foco sobre un aspecto del clientelismo que ha sido silenciado, cuya consideración suele permanecer oculta cuando se analizan los modos que adoptan las relaciones clientelares.

Pero antes…

 


… Algunas consideraciones de encuadre

 
Cuando de analizar la cohesión social se trata, es necesario diferenciar tres zonas:

·        una zona de integración que no presenta grandes problemas de regulación social,

·        una zona de vulnerabilidad que es una zona de turbulencias caracterizada por la precariedad laboral y la fragilidad de los soportes relacionales (dos variables que tienden a entrelazarse);

·        una zona de exclusión, de gran marginalidad, de desafiliación, en la que se mueven los más desfavorecidos.

 

¿Cómo se opera sobre estas zonas, para modificar el panorama?

Dado que las dinámicas de exclusión están actuando desde mucho antes de que se llegue a ella, el tratamiento social de la exclusión no puede ser únicamente el tratamiento de los excluidos. Esta es la razón por la que se deben tener en cuenta dos tipos de intervenciones sociales:

Por un lado, existen formas de intervención que operan sobre la zona de vulnerabilidad[2]: sobre la precarización del trabajo y la fragilización de los pilares de la sociabilidad (el marco de vida, la vivienda, las relaciones de vecindad, las políticas de empleo).

Una segunda forma de intervención es la que opera sobre la zona de exclusión, de marginalidad, de desafiliación. Una zona en la que el problema no es únicamente una cuestión de recursos, ni de desigualdades. Las intervenciones en este espacio social afectan esencialmente a aquellos para quienes la integración por el trabajo se ha roto y cuyos soportes familiares y relacionales son gravemente deficientes. Y dado que exigen poner todos los medios para reinsertar a estas poblaciones, es necesario hacerlo con el máximo cuidado para que el intento de integración no termine colocándolos en una posición de subordinación. Es justamente cuando fallan estos cuidados cuando se coloca a estos grupos en situaciones conocidas como de clientelismo político.

 
En mi artículo anterior hago referencia a cómo las acciones de política pública centradas bajo una y otra forma de intervención –más un tipo particular de intervención política no considerado bajo estas formas y que consiste en la extensión de derechos, por lo que atraviesa todo el entramado social- han revertido conductas típicamente clientelares a la vez que han promovido la asunción de un compromiso militante.

 


Hablando de clientelismo…

 
El clientelismo ha sido definido tradicionalmente como una forma de satisfacer necesidades básicas entre los pobres mediante las llamadas relaciones clientelares, entendidas como el intercambio personalizado entre masas y elites, en las que las elites –el poder político (los patrones)- conceden favores, bienes y servicios a las masas (los clientes) a cambio de apoyo político y votos. En consecuencia, debe ser analizado como un tipo de lazo social que puede ser dominante en algunas circunstancias y marginal en otras.

El politólogo argentino Guillermo O’Donnell[3] ha asegurado que el clientelismo político continúa siendo una institución informal, a pesar de estar bastante extendida en las nuevas democracias. Y, coincidiendo con los estudios clásicos, lo considera una institución extremadamente influyente, informal, y la más de las veces oculta, no destinada ni a desaparecer ni a permanecer en los márgenes de la sociedad, sea con la consolidación de regímenes democráticos, sea con el desarrollo económico.

En este encuadre conceptual, el término clientelismo ha sido usado para explicar no sólo las limitaciones de nuestra democracia, sino también las razones por las cuales los pobres seguirían a líderes autoritarios, conservadores y/o populistas. Sin embargo, se trata de un estereotipo que oculta su funcionamiento, haciéndolo permanecer desconocido.

El tan extendido entendimiento de esta relación basada en la subordinación política a cambio de recompensas materiales se deriva más de la imaginación y del sentido común, alimentados por las descripciones simplificadoras del periodismo, antes que de la investigación social.

 

De hecho, en las décadas de los 80 y los 90 ya era posible advertir que el clientelismo se había transformado en una institución mucho más compleja que la descripta. Quienes obtenían un favor a través de la intervención de un puntero[4], en general no manifestaban que se les hubiese pedido algo a cambio, sino más bien que se sentían en la obligación de retribuirlo cuando este los necesitara, en el marco de una relación de reciprocidad: el puntero necesita apoyo para seguir siéndolo, y el cliente se lo da porque es a él a quien recurre cuando necesita ayuda, quien a su vez se la provee porque es de quien recibe apoyo… y así, recursiva e indefinidamente.

En este tipo de relación clientelar que predominó durante estos años, la idea de intercambio era fuertemente rechazada. Se la describía, más bien, como una relación definida por la confianza mutua, la solidaridad, el trabajo conjunto. La idea del político como un patrón se había ido transformando: políticos en cargos electivos y punteros presentaban esta práctica como una relación especial con los pobres, en términos de cuidado y servicio. No se admitía que la práctica clientelar pudiera poner a los clientes en una situación se subordinación difícilmente superable, manteniéndolos en la zona la exclusión.

Y, como un hecho novedoso, los clientes fueron revirtiendo la relación de poder: cada vez más las mismas personas -ya no como una picardía aislada de alguno, sino como una práctica habitual y progresivamente extendida- recibían favores de diferentes punteros de distintos espacios políticos, que trataban de seducirlos y obtener así como contraprestación su apoyo, su presencia en los actos y sus votos. En los 90, sin dudas, se instaló fuertemente en todos los ámbitos la premisa de que el cliente siempre tiene la razón. Y la tienen porque los clientes no abundan: hay que salir a disputárselos[5].

 

Algo, definitivamente, había comenzado a cambiar.

 

Durante el período postcrisis 2001-2002, en la última década, la extensión de los derechos económicos, sociales y culturales al conjunto de la ciudadanía, así como la redefinición de los derechos fundamentales que implicó la inclusión de sectores sociales que habían sido privados en su reconocimiento, fue lo que hirió al clientelismo.

Consecuentemente, la lucha contra el intercambio de favores por votos no fue, como proponían los estudiosos clásicos, librada como una cruzada moral contra los clientes ni contra los punteros.

Es una lucha que se está librando en el campo de las políticas de Estado, con la construcción de un auténtico Estado de Bienestar.

En eso estamos

 

 

… hablemos de las formas ocultas clientelismo.

 
Volvamos a aquella consideración clásica de clientelismo: el clientelismo como una forma de satisfacer las necesidades mediante las llamadas relaciones clientelares, entendiéndolas como el intercambio personalizado  -entre clientes y patrones- de favores, a cambio de apoyo político y votos.

 
Supongamos que el poder político pierde su poder hegemónico en la percepción social como quien representa sus intereses, y otro grupo lo asume. ¿Sería posible que se intercambiasen los lugares en la relación clientelar, pasando un grupo de interés no político a ocupar el lugar del patrón, y los políticos a ocupar el lugar de los clientes?

O, para ser fieles a la complejidad de la realidad social, en la que el poder no es unívoco ni está concentrado en un único grupo de representación de intereses: ¿sería posible que en el juego de relaciones de poder, en algún momento uno de los grupos concentrara mayor poder de negociación sobre el resto, y asumiera el lugar de patrón, subordinando a los demás –el poder político entre otros- al lugar de cliente?

Si esto fuese posible, quizás haya que encontrar en esta redefinición de fuerzas y poder de negociación las raíces de las modificaciones que acontecieron en las relaciones clientelares, sobre todo en los 90, cuando el poder político se subordinó a intereses de orden empresarial.

 

De ser esto posible, habría un tipo de relación clientelar que está permaneciendo oculta, que nos resulta inadvertida simplemente porque nuestra matriz interpretativa ha permanecido ciega a ella: y lo que nuestra matriz no advierte, lo interpreta como inexistente.

A pesar de estas dificultades, luego de darle muchas vueltas al asunto, estoy cada vez más convencida de que es así. Hay una forma de relación clientelar que, no sólo se nos está pasando por alto, sino que es la más fuerte de todas. Y no es casual que permanezcamos ciegos a ella: en algún caso, quizás, el patrón sea justamente quien tiene incidencia sobre la conformación de nuestras matrices de interpretación. Un patrón que elige permanecer en la oscuridad.

 



El caso Clarín – La Nación:

el poder mediático como patrón.

 
Cuando el miércoles 5 de diciembre, David Martínez –titular de Fintech Advisor Inc, propietario del 40% de Cablevisión- se presentó en la AFSCA para afirmar su voluntad de adherir a la Ley de Medios e informar que en la siguiente reunión de accionistas propondría que lo más conveniente para la empresa es adecuarse a lo requerido por su artículo 161, dejó en evidencia mucho más que su desacuerdo con las estrategias de sus socios –el Grupo Clarín- para trabar la aplicación de la Ley.

Lo que estaba dejando en claro era su desacuerdo con que el Grupo se comportara como un partido político, y así lo expresó explícitamente en palabras que recogió Roberto Caballero para Infonews.


 

Si vamos un poquito más atrás, hace apenas tres meses –exactamente en el mes de septiembre- La Garganta Poderosa, Barcelona y Mu denunciaban –refiriéndose a La Nación y a Clarín- la crisis de credibilidad y la baja calidad informativa en los medios gráficos que publican, como consecuencia de que “han dejado de vivir de las noticias que publican para pasar a hacer negocios con la información que ocultan”. Y con esta sola frase nos invitan a mirar más cuidadosamente cuáles son los negocios que hacen.

 

Y sin mirar demasiado resulta que está claro que Clarín y La Nación acceden a papel barato: son copropietarios con participación del Estado de Papel Prensa, la única fábrica de papel de diario del  país, que resultó la piedra fundacional del monopolio informativo que construyó el Grupo Clarín durante más de 30 años, y por cuya apropiación se acaba de dictar la prohibición de salir del país a 10 imputados en la causa, entre quienes están los propietarios de ambos medios. A partir de esta apropiación, de la mano del por entonces presidente durante la última dictadura militar Jorge Rafael Videla, fueron consolidando su poder de presión. Así, mientras los dictadores actuaron como patrones, entregando la empresa robada a la familia Graiver, a cambio de silencio y ocultamiento; los entonces clientes La Nación y Clarín no cejaron en su esfuerzo por erigirse ellos mismos en patrones frente a los gobiernos de la democracia.  Durante los últimos 29 años no dudaron en ejercer su poder de presión sobre el Presidente Raúl Alfonsín –apurando su salida anticipada del gobierno cuando obstaculizaba sus planes empresariales-; sobre el Presidente Carlos Menem, luego de la luna de miel del primer período presidencial en el cual pagaron con apoyo mediático los favores políticos que recibían a cambio pero no dudaron en retirarle apoyo cuando puso objeciones a algunos de sus intereses corporativos; y sobre el Presidente Fernando De la Rúa, promoviendo una imagen de incapacidad casi idiota hasta el paroxismo (percepción que terminó beneficiándolo, puesto que hasta este momento ha logrado sortear las consecuencias de su responsabilidad por los muertos durante el establecimiento del estado de sitio en los días finales de su gobierno) y esto a pesar de que con el decreto 1025/2000 había desregulado la venta de diarios y revistas y bajado el porcentaje de venta de tapa a ser percibido por los canillitas (decreto que fue derogado el 8 de septiembre de 2010). En cambio, moldearon una imagen digna del bronce del Presidente Eduardo Duhalde, quien promovió la licuación de las deudas del Grupo Clarín, deuda que terminamos pagando entre todos.

Favor con favor se paga, y puestos a considerar las asimetrías de fuerzas en el poder, queda claro quién se paró del lado del patrón y quiénes fueron los clientes.

 

Claro que la concentración de medios, el monopolio sobre la producción de papel y la hegemonía sobre el circuito de distribución de las publicaciones, no es su único negocio.

Clarín y La Nación son también socios en Expoagro y, a través de ella y una cadena de asociaciones que lleva desde Clarín Rural hasta las UEDAP, de Monsanto. Monsanto, recordemos, es una multinacional con capacidad de presión directa sobre gobiernos, dado que ha logrado no pocas veces que el propio Gobierno de los EE.UU. intermedie –es decir, presione- por sus intereses frente a otros gobiernos nacionales, entre los que el nuestro no ha sido la excepción.[6]

 

Los conflictos de estos grupos con el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner no se explican sólo por la decisión de avanzar con la aplicación de la Ley de Medios de Comunicación Audiovisual, sino por el hacerlo en favor de la desmonopolización del papel para diarios y la propiciación de un rol más activo del Estado en la dirección de Papel Prensa, paso previo a la gran causa madre de todas las causas contra la sociedad empresarial-mediática: la causa por la apropiación de Papel Prensa durante la dictadura.

 

Así como vimos que en esta relación favor con favor se paga, a los díscolos sólo les cabe la retaliación. Y donde hay un patrón siempre hay un puntero decidido a ejercer disciplinamiento, de ser necesario, para no perder su lugar por un cliente que no acata las reglas de juego. Un ejemplo de este juego donde Clarín y La Nación ocupan el rol de patrón, y los diputados de la Comisión de Libertad de Expresión juegan el rol de punteros en su función disciplinadora, se puede leer en la traducción de la versión taquigráfica de la reunión realizada el día 4 de diciembre de 2008 en la que se aprecia claramente cómo, a pesar de que se trataba de un tema eminentemente gremial, la entonces Diputada Morandini forzó los argumentos para hacer referencias directas y explícitas a supuestas complicidades entre el gremio de los camioneros con el Gobierno Nacional contra la libertad de expresión.

 
En otra reunión, el 20 de mayo de2009, el forzamiento es todavía más claro. En primer lugar, la Comisión no estaba completa: eran sólo tres los diputados presentes, y sólo tres los  supuestos daminificados. Entre seis discutían un problema que, de ser tal, afectaría directamente a miles, además de a las grandes corporaciones. Lo más interesante es cómo los argumentos se volvieron circulares: se usó un artículo del Diario Clarín de la fecha para justificar la preocupación por el tema, que en realidad era una cita de las palabras de la misma persona que estaba usando el diario para fundamentarlas. A ver si soy clara: alguien dice algo, el diario lo cita texturalmente, y luego la misma persona se vale de sus propias palabras publicadas en el diario para intentar reforzar su argumento como si lo hubiese sostenido el diario… sí, en serio. En un artículo anterior contrasté la versión taquigráfica con el artículo publicado. Todavía hoy este descubrimiento no deja de sorprenderme…

Es muy interesante ver cómo desde la Comisión se trataba de vincular un asunto estrictamente gremial con un posible futuro ataque a la libertad de prensa por parte del gobierno. Ya estaban construyendo lo que luego enunciarían como una profecía autocumplida. Si bien la ley de medios recién se votó un año después, ya se la estaba discutiendo. Y desde la comisión que debía velar por su espíritu, se militaba contra ella.

 

En esta nueva forma de clientelismo (nueva no respecto de la novedad de su existencia, sino por su hasta ahora desatendida consideración, por lo que sería más correcto decir: en esta nueva forma de entender las relaciones clientelares) no sólo cambian de lugar quienes tradicionalmente se consideraban patrones – subordinándose al rol de clientes- sino que aparecen nuevos actores, que no solían ser considerados en el análisis de las relaciones clientelares ni como clientes ni como punteros.

En el caso particular de La Nación y el Grupo Clarín como patrones, el intento de subordinación del poder político al lugar del cliente no sería posible si muchos de ellos no hubiesen oficiado de punteros. Así, vemos que el poder construido por estos patrones se sostiene en las acciones de mediación que ejercen, por una parte, los periodistas y empresas periodísticas satélites, que se mantienen fieles a los intereses corporativos; pero que serían insuficientes si, por otra parte, algunos de los personajes que pueblan el mundo político no hubiesen encarnado el rol de mediador propio de los punteros: y es justo allí donde vemos a los jueces que aceptan dádivas que devuelven con fallos y con medidas cautelares; a los diputados, senadores, gobernadores y funcionarios de distinto signo políticos que se aseguran minutos de gloria mediática (que necesitan para posicionarse ellos mismos como políticos en aquellas otras relaciones en las que sí juegan –o pretenden jugar-  un rol más protagónico como tales, y quizás llegar a ser patrones) a cambio de ejercer presión con sus ideas, de la ejecución de ciertas acciones políticas, o de sus votos (esta vez no en las urnas, sino desde los escaños). Y quizás hasta algunos sueñen con el consuelo de una tribuna de opinión en la que expresar interpósitas ideas a cambio de pingües ganancias cuando las veleidades de la representatividad no los acompañen.

 

 

El caso de las obras sociales y la medicina prepaga:

el poder de las cajas  como patrón.

 
Jorge Dotto es un joven médico argentino, especialista en Patología Molecular y Genética. Su nombre ha sido relacionado con la promoción de la Ley Nacional de Fertilización Asistida que, a pesar de estar ya lista para su aprobación, permanece postergada.

Así lo explicaba en una entrevista en la CNN:

 

 

Dotto lo expresa claramente: las obras sociales y prepagas tienen el poder de veto sobre una ley que había reunido el consenso suficiente para ser aprobada. ¿En qué tipo de relación podría encuadrarse esta, en la que el poder de empresas ligadas a la salud es tan fuerte que es capaz de revertir la voluntad  legislativa de los representantes de los intereses comunes de las personas? ¿Cómo se configuran estas relaciones clientelares en que quienes prestan servicios de salud pasan a ser patrones, cuyos intereses empresariales son defendidos por los legisladores, que se comportan como clientes?

 

Veamos otro caso, que quizás ayude a clarificar el tipo de relación en cuestión.

Hace poco más de un año –aunque parezca otra vida atrás- Hugo Moyano llamaba a los trabajadores a apoyar la reelección de Cristina. Pocos meses después, apenas reelecto como Secretario General de una CGT fracturada, los invitaba a no votar a quienes no los respetaban, en clara alusión a la misma Cristina, que –de amiga- había pasado a enemiga. Y no sólo por un golpe de retórica. Ese tránsito tuvo que ver –sobre todo, aunque no exclusivamente- con una situación de la que ya me ocupé en dos ocasiones[7] en este mismo blog: el Fondo Solidario de Redistribución.

Este fondo es en realidad una caja millonaria que supera los 11 mil millones de pesos y que tiene como finalidad apoyar a las obras sociales en los tratamientos de alta complejidad y cubrir los gastos administrativos de la Superintendencia de Servicios de Salud.

Y acá viene lo interesante para tratar de determinar cómo se ha ido configurando la relación: este dinero fue parte de un pacto de no agresión entre Moyano y el kirchnerismo en marzo del 2011; pero el problema surgió cuando después de liberar unos 300 millones, el gobierno cesó el envío cuando la economía comenzó a sufrir los embates de la crisis internacional.

Moyano intentó ubicarse, entonces, en el lugar del patrón: si el Gobierno Nacional no se sometía a su autoridad y no honraba sus promesas, sería disciplinado con el rigor con que lo hemos visto presionar durante la segunda mitad de este año.

El primer golpe lo dio Moyano el pasado 20 de junio: un acto en Plaza de Mayo contra el kirchnerismo, en el que intentó demostrar que su poder de convocatoria como ex puntero kirchnerista lo ponía en condiciones de apropiarse de los clientes y erigirse en patrón.

El Gobierno Nacional respondió pocos días después, dando de baja el Régimen de Compensación de Aranceles del examen psicofísico que deben realizar los camioneros una vez al año para conseguir o conservar la licencia de conducir. Con este golpe, la obra social de Camioneros perdió unos $70 millones anuales que recibía en subsidio. Por la misma resolución, la 32/2012 publicada el 2 de julio en el Boletín Oficial, se anuló la “Formación Profesional de los Conductores de Vehículos de Transporte Terrestre de Cargas Generales de Jurisdicción Nacional”, que  estaba a cargo de la Fundación para la Formación Profesional del Transporte, por la cual recibía del Estado $120 por cada chofer que tomaba el curso de capacitación. Quedó claro que el kirchnerismo podrá pegar en segundo lugar, pero sabe dónde y cómo pegar: no es fácil someterlo al lugar de subordinación en una relación clientelar.

 

El caso de Moyano, esgrimiendo como clientes propios a los camioneros, apelando a la retribución por los beneficios obtenidos durante su gestión frente al gremio –primero- y la CGT –después- lo ubica en un intento de tránsito entre el lugar del puntero y del patrón que no ha logrado completar –al menos todavía- exitosamente. Su alianza con otras fuerzas patronales, del orden mediático- no lo han favorecido: las relaciones clientelares son, por naturaleza, relaciones de asimetría, donde se miden fuerzas para determinar lugares en la jerarquía. Y su fuerza de golpe lo ha colocado por debajo de La Nación y el Grupo Clarín, y del Gobierno. En este tránsito no ha logrado mudar de puntero a patrón, sino que ha cambiado de bando. A uno que no lo favorece. Ya se sabe: los patrones no confían en punteros advenedizos ni traidores. La naturaleza de la traición está en su repetición.

 

Viendo este caso, queda claro que muy distinta es la situación de las prepagas y obras sociales presionando para que no se apruebe la Ley Nacional de Fertilización Asistida. Evidentemente la experiencia de su aprobación en la Provincia de Buenos Aires les ha dado un marco de análisis suficiente para calcular los costos económicos en juego. Costos económicos entendidos como pérdidas que no parecen estar dispuestas a solventar, y por ganancias que no están dispuestos a dejar de percibir.

En silencio, han sido capaces de ejercer un poder de presión suficiente como para imponer su voluntad frente a la de muchas organizaciones que vienen militando la ley desde bastante tiempo atrás. Habrá que ir viendo cómo se define la situación en el futuro para ver de qué lado de la relación clientelar lograron ubicarse. Pero, por lo pronto, parece que convencieron mediadores/punteros suficientes para defender sus intereses: y eso, nos guste o no, las pone en el lugar del patrón. Al menos, frente a ellos. Habrá que ver hasta dónde llega su poder de subordinación, que ya ha frenado esta ley y viene obstaculizando al menos una más: la despenalización del consumo de marihuana, por sus implicancias en el aumento de los costos relativos a la atención de la salud de los consumidores.

 

Viéndolo así, Moyano debería replantearse sus alianzas. Este patrón le habría resultado más amigable a sus intereses, que el otro al que terminó subordinado. Cuestión de procesos estratégicos: no se puede garantizar el resultado, hasta que no se ha completado el proceso.

 


El caso de la supresión de la identidad y la libertad:

las redes de trata de personas como patrón.


Uno de los casos más comunes de supresión de identidad es el devenido de la apropiación de un menor que es anotado como hijo propio por personas que no son sus padres biológicos. Es un delito tan común y naturalizado que permanece invisibilizado como tal.  Apoderarse de niños y criarlos como propios, al margen de los mecanismos formales de la adopción, es una práctica socialmente aceptada: no es considerada delito por el común de la gente, ni escandaliza; más bien se la justifica como un acto de bien y de amor. Sin embargo, la culpa se hace presente, puesto que la apropiación suele mantenerse oculta.

Estas percepciones van entramando un discurso social que no sólo legitima y justifica el acto de apropiación, sino que lo reproduce como deseable, sin tener en cuenta que en el acto de apropiación se cosifica y despersonaliza al niño, que es percibido como un objeto que viene a satisfacer la necesidad de una pareja de ser padres y se desvirtúa la idea de adopción, que se sostiene en el interés supremo del niño, y en su derecho a la identidad y a una familia.

 

A pesar de tratarse de un delito tan común, en nuestro país hablar de apropiación de menores parecería hacer alusión casi exclusivamente a los niños desaparecidos, los niños que fueron apropiados por miembros de la fuerzas armadas o de seguridad, nacidos en cautiverio o secuestrados junto con sus madres, que en la mayoría[8] de los casos permanecen desaparecidas.

Estos casos de apropiación acaecidos durante la última dictadura, como parte de una práctica sistemática, sí han tenido un alto nivel de judicialización y, a pesar de las dificultades que han debido sortearse, ya se están logrando condenas.

Por el contrario, los casos de apropiación fuera de ese contexto rara vez llegan a la Justicia. Como decía antes, no son siquiera percibidos como delito. La visibilización que los niños apropiados durante la dictadura le han dado al tema no ha contribuido a extender la concientización hacia el tema de la apropiación de menores en general. Lo que, en conjunción con la percepción social dominante sobre el tema, va conformando un imaginario social que facilita el tráfico de niños, y funda una red clientelar sostenido en él.

 

El tráfico de niños no debería pensarse como un fenómeno separado de la apropiación. Cuando hablamos de tráfico de niños nos referimos a la entrega, recepción o sustracción de un menor de 18 años, de cualquiera forma que suceda y con cualquier motivación, para cualquier fin, exista o no dinero de por medio.

 

Así como con la apropiación de niños, hay formas de tráfico tan naturalizadas que ni siquiera se las considera como tales. Un caso paradigmático es el de Claudia Cordero Biedma, exesposa del periodista Bernardo Neustadt, quien mostró en la revista Gente[9] a los hermanitos nacidos en Kazajstán, a quienes adoptó a través de una agencia de Estados Unidos a la que recurrió para evitar los requerimientos legales que debía cumplir en Argentina.

 

Casos análogos, pero en orden inverso, también han sucedido. Como el de Michael Caloyannides, agente de la CIA, quien a principios de los 90 logró que el sistema de adopción argentino le entregue un niño en guarda, con fines de adopción, abandonando poco después el país y negándose a volver ante el requerimiento de la Justicia.  O el caso del matador de toros Angel Peralta y su esposa Encarnación Rizo, quienes en 1993 se apropiaron de un niño recién nacido –llamado Héctor Manuel y nacido en Río Grande, Ushuaia- a quien presentaron públicamente a través de la revista Hola. Imposible no asociar este caso con el de Sofía Herrera, desaparecida en 2008 en un camping de la misma ciudad.

 

El tráfico de niños también se da en otros niveles, donde no existen intermediarios, o este no percibe dinero a cambio: son los casos en que una partera o un médico se limita a cobrar al matrimonio de apropiadores el parto de la madre biológica, o en los que se establece un acuerdo informal entre la madre biológica y la apropiadora, que concurren juntas a la maternidad.

 

En nuestro país, como en el resto del mundo, esta forma de tráfico de niños se da casi exclusivamente de sectores pobres a sectores pudientes, y a nivel mundial desde los países pobres hacia los más ricos, como ha quedado evidenciado en los tres casos antes relatados. De esta manera, queda claro que en los casos en que el tráfico no es fruto del robo de un niño, acercarnos a la complejidad del fenómeno implica pensar en las condiciones que lo posibilitan: la pobreza, la desprotección y la vulnerabilidad de ciertos sectores sociales a los que todavía no han llegado las acciones de contención de las políticas de Estado.

 

Un práctica sistemática cuyo análisis permite visibilizar el entramado de estas condiciones con las relaciones clientelares, se desarrolló en la ciudad de La Plata, a lo largo de 15 años. La Iglesia Católica –a través de Cáritas- conformó un grupo de adopción inspirado en el modelo de las agencias norteamericanas. En ese marco, les brindaba a las madres asistencia hasta el parto, con la intención explícita era evitar abortos y la venta de niños[10].  El equipo era quien elegía a su arbitrio -entre una serie de candidatos- al matrimonio que se haría cargo de la criatura, a quienes era entregado por medio de una escritura pública (un acto luego prohibido por la Ley de Adopción de 1994). Pasado un lapso, con esa escritura se presentaban ante las autoridades judiciales y formalizaban la adopción.


Queda claro que quien menos importaba era la madre dadora del niño, reducida a mera proveedora de criaturas. Mujeres violadas, adolescentes, víctimas del incesto, desocupadas, pobres, alienadas: toda una población invisibilizada pero útil.

Y por otro lado, tampoco parecían importar demasiado sus hijos, entregados a otras familias mediante escritura pública. Como una propiedad más, como la casa y el auto.

Los que sí tenían un lugar en la relación eran, por una parte, la Iglesia Católica a través de Cáritas -como patrón- eligiendo entre sus clientes –seguramente católicos practicantes y piadosos- a quienes consideraban merecedores de la satisfacción de su deseo de tener hijos.

 

El estudio de este caso me recordó la presentación judicial que realizó la Asociación Pro Familia, con la intención de detener –cosa que en un principio había logrado con éxito- el aborto que se había autorizado en la Ciudad de Buenos Aires a una mujer víctima de la trata de personas, que había resultado embarazada como resultado de las violaciones que había sufrido durante su secuestro. No tuvieron pruritos en participar/organizar de un escrache en la puerta de su casa, revictimizándola; ni de presentárseles durante su internación para prometerle cuidarla durante el embarazo y hacerse cargo del niño, luego de haberla violentado en su decisión, amparada por la Justicia. Y pudieron hacerlo porque contaron con la complicidad del Jefe de Gobierno, Mauricio Macri, quien vetó la Ley de Aborto no Punible, la creación de una Oficina contra la Trata de Personas, y se negó a retirar la habilitación a los prostíbulos bajo su jurisdicción. Todos vetos vinculados con este caso.

Difícil de entender si no se pone a Macri en una doble relación clientelar, con fidelidad compartida -y en apariencia contradictoria- a dos patrones: por un lado, se sabe –por la acusación de Lorena Martins contra su propio padre- que Macri recibió dinero para su reelección de parte del proxeneta y ex agente de la SIDE Raúl Martins; y por el otro, con la Iglesia Católica, hacia quien la fidelidad de buen chico de escuela católica le garantiza el favor del núcleo duro de su electorado.

 

La apropiación de niños es una de las caras de la trata de personas con supresión de la identidad.

A partir del caso de Marita Verón, la joven tucumana de 23 años desaparecida hace 10, se visibilizó en nuestro país la desaparición forzada de mujeres con fines de trata para la prostitución[11].

 

Diana Maffía es Doctora en Filosofía, y actualmente se desempeña como consejera académica en el Consejo de la Magistratura de la Ciudad de Buenos Aires, e investigadora del Instituto de Estudios de Género de la Universidad de Buenos Aires. Fue, además, diputada de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires entre 2007 y 2011.

Maffía, en declaraciones a El Diario –de Entre Ríos, el 10 de diciembre-  sostiene que “los cuerpos de las mujeres siguen siendo un campo de batalla, una tensión de poder y siguen siendo disputados. Verlos desde de la política, es algo que hemos llevado las mujeres al Congreso. Yo creo que fue un aspecto iluminador. Todavía los cuerpos de las mujeres siguen siendo sometidos, esclavizados, vendidos y comprados.”

Su posición coincide con la postura de la legislación argentina, que no prohíbe la prostitución ni la considera un delito penal, pero concibe a la persona en situación de prostitución como una víctima de un sistema prostituyente. En consecuencia, las políticas que defiende no son de persecución de las personas en prostitución sino de protección y de lucha contra la trata, la explotación y el proxenetismo, a pesar de lo cual señala que “no se ve de qué manera se va a terminar con la trata, la explotación, el proxenetismo, la corrupción policial, judicial, y sobre todo con el financiamiento de la política”. Maffía sostiene que una ley es muy difícil de cumplir cuando está alejada de la cultura dominante. Un lamento que se concretó, triste y siniestramente, en el  fallo del caso de Marita Verón, por el cual la Justicia de Tucumán absolvió a los trece acusados por su secuestro y desaparición en abril de 2002.

La decisión generó sorpresa es indignación. La indignación era esperable. La sorpresa, no.

El juicio dejó al descubierto la trama de la trata de personas en Tucumán, sus vínculos con el poder político y policial, y proveyó evidencias de sus ramificaciones a nivel nacional e internacional. Todo lo cual hacía suponer que semejante maquinaria se extendería hasta el poder judicial: de hecho, las condiciones para la impunidad estuvieron garantizadas desde el inicio, cuando no se facilitó en nada la investigación del caso, cuando se trató en todo momento de inclinar la sospecha hacia la familia, y desde algunos medios de comunicación se trabajó para instalar la hipótesis de una desaparición voluntaria.

 
Cuando se realizó la lectura del fallo de la Sala II de la Cámara en lo Penal en Tucumán, integrado por los jueces Alberto Piedrabuena, Emilio Herrera Molina y Eduardo Romero, estaba claro que la red había actuado eficientemente: los acusados María Azucena Márquez, Irma Lidia Medina y sus hijos Gonzalo y José “Chenga” Gómez, Pascual Andrada, Humberto Derobertis, Carlos Luna, Mariana bustos, Daniela Milhein, Alejandro González, Víctor Rivero, María Rivero y Cinthia Gaitán, fueron todos absueltos.

 

La trama de las redes que conforman la trata de personas con fines de prostitución es intrincada y complejísima. Y está enraizada en las propias formas culturales de la vida social de la que participan quienes tienen como tarea asignada combatirlas.

Las redes son difíciles de erradicar porque su ámbito es la noche.  La misma noche de la que participan políticos, jueces, funcionarios, policías, periodistas. La misma noche en la que los códigos indican que lo que sucede se silencia y se oculta… hasta que es redituable sacarlo a la luz. Y así, el silencio es un favor que se paga. Y se paga caro.

 

El silencio de las debilidades privadas que en la noche se viven en público es el favor que convierte a políticos, jueces, funcionarios y policías en clientes; y a las María, las Irma, los Gonzalo, los Chenga, los Pacual, los Humberto, los Carlos, los Mariana, los Daniela, los Alejandro, los Víctor, las Cinthias y ciertos periodistas en ocasionales punteros.

Patrones hay en diversos los grupos: los hay jueces, los hay policías, los hay funcionarios, los hay empresarios, los hay políticos. Son jueces que clientelizan jueces, policías que clientelizan policías, funcionarios que clientelizan funcionarios, empresarios que clientelizan empresarios, políticos que clientelizan políticos. Y todos comparten esos cuerpos -mayoritariamente femeninos, a veces infantiles- que son a la vez mercancía para el goce y garantía de silencio. Mercancía que se mezcla y consume con otras mercancías, que también circulan en la noche: el alcohol, las drogas duras. Y en la misma mesa a la que se sientan, y en la que se comparten las mujeres, la droga y el alcohol, se cierran negocios. Negocios que mueven localidades, ciudades, provincias. Negocios que se sostienen en códigos de silencio. Y que, marginalmente, aportan a las arcas de la política, a la caja chica de la policía, al bolsillo de los jueces, al negocio de los empresarios, reduciéndolos a la posición de clientes, asumiendo sobre ellos el patronazgo.

 

 

 

Tres casos diferentes. Una práctica común.

 

Comencé este trabajo con una inquietud:

 
¿Sería posible que se intercambiasen lugares en la relación clientelar, pasando un grupo de interés no político a ocupar el lugar del patrón, y los políticos a ocupar el lugar de los clientes?

¿Sería posible que en el juego de las relaciones de poder, en algún momento un grupo diferente al poder político concentrara mayor poder de negociación, y asumiera el lugar de patrón, subordinando al poder político al lugar de cliente?

 

Creo que sí es posible, que existe un tipo de relación clientelar que ha permanecido oculta, inadvertida, pero que no caben dudas de que existe. Y en su invisibilidad ha residido su mayor fortaleza.

 
También creo que la distinción en casos está más cerca de responder a fines explicativos que a separaciones reales. Y, por supuesto, los enunciados de ninguna manera agotan los casos posibles.

El poder mediático, el poder de las cajas de dinero y el poder de las redes de trata de personas se mezclan y entraman de formas a veces directas y otras solapadas; a veces centrales y otras tangenciales: son interdependientes.

Todos ellos parecerían ser, en realidad, manifestaciones diferentes de un único gran tipo de poder: el poder económico.

Y todos ellos tienen poder de patronazgo sobre el poder político.

Es allí donde está el mayor riesgo del poder político: en el sometimiento a una posición clientelar, el lugar de la debilidad. En el riesgo de abandono de su posición directriz frente a las políticas para someterse al arbitrio de otros poderes, cuyo interés no es lo público ni lo colectivo.

Su mayor fortaleza, en cambio, es echar luz sobre estas formas de poder para contrarrestar la invisibilidad en la que procuran permanecer: explicitar las formas clientelares que intentan promover a fin de neutralizarlas y quitarles efectividad.

 

Así como las relaciones clientelares tradicionales se desarticulan con la extensión de derechos a todos los sectores de la población, las relaciones clientelares no tradicionales se desorganizan con mayor y mejor acceso a la información.

Claro que no es tarea fácil: la invisibilidad que les ha permitido consolidarse ha sido favorecida por el poder de patronazgo de quienes tienen incidencia sobre la conformación de nuestras matrices de interpretación: el poder mediático, que es el gran articulador de todas las formas de poder.

 

 

Viviana Taylor

 








[1] Apelo al concepto de matriz interpretativa entendiéndola como un modo de interpretación de la realidad que se ha ido construyendo a través de la experiencia, y por eso constituye el conjunto de saberes, valores y principios a través de los cuales analizamos e interpretamos la realidad, y por los cuales tomamos las decisiones que nos llevan a actuar sobre ella. Dado que tienden a ser inconscientes, una vez construidas son naturalizadas: esto es, creemos que nuestra interpretación sobre la realidad es la realidad, con lo que se vuelven acríticas y difícilmente modificables. Esa es la razón por la que nos aferramos a ellas, aun cuando se revelen como insuficientes o inadecuadas. A pesar de todo esto, cuando son concientizadas y se las confronta con otras interpretaciones posibles, pueden ser modificadas.
[2] Siguiendo a Robert Castel, uso el término de vulnerabilidad para designar un enfriamiento del vínculo social que precede a su ruptura. En lo que concierne al trabajo significa la precariedad en el empleo, y en el orden de la sociabilidad implica una fragilidad de los soportes proporcionados por la familia y por el entorno familiar, en tanto y en cuanto dispensan lo que se podría designar como una protección próxima. Para leer sobre el tema: Robert Castel, De la exclusión como estado a la vulnerabilidad como proceso, Archipiélago/21,
[3] Citado por Javier Auyero, en Clientelismo político. Ediciones Capital Intelectual. 2004
[4] Puntero: simplificando, denominamos así al mediador entre el patrón y los clientes. Simplificando, porque la realidad del puntero es mucho más rica y compleja que lo que esta definición reduccionista abarca. Para leer más sobre el tema: http://www.perfil.com/contenidos/2010/03/06/noticia_0039.html
[5] Durante esta década se produce un fenómeno muy interesante que podríamos describir como de “tránsito entre creencias”. Las personas transitan no sólo por los partidos políticos (algo que se puede constatar no sólo entre los clientes, sino entre los propios políticos: los casos paradigmático son el de Patricia Bullrich transitando diferentes espacios políticos, y el de Lilita Carrió fundando partidos y abandonándolos) sino incluso por distintas prácticas religiosas. Y, en uno y otro caso, no sólo se verifican tránsitos permanentes, sino incluso la participación simultánea en distintos partidos o iglesias.
[8] Digo “en la mayoría de los casos” dado que el 9 de octubre de 2012, fue restituida la identidad de la nieta número 107 buscada por las Abuelas de Plaza de Mayo, nacida el 11 de octubre de 1978 en la Maternidad Provincial de Córdoba. La joven nació durante el cautiverio de su madre, María de las Mercedes Moreno. Su padre, Carlos Héctor Oviedo, falleció en 1979 por causas ajenas al terrorismo de Estado. María de las Mercedes fue liberada en 1979, constituyendo un extraño y feliz caso de madre presente en la recuperación de su hija.
[9] Revista GENTE. Nro. 1994 , 7 de octubre de 2003
[10] Los datos han sido extraídos del documento remitido a la Dirección General de Registro de Personas Desaparecidas por el Arzobispo de La Plata, Héctor Aguer en marzo de 2004 – Citado en http://www.mseg.gba.gov.ar/desaparecidos/Apropiaciones%20segun%20DGRPD.pdf Página 5
[11] Además de la trata de personas con fines de prostitución, es común la trata con fines de trabajo esclavo. Respecto de esta forma de supresión de la libertad –y a veces de la identidad- ha sido muy relevante el trabajo de La Alameda, que ha denunciado reiteradamente –entre otros- a los talleres de Juliana Awada, esposa del Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Mauricio Macri. Un caso paradigmático en el que la sociedad clientelar se mezcla y confunde con la sociedad conyugal.

lunes, 10 de diciembre de 2012

En micro, por el chori y por la coca


 


 
 
Viviana Taylor

 
 
Mucho se va a hablar en estos días de la fiesta del 10 de diciembre, que tuvo su epicentro en Plaza de Mayo pero se extendió a muchas plazas de todo el país.
Mucho. Como mucho se habló y se continúa hablando de la protesta del 8N.
Mucho. Como mucho se oirán comparaciones entre una y otra.
No es ahí donde quiero poner la mirada. No voy a sobreabundar sobre lo que resultará superabundante, sin la necesidad de que sume mi relato a los que seguramente se construirán con los más diversos sentidos.
Sí voy a detenerme en algo tangencial. En un comentario. Un simple, llano y repetido comentario que no calificaría para ser tenido en cuenta si no fuese porque suele repetirse como un mantra cada vez que se produce un acontecimiento popular de este tipo.
Un comentario que atravesó las redes sociales y se fue enriqueciendo: “están ahí porque los llevan en micro”. “En micro y por el choripán”. “En micro, y por el choripán y la coca”. “En micro, por el choripán y la coca, y les pagaron $100 por cabeza”. Me sorprende que en la bola de nieve no hayan aparecido entre las dádivas la marihuana y algo de cocaína… lo que demuestra no sólo que el rumor era infundado, sino que fue generado por quienes poco y nada saben –realmente, en concreto- de lo que son las relaciones clientelares.
 
Vamos por partes. Limpiemos un poco el campo para quedarnos sólo con lo que valga la pena analizar.
 
Si se hace un cálculo rápido a partir de los micros que -es cierto- estaban estacionados en las cercanías del festejo y en los que llegaron grupos desde el conurbano y el interior del país, de ninguna manera se explica semejante afluencia de gente.
Claro que muchos llegaron en micro. ¿Cómo se supone que podrían llegar, si no, las agrupaciones militantes y de cualquier otro tipo que quisieron congregarse para estar juntas? Algunas convocaron en sus sedes y llegaron caminando. Otros lo hicieron en micros. Algunos cuántos más viajaron en tren, imprimiéndole festejo a los vagones. Y no habrán faltado los que llegaron a pie desde sus casas, porque las distancias lo permitieron.
La observación a la presencia de los micros no requiere mayores análisis. Es la expresión más superficial del prejuicio acerca de que si alguien va a un acto político en adhesión, apoyo o festejo, y no para la queja, la resistencia o la protesta, es porque se lo ha llevado. Contra su voluntad, engañado, o comprado.
El agregado de los choripanes, la coca, y los pesos son la simple apelación a un refuerzo falaz del argumento. La apelación a una matriz de interpretación sobre las relaciones en la política que ya no son las que definen el vínculo entre los representados y sus representantes. Ya no, al menos, para la mayoría de los casos. Porque si algo ha cambiado en estos últimos años son los vínculos entre los líderes políticos y quienes se sienten por ellos liderados. Un cambio que, quienes los ven desde fuera y no se acercan lo suficiente como para poder comprenderlos, persisten en explicar con matrices interpretativas que ya no son efectivas.
 
Antes de continuar quiero hacer una acotación. Cuando hablo de matrices interpretativas estoy haciendo referencia a esos modos de interpretación de la realidad que hemos construido a través de la experiencia: con lo que hemos vivido, lo que hemos visto, lo que nos han inculcado, los valores en los que hemos sido formados y encarnamos, los principios y creencias que nos definen… En fin, modelos que portamos, casi siempre inconscientemente, y que condicionan nuestra manera de pararnos frente a la realidad, cómo la interpretamos, las decisiones que tomamos, cómo actuamos.
El problema de las matrices es que se vuelven cómodas. Una vez construidas están ahí, disponibles para ser usadas. Y las usamos… aun cuando se revelan como insuficientes o inadecuadas.
Esto es lo que está sucediendo al exagerar la importancia de la presencia de los micros, y reforzar mentirosa pero efectivamente el argumento con chorizos, coca cola y $100. Es el forzamiento de la matriz de interpretación para que cierre. Porque si no cierra, habrá que construir otra… y el proceso de romper con lo que uno cree sobre la realidad y construir formas nuevas no es sencillo. Y, a veces, hasta duele.
 
Apelar a una matriz, por inadecuada que sea, no es  (necesariamente) un acto de inmoralidad, de falta de inteligencia o de criterio de realidad. No estoy hablando de quienes manipulan los prejuicios de otros para reforzarlos, sino de quienes apelan a ellas honestamente.
La matriz está porque nos ha pasado lo que nos pasó. Nuestra historia podría ser relatada como una larga lucha entre fuerzas de exclusión y de integración.
Una larga lucha en la que la historia reciente nos ha mostrado como sí es posible padecer la marginalidad extrema, el aislamiento social, la pobreza absoluta. Una larga lucha en la que, si estuvimos atentos, hemos advertido que la exclusión es el resultado de un proceso que -cuando se manifiesta- ya estaba operando desde mucho antes. Y, si además de atentos ejercitamos cierto criterio, hemos aprendido a reconocer los mecanismos que lo ponen en juego.
La exclusión es una zona de gran marginalidad, de desafiliación, en la que se mueven los más desfavorecidos. Es la zona de quienes padecen la falta de recursos económicos, pero sobre todo la falta de posibilidades: carecen de soportes relacionales, de protección social, de acceso a los recursos porque todo les queda lejos y no tienen forma de llegar… La posibilidad de salir de esa zona no es una mera cuestión de ingresos: es necesario operar sobre el lugar que se les procura en la estructura social a estos sectores de la población .
 
Claro que no todos hemos transitado por esta zona de exclusión. Pero la mayoría de nosotros sí ha padecido mayor o menor vulnerabilidad. Una zona donde si bien nuestro vínculo social no llegó a romperse, sí experimentó alguna forma de enfriamiento: precariedad del empleo, alternancia entre empleo y desempleo, insuficiencia de la protección social, limitación en el acceso a los recursos, y -sobre todo- la amenaza del peligro permanente de caída en la exclusión. Un miedo que no es tonto, dado que en nuestras vidas hemos experimentado una fuerte correlación entre la inscripción sólida en un orden estable de trabajo (al que van anexas garantías y derechos) y la estructuración de la sociabilidad a través de las condiciones del hábitat, la solidez y la importancia de las protecciones familiares, la inscripción en redes concretas de solidaridad. Es mucho lo que está en peligro cuando peligra el trabajo…
Esta zona, la que sí hemos transitado muchos de nosotros, es estratégica: es en esta zona de vulnerabilidad que tan bien conocemos donde se producen las fronteras hacia el ascenso o la caída. Cuanto más se agranda la zona de vulnerabilidad, mayor es el riesgo de ruptura que lleva a la exclusión. Un aspecto clave que explica esta relación es que la protección social ha estado –en nuestra historia- fuertemente ligada al trabajo protegido: la desestabilización de la organización del trabajo implicó socavar las raíces de las políticas sociales.
 
En los últimos años las políticas sociales se han concentrado sobre estas zonas. A pesar de seguir siendo pronunciadas, ha habido un retroceso en las desigualdades, movilizado por un marco general orientado hacia la integración: todos los miembros de la sociedad pertenecemos al mismo conjunto.
Y, en tanto todos los miembros de la sociedad pertenecemos al mismo conjunto, tenemos acceso a los mismos dispositivos sociales: democratización del acceso a la enseñanza, a la propiedad de la vivienda, a la cultura, al consumo… Es cierto que aún hay sectores que no tienen garantizados el goce de estas protecciones, pero estamos más cerca de pensar a la pobreza y la marginalidad como situaciones residuales sobre las que todavía se puede operar, que como situaciones estructurales y naturalizadas.
 
Esto es lo que mueve a la esperanza: la posibilidad de mirar de frente, pero con optimismo, lo que todavía falta por hacer. Porque se lo interpreta como “lo todavía por lograr”.
Y la esperanza es lo que nos mueve a nosotros. La esperanza en un mundo estable, en la certeza de estar siendo protegidos. La esperanza en que es posible que todos accedamos a un trabajo legalmente regulado, y a una remuneración acorde. La esperanza en la escuela pública como lugar de realización de la igualdad de oportunidades. La esperanza en el acceso a bienes que algunos tienen tan naturalizados que sólo los ven como facturas e impuestos a pagar, y para otros son la expresión concreta de haber sido incluidos: el acceso a los servicios públicos, la vivienda, el ocio y la salud.
 
No se trata de una esperanza boba. Hemos asistido –y estamos asistiendo- a políticas que han entendido que no se trata de una cuestión de inyectar recursos ni de compensar desigualdades, sino de trabajar sobre la calidad del vínculo social.
Es una esperanza sostenida en un largo proceso de reafiliación social.
Y eso es lo que se vio ayer: la expresión de la reafiliación social, no del clientelismo político.
El clientelismo político nada tiene que ver con esto. El clientelismo entendido como una forma de satisfacer necesidades básicas en los pobres (vivan en el campo o las ciudades) es una idea reduccionista, anclada en las prácticas iniciales de nuestra democracia. Las relaciones clientelares así entendidas consisten en un intercambio personalizado entre masas y elites, en el cual a cambio de favores, bienes y servicios, las masas aseguran apoyo político y votos.
Si bien esta forma de clientelismo puede perdurar como institución informal –y probablemente no desaparezca mientras haya bolsones de máxima vulnerabilidad que resistan de esta manera la caída en la exclusión- ya no reviste la influencia que se le pretende conferir.
 
Llamativamente, sí es dominante como matriz de interpretación para explicar la adhesión de vastos sectores de la población a las políticas populares. Matriz a la que unos recurren porque es la disponible, y que otros se encargan meticulosamente de realimentar como estrategia de resistencia a esas políticas que, por populares, afectan sus posiciones de privilegio.
Así, se insiste en que es por el clientelismo que los pobres siguen a líderes autoritarios. Y, de paso, se refuerza la percepción de que la Presidenta y sus funcionarios lo son.
Así, se insiste en que es por el clientelismo que se opta por medidas populistas. Y, de paso, se refuerza la percepción de que estas políticas lo son.
No hay especialista en política latinoamericana en general, ni estudioso de los procesos políticos en Argentina en particular, que no esté familiarizado con estas imágenes estereotipadas del electorado clientelar cautivo producidas por los medios de comunicación. Un estereotipo que, por un lado, reduce todo vínculo entre representados y representantes a esta práctica; y que, por otro lado, oculta el funcionamiento del verdadero clientelismo en su dinámica más elemental, haciéndolo permanecer desconocido. Esta imagen de una relación basada en la subordinación política a cambio de recompensas materiales se deriva más de la imaginación y el sentido común, alimentados ambos por las descripciones simplificadoras del periodismo, antes que de la investigación social.
 
Si tratamos de entender los modos en que se expresaba el clientelismo en épocas más recientes –por ejemplo, entre los ’80 y los ’90- vamos a ver que ya se había transformado en una institución mucho más compleja. Quienes obtenían un trabajo o un favor a través de la intervención de algún puntero, no expresaban que se les hubiese requerido algo a cambio. Sin embargo, sí se sentían en obligación -por ejemplo, de asistir a actos-. Una obligación que debe ser entendida en el marco de una relación de reciprocidad: el puntero necesita apoyo para seguir siéndolo, y el cliente se lo da porque le conviene tener un puntero al que recurrir por ayuda. Era la forma naturalizada de relación entre quienes padecían los problemas y quienes los resolvían.
Pero esta asistencia a actos vinculados a la militancia puede ser entendida más profundamente si consideramos que los actos partidarios pueden ser analizados como un ritual en el que se manifiestan y evalúan las intenciones de los seguidores y los mediadores/punteros. En este sentido, la asistencia a los actos es una buena fuente de información sobre las responsabilidades que se tienen hacia un puntero. Conviene ir para estar informado.
En este contexto, es un error pensar al acto como algo diferente, disruptivo de la relación cotidiana, algo que viene a agregarse. El acto, en cambio, pasa a ser una parte del proceso de resolución rutinaria de problemas. Un elemento dentro de una red de relaciones cotidianas que se entramaban y permitían obtener un plan social, una medicina, un paquete de comida, o un puesto público.
 
Algo más: en este tipo de relación clientelar que predominó durante esos años, había un fuerte rechazo a la idea de intercambio. Tanto  clientes como punteros hablaban de confianza mutua, de solidaridad, de trabajo conjunto. Los patrones y sus punteros presentan su práctica política como una relación especial con los pobres en términos de cuidado y de servicio.  Esta negación –consciente o incosciente- de los mecanismos que sostenían la relación terminaban generando una percepción sobre la política que era excluyente de toda posibilidad de obrar y pensar de otro modo. Una percepción que sostenía la exclusión al ignorar el carácter inherentemente manipulador y coercitivo de esas prácticas; y al legitimar en el acto de dar un estado desigual en el que se interpretaba como normal que unos pudieran dar y otros tuvieran que recibir.
 
Aquí está el germen de esa percepción que tenemos tan arraigada la mayoría de los argentinos respecto de que hay un tiempo de política, un tiempo de elecciones, en el que las demandas pueden ser rápidamente satisfechas porque los políticos quieren conseguir votos. Y a su vez realimenta la creencia de que la política partidaria es una actividad alejada de las preocupaciones cotidianas de la gente, una actividad sucia, que aparece cuando se acercan los tiempos electorales y desaparece con las promesas incumplidas.
 
Sin embargo, en los últimos años estas percepciones han sido sistemáticamente confrontadas.
De la percepción de la política como una actividad discontinua, hemos pasado a una vivir una realidad social progresivamente politizada.
De la percepción de que a través de la política se puede acceder a mejorar la propia posición, hemos pasado a una conciencia creciente de que la política debe estar al servicio del bien común. 
Pero la percepción que más se ha transformado hay que ir a buscarla a los barrios más humildes, donde gran parte de la gente ya no cree que haya que esperar la ayuda que viene de los punteros y los políticos en períodos de elecciones, sino que la mejora de su calidad de vida pasó a ser un asunto cotidiano, una política de Estado.
 
Para finalizar, quiero volver al tema del acto, que es lo que motivó estos pensamientos.
Cuando en los ’90 se extendieron las zonas de exclusión, y cada vez más personas tuvieron menos acceso a los bienes materiales y simbólicos, los actos políticos eran una gran oportunidad para evadir por un rato la opresión cotidiana de la vida en la villa y el barrio.
Sólo la consideración de la privación extrema a la que las personas estaban sometidas puede volver comprensible el sentido altamente simbólico que se le daba a un viaje gratis al centro de la ciudad. El carácter del acto como espectáculo no puede ser obviado cuando nos preguntamos por qué tanta gente asistía a actos que poco tenían que ver con ellos. El choripán, la cerveza, la coca, el porro o la dosis de cocaína eran parte de su carácter distractivo. El acto político como salida. En el más brutal sentido del término: como salida –por un ratito- de la propia vida.
Lo que vimos ayer fue otra cosa. Y aunque se insista en poner el acento en que hubo micros, y aunque se sugiera metirosamente que se pagó o que la gente fue por un choripán y una coca, ahí estuvo la Plaza llena.
Esta vez la gente no fue a romper con su cotidiano. Fue a celebrar.
 

Tenemos esperanza

 

 

Viviana Taylor

 

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Entre un error y un no-error...

... la menor distancia
 
 
 
Viviana Taylor
 
En la edición impresa del Diario Clarín del día 4 de diciembre de 2012 (sí: ayer no más) se deslizó un interesante error. En la página 3, donde va ubicada la fecha, dice “Jueves 30 de enero de 1975”. Un error muy extraño: ni ayer era jueves, ni 30, ni enero, ni 1975…  Extrañísimo error.
 
Tan extrañísimo, que extrañó a otros. Por ejemplo, en el blog PaperPapers se cuenta que en un foro de excompañeros de facultad se discutió el tema. Y la respuesta llegó antes que después: uno de los participantes –que trabaja en el diario en cuestión- contó que se dirigió a diagramación pero nadie supo explicarle qué sucedió. Es más, no tenían idea –hasta su comentario- de lo sucedido. Llamó entonces a fotorretoque, donde tampoco tenían idea, así como no la tenían sobre quién podría haber sido el responsable del cambio de fecha. Como en la conversación se nombró al “grillista” y a “diagramación”, imagino que todo se debe haber vuelto una especie de laberinto vicioso en el que no se podía encontrar la salida del misterio.
Lo que –leyendo el recorrido del curioso- sí me pareció más misterioso aún, fue que, exceptuándolo, nadie parecía demasiado inquieto como para sentirse movido por la verdad… a veces, las cosas son sólo cuestión de hábito.
Por supuesto, el relato que se hace en el blog no termina ahí: en el foro se arrimaron varias hipótesis acerca de la posibilidad de tratarse de un mensaje subliminal y, en caso de así ser, qué podría referir la fecha.
Por supuesto, el recuerdo de los hechos de aquel día fue de lo más variado (gracias Google por tus bondades, que vuelve accesible lo lejano):
 
 
El 30 de enero de 1975
  •  Nacieron Yumi Yoshimura, cantante japonesa, de la banda Puffy AmiYumi, y Juninho Pernambucano, futbolista brasileño.
  • Adolf Hitler asumía como jefe de Gobierno alemán con el 39% de los votos (claro que un 30 de enero, pero de otro año... los muchachos del foro no quisieron limitarse en el descubrimiento de coincidencias, aunque fuesen parciales).
  • Montoneros asaltó en Bahía Blanca el estudio Jurídico Dr. Costa e Hijo.
 
 
Incluso aparece la hipótesis de la confirmación de la teoría: el error sería la prueba de que Clarín Miente…
 
 
 
Y ahí estaba yo… con mis cavilaciones, pensando acerca de los errores y los no-errores, cuando en Twitter me topo con un comentario de Mariano Di Chiara (trabajador de prensa que, entre otras cosas, ha sido productor de TV en C5N, Canal 9 y Telefé).
Voy a copiarlo textualmente, porque todavía me cuesta dar crédito a lo que leí (o no, bah… pero siempre es mejor adornar con un poco de suspenso dramático al relato). Di Chiara escribe: “El Ejercito Revolucionario del Pueblo daba un ultimatum al Gobierno Nacional, donde amenaza con iniciar ejecución indiscriminada de funcionarios y dirigentes que apoyan al Gobierno” (sic)
No puedo evitar recordar que apenas 6 días después de la fecha erróneamente deslizada, el 5 de febrero de 1975, Isabel Perón firmaba un decreto secreto ordenando al Ejército iniciar la Operación Independencia en Tucumán. Los militares utilizaron, en el marco de la Doctrina de la Seguridad Nacional, la metodología de la llamada guerra contrarrevolucionaria, en la que los ejes centrales fueron el terrorismo, el secuestro, la desaparición de personas y los campos de concentración donde se torturó y asesinó a miles de tucumanos.  El pretexto de los militares fue la necesidad de “neutralizar y/o aniquilar el accionar” de un grupo guerrillero rural. El objetivo verdadero, como trágicamente descubriríamos después, fue destruir el movimiento popular tucumano. Y ya sabemos cómo continuó la historia.
 
 


 

 


 
 
 
 
 
Y ahí estaba yo… como dije. Con mis cavilaciones… como dije. Pensando acerca de los errores que ya no parecen errores y se van pareciendo tanto, tanto a una amenaza… y me pregunto: ¿no será mucho, Clarín? ¿Cuál es el límite?
Viviana Taylor