miércoles, 4 de enero de 2017

Edad de imputabilidad y políticas de integración


Baja de la edad de imputabilidad

y políticas de integración





Por Viviana Taylor



Casi coincidentemente con la noticia de que quien presuntamente le disparó a Brian Aguinaco (el niño asesinado en Flores cuya muerte originó un levantamiento de vecinos contra la Comisaría 38, cuya cúpula fue removida) también es menor, comenzó a multiplicarse entre los programas televisivos de panelistas el debate sobre la baja de la edad de imputabilidad. Sin dudas, la mejor estrategia para crear opinión pública: su alto grado de efectividad deriva directamente de la superficialidad con que se presentan los temas, volviendo innecesario el esfuerzo que implica comprender y repensar argumentos, sólo apelando a la pura emocionalidad. La mejor muestra de por qué el gobierno propone la abolición del pensamiento crítico.



Instalado el tema, no tardó en aparecer la opinión del ministro de Justicia y Derechos Humanos Germán Garavano, quien aseguró que “hoy la posición del Gobierno es que hay una situación en esa franja de 15 años que debe ser abordada por la ley, pero en base a consensos con UNICEF y todo el arco político”. Y que la idea es comenzar “una discusión seria” en 2017 para darle tratamiento legislativo “recién en 2018, lejos de las elecciones”.  Y, si bien manifiesta estar de acuerdo con UNICEF en el problema que es necesario abordarlo desde la reinserción laboral y escolar, no lo está en que no sea necesario bajar la edad de imputabilidad.





A contramano y contrapelo de la opinión mediatizada, creo que es necesario partir de algunas consideraciones previas, a modo de fundamento para tomar posicionamiento.

La infancia y la adolescencia –tal y como las conocemos y entendemos- son una construcción histórica, cuyas características pueden ser esquemáticamente delineadas a partir de la heteronomía, la dependencia y la obediencia al adulto a cambio de su protección. Heteronomía que significa la necesidad de ordenar la conducta según reglas impuestas por otros, y de ahí la dependencia y obediencia al adulto, autónomo por definición.
Como resultado de esta concepción, la institución escolar se constituyó en el dispositivo para encerrar a la infancia y a la adolescencia: un encierro material, físico, en el que el ser alumno equivale a ocupar el lugar heterónomo de no-saber, contrapuesto al lugar del docente que es el del adulto autónomo que sabe, y en virtud de este saber es quien enseña. Una institución en la que se niega la existencia de todo saber previo al ingreso a ella, a menos que coincida con los que en ella se transmiten.
Una institución en la que ser alumno no es otra cosa que ser un cuerpo que –en manos de un educador- debe ser formado, disciplinado, educado. Y que por indefenso, ignorante y carente de razón, debe obediencia a quien lo guiará hacia la autonomía en la que la obediencia ya no sea necesaria.




¿Hasta dónde es posible sostener, en la actualidad, esta idea de un cuerpo heterónomo, obediente, dependiente de las decisiones de los adultos?

Uno de los temas emergentes de los estudios sobre la Posmodernidad fue el quiebre del concepto de infancia/adolescencia: si bien a lo largo de la historia el concepto fue cambiando, lo común era que dicho concepto era hegemónico y único. En cada momento histórico hubo una forma de considerarlas y definirlas.
A partir de la década del 90 del siglo pasado, este concepto se fracturó dando lugar a la descripción de una infancia/adolescencia desrealizada: los chicos que se volvieron independientes al reconstruir una serie de categorías morales propias –ligadas a la supervivencia- que les brindan cierta autonomía económica y moral. 
Niños y adolescentes no obedientes ni dependientes, con alto riesgo de ser excluidos de las relaciones de saber escolarizado (porque van poco a la escuela o han dejado de ir; o porque obtienen mínimos beneficios de su escolaridad).
Si bien niños y adolescentes excluidos y autónomos existieron siempre, hasta la consolidación del neoliberalismo en los 90, había consenso en que la escuela pública era el ámbito capad de absorberlos. Esta concepción pasó a ser fuertemente cuestionada, dando lugar a la noción de infancia/adolescencia incorregible: encarnada por los niños y adolescentes marginales, sin retorno, para los que se discuten la baja en la  edad para la imputabilidad de los delitos penales, y –llegado el caso- se discutirá la pena de muerte cuando se la ponga sobre la mesa para todos.
Dicho de otra manera: el problema no consiste en que haya aumentado el número de niños y adolescentes habituados al robo, el asesinato, la prostitución o la comercialización de sustancias prohibidas. Lo que había cesado en los 90 (y vuelve con el modelo neoliberal encarnado por el gobierno del PRO/Cambiemos porque forma parte de su concepción de entramado social) fue el convencimiento de que es posible darles respuestas que impliquen su reinserción. Y junto con este cese, se ha producido una retirada de la exclusividad que hasta entonces tenían la Pedagogía y la Psicología Educativa en la producción de discursos sobre esta infancia y la adolescencia, con lo que dejaron de ser llamados “niños y adolescentes”, para convertirse en “menores”. Menores cuyo lugar ya no es la escuela, sino el instituto, el centro de derivación, el correccional o la cárcel. Las nociones de infancia y adolescencia ya no responden a un discurso pedagogizado, sino judicializado.

Por supuesto que esta situación se fue gestando en un proceso más amplio. Ya a fines de la década de los 80, la pedagoga Cecilia Braslavsky escribió un libro titulado Juventud: informe de situación, en el que daba cuenta de la existencia de cientos de miles de jóvenes que no estudiaban ni trabajaban por un lado, y de jóvenes que estudiaban y trabajaban, por el otro. Todavía hoy podemos decir que ambos grupos siguen siendo reflejo del proceso por el cual ingresamos en alguna de las dos principales arterias de la condición social adulta actual: la sobreinclusión o la exclusión.

Según la socióloga Susana Torrado, los chicos que nacieron entre 1975 y 1985 son los que peor la pasaron porque mayoritariamente se socializaron en lugares de exclusión. Constituyeron, por lo tanto, una generación de difícil reinserción: podemos rastrearla como la generación cuya participación fue predominante en las diferentes formas de conflictividad social durante los años 2001/2002, y la que conformó mayoritariamente ese gran grupo militante que se comenzó a conformar después del que se vayan todos.

Los adolescentes actuales –mayoritariamente hijos de esta generación de adultos descripta por Susana Torrado- corren el riesgo de repetir la experiencia de sus padres. La socialización en lugares de exclusión lleva a la pasividad, a no esperar nada de los demás. Los discursos meritocráticos no hacen más que reforzar esta creencia: se les propone un modelo basado en el puro voluntarismo, cuando su experiencia cotidiana es tener que enfrentar un  exterior que los limita. Así, en una aparente paradoja estratégicamente planificada, lo que se refuerza es la creencia en que el futuro no depende de lo que ellos hagan. Estos discursos y estrategias son el exponente de una cultura en la que el pensamiento realista y constructivo está amenazado. Discursos y estrategias que convencen a los jóvenes que se sienten excluidos de ella de que el futuro bien puede arreglárselas sin sus aportes.
Se trata de un fenómeno de tal profundidad que incluso se verifica en un cambio radical en la perspectiva juvenil con respecto al tiempo libre. Ya no incluye la ocupación en hobbies, deportes o lecturas. Ahora es tiempo libre aquel en el que no se hace nada. La nueva lógica es que no hacer nada es hacer algo.

Una gran parte de ellos son los adolescentes y jóvenes que ya no pueden aspirar a tener un nivel de vida como el que habían alcanzado sus abuelos y el que alcanzaron los padres (la primera generación en su historia familiar en que las garantías de movilidad social ascendente se habían roto, pero que pudieron reorientar –al menos parcialmente- su biografía durante los 12 años del gobierno popular kirchnerista). Estos adolescentes y jóvenes son testigos de una experiencia hasta ahora inédita: la rápida frustración de las garantías de movilidad ascendente que no requirió más tiempo que el primer año de la vuelta del neoliberalismo de la mano del PRO/Cambiemos. Una experiencia que permite suponer que lo que va a consolidarse es una tendencia de movilidad descendente. En consecuencia, la mayoría le teme al futuro: tienen la convicción de que no podrán conseguir un buen empleo, sostener su propia familia, ser alguien. Con la presión adicional de la omnipresente meritocracia les advierte que están ante la última posibilidad de orientar su biografía: lo que no hagan ahora, ya no podrán hacerlo.

Este escenario no es exclusivo: su mundo adulto de referencia también se halla fracturado en su autonomía y su independencia. Un mundo cada vez más extendido en el que la proporción de los trabajadores informales vuelve a aumentar frente a los trabajadores del pleno empleo, a la par que el universo general de trabajadores disminuye. Un mundo que vuelve instalar la aspiración de empleo estable como utopía, y el empleo como períodos sucesivos intercalados con largos períodos de desocupación. El mundo que vuelve a proponernos el proyecto neoliberal –después de doce años continuados de  un modelo de inclusión con desarrollo- es uno en el cual se ha perdido la continuidad de la idea de que lo normal es trabajar todos los días, en un empleo formal con todas las garantías y todos los derechos laborales.

A pesar de que los estudiosos de este fenómeno ya lo anticipaban durante los años 90 hoy sabemos sin lugar a dudas –porque ya nos tocó transitarla- que esta situación no es inmediatamente modificable con la creación de nuevas fuentes de trabajo: la experiencia de socialización en este modelo de exclusión impacta fuertemente en la construcción de la subjetividad y en las formas de percepción de la vida social.  El futuro se avizora como un horizonte plagado de posibles frustraciones, por lo que ser joven se vuelve en un objetivo en sí mismo, una especie de presente continuo que no se define por ningún proyecto que lo trascienda.


Es imprescindible que tomemos conciencia de una vez de que tenemos que atender con urgencia, de un modo efectivo, esta situación: la exclusión es un proceso más que de estado. Y no es posible abordarla si no se ponen en relación lo que está ocurriendo –por un lado- en las situaciones de marginalidad extrema, de aislamiento social, y de pobreza absoluta con –por el otro- la configuración de situaciones de vulnerabilidad, de precariedad, y de fragilidad que con frecuencia las preceden y alimentan.
Operar sobre ella, por lo tanto, no estriba únicamente en una cuestión de mejora de sus ingresos, sino que concierne también al lugar que se les procura a los excluidos en la estructura social, incluyéndolos.
Por eso es imprescindible actuar antes de que la exclusión se produzca: operar sobre esa zona de vulnerabilidad en la que se produce el enfriamiento del vínculo social que precede a su ruptura. En lo que concierne al trabajo significa atacar la precariedad del empleo, y en el orden de la sociabilidad implica fortalecer los soportes proporcionados por la familia y el entorno familiar, en tanto y en cuanto dispensan la protección próxima.
Lo que estos jóvenes necesitan no son estrategias de disciplinamiento y represión, sino mecanismos para religarse al sistema. Y es función indelegable del Estado articular estas estrategias de inclusión. Estrategias que fueron abundantes y diversas durante los doce años de gobierno popular kirchnerista: AUH, planes PROGRESAR, PROCREAR, Jóvenes con más y mejor trabajo, Mi primer vuelo, Estímulos para estudiantes, Becas Bicentenario, Programa de repatriación de científicos, creación de universidades, creación de escuelas y jardines, extensión de la escolaridad obligatoria, ampliación del calendario de vacunación gratuita y obligatoria, Coros y Orquestas Infantiles y Juveniles, Centros de Actividades Infantiles y Juveniles, universalización del beneficio previsional y Ley de Movilidad Jubilatoria, paritarias, promoción de créditos blandos para PyMES…
Estrategias que se abandonaron –o directamente fueron combatidas- durante el último año, con la asunción del PRO/Cambiemos al gobierno.


No podemos soslayar el hecho de que cuando se ve amenazada la integración a través del trabajo, también recae la amenaza sobre la inserción social al margen del trabajo. La ascensión de la vulnerabilidad no es únicamente la precarización del trabajo, sino la consecuente fragilización de los soportes relacionales que aseguran la inserción en un medio en el que resulta humano vivir. Se podría mostrar que, al menos para las clases populares, existe una fuerte correlación entre una inscripción sólida en un orden estable de trabajo, al que van anexas garantías y derechos, y la estructuración de la sociabilidad a través de las condiciones del hábitat, la solidez y la importancia de las protecciones familiares, la inscripción en redes concretas de solidaridad entre las cuales las provistas desde y por el Estado ocupan un lugar privilegiado: por universales, por equitativas, y por estratégicas, ya que pueden orientar sus acciones concretas hacia los objetivos de los modelos de producción y Estado que se pretenden desarrollar y consolidar, como se puede ejemplificar a través de las que he enumerado en el parágrafo anterior. En la medida en que la protección social está fuertemente ligada al trabajo protegido, una desestabilización de la organización del trabajo implica socavar las raíces de las políticas sociales.

Es inevitable –y está bien que así sea- que la sensación de vulnerabilidad que hoy compartimos permanezca adosada al recuerdo de un modelo de Estado por el que nos sentíamos protegidos y a su posterior desaparición.
Es por esto que el tratamiento actual de la vulnerabilidad social no podría ser el mismo que el de los años ‘30, cuando el Estado aún no había desplegado una base suficientemente sólida de protección. No equivale a partir de cero como si no existiese una memoria social, que es la memoria de la existencia de una protección social. Ni equivale a partir de los años 80, cuando el neoliberalismo aún no había concretado sus amenazas de exclusión. Pero tampoco después de haber vivido los tres períodos de gobierno nacional y popular presididos por Néstor y Cristina Kirchner.


Tampoco podemos desconsiderar que la Argentina, como todas las sociedades contemporáneas atravesadas por los procesos de globalización cultural y económica promovidos por el neoliberalismo, ha sufrido una crisis aguda de las identidades. Una crisis de las maneras en que los ciudadanos nos imaginábamos dentro de colectivos. En la modernidad, las opciones eran variadas e inclusive podían superponerse: uno era ciudadano, pero a la vez trabajador/a, joven, hombre/mujer, universitario/a; peronista –y se podía aclarar “de izquierda”-, gordo/a e hincha de un club de fútbol. Muchas veces, todo eso junto.
Pero hoy tenemos la memoria de un mundo que ya hemos vivido y que ha vuelto,  en el que el trabajo se dedica a expulsar, ser joven es delito, ser peronista significa un estallido de significaciones y a la traición menemista se le han sumado otras más dolorosas, ser gordo es un estigma, y las grandes tradiciones de inclusión ciudadana se ven amenazadas por las duras políticas de exclusión social que se promueven desde las tribunas de opinión mediática y se concretan desde un gobierno de y para ricos.
Parecen quedar pocas posibilidades de identidad fuera de discusión. Apenas ser hincha de algún equipo, y –quizás- participar de alguna tribu urbana. El problema con estas formas de identidad hoy toleradas es que no son ni pueden ser políticas y, por lo tanto,  la discusión por la inclusión y la ciudadanía se diluye en una forma de ciudadanía menor, confortable y mentirosa. Pero, por otro lado, la intolerancia es radical frente a las identidades políticas: se las concibe como lo absolutamente otro, y el deslizamiento de la consideración del otro como rival al otro como enemigo es inevitable.
El ejemplo más concreto es la insistencia desde los medios corporativos en que “el kirchnerismo está muerto”, “no vuelven más”: la negación de la existencia del otro, lejos del contacto tolerante de la sociedad democrática, implica aceptar que el otro puede desaparecer, ser suprimido; o lo que es peor, que debe ser suprimido. Y junto con él, todo lo que lo representa: su proyecto político, los derechos reconocidos, las conquistas y logros alcanzados.

En síntesis, si se quiere intervenir sobre la zona de exclusión para dar una respuesta efectiva a los problemas derivados de la ruptura de la trama social que las propias políticas del gobierno actual están provocando, las estrategias centradas en la vigilancia y la represión no son las más adecuadas. No se trata de construir un aparato represivo estatal para responder a la protesta social, ni de bajar la edad de imputabilidad para afrontar el aumento de los índices de criminalidad (que, por otro lado, se sostiene que está en baja, deslegitimando la necesidad de sus propias propuestas). Es necesaria otra modalidad de intervención social, remontando la corriente hasta la zona de vulnerabilidad, que es la zona de la precarización del trabajo y de la fragilización de los pilares de la sociabilidad (el marco de vida, la vivienda, la economía de las relaciones de vecindad, las políticas de empleo).
Estas políticas de intervención deben poner el acento en la formación. Se trata de mejorar las capacidades de quienes poseen una baja cualificación y que por esto se encuentran en situación de inempleabilidad. Este objetivo es muy limitado cuando al  mismo tiempo la lista de las cualificaciones se eleva incesantemente en función de criterios incontrolados o discutibles, como cuando las empresas contratan a candidatos supercalificados o cuando la formación permanente funciona como una selección permanente que crea inempleables al mismo tiempo que mantiene a algunos en el empleo, o cuando la búsqueda de una flexibilidad extrema desestabiliza completamente la política de personal de una empresa. Si formación y empleo forman efectivamente una pareja, su articulación no puede ser eficaz poniendo únicamente el acento en la formación. Es necesario, paralelamente, fomentar la creación de empleo decente.
En consecuencia, dado que las dinámicas de exclusión están actuando antes de que se llegue a la exclusión, difícilmente se la podrá eliminar si se persiste en contemplarla bajo el exclusivo prisma de las preocupaciones relativas a la lucha contra los excluidos. El despliegue de este tipo de políticas apenas podría servir de pobre coartada para el abandono de las verdaderas políticas de integración.


Viviana Taylor