El diario Tiempo
Argentino publica hoy un artículo firmado por Boyanovsky Bazán, titulado “La UBA no admitirá a los represores condenados que quieran estudiar”.
El artículo cuenta que la decisión se tomó a partir de las solicitudes de Adolfo Donda, Carlos
Jurio, Oscar Rolón y Carlos Suárez Mason (h), presos por delitos de lesa
humanidad, para inscribirse en el programa UBA XXII de Educación en las
Cárceles.
Tengo que reconocer que este tema me provoca una inmensa desazón. Si
tuviera que dar cuenta de lo que visceralmente me siento impulsada a elegir,
optaría por que recibieran el mismo trato que les dispensaron a las personas
cuya libertad cercenaron. Pero soy más que eso. Soy más que mis vísceras. Y soy
más que mi asco. Por eso trato de pensar esta cuestión por fuera de mis
pareceres emocionales, y desde la perspectiva más amplia de cómo concibo los
derechos humanos. Y es allí donde, si me paro de un modo honesto frente a lo
que creo, tengo que decir que disiento con la resolución que dictó ayer el
Consejo Superior de la UBA, según la cual los condenados por delitos de lesa
humanidad no serán admitidos como estudiantes de la UBA.
Creo, profundamente, que los derechos humanos son de todos. De todos los
humanos.
Creo, profundamente, que no corresponde que tracemos una línea entre
aquellos a los que consideramos “humanos” –y por lo tanto, sujetos de derecho-
y a quienes no, porque corremos el peligro de estar ajustando la línea convenientemente. Y la experiencia me ha
enseñado a desconfiar de los corrimientos
convenientes.
Creo, profundamente, que hay algunas discusiones que no deben darse desde
la singularidad de cada situación, porque las decisiones terminan
contaminándose. Creo que este es uno de esos casos. Si ya hemos determinado que
una serie de derechos son humanos, y que humanos somos todos, no corresponde
que luego discutamos si son todos los derechos para todos los humanos: esa
etapa ya fue superada.
Pero hay algo más profundo en lo que creo. Estos señores que hoy reclaman
por sus derechos -amparados en un Estado de Derecho que no supieron, no
pudieron y no quisieron honrar- nos interpelan al confrontarnos con nuestras
propias convicciones respecto de estas cuestiones. Y nuestras convicciones
deben ser más que nuestras vísceras y nuestro asco. Negarles a estos genocidas
y represores estos derechos, es decir que -al igual que ellos- sostenemos que
no todos los derechos son para todas las personas.
Estos señores, en algún momento enlodaron una frase que todavía hoy, por
los ecos que nos trae, nos da pudor utilizar: los argentinos somos derechos y humanos. Quizás sea hora de empezar
a recuperar las palabras que nos han robado: demostrémosles que sí somos
derechos, que sí somos humanos, y que lo somos hasta el punto en que estamos
dispuestos a garantizar –aún para ellos-
los derechos que no supieron, no pudieron y no quisieron reconocer en otros. No
tracemos líneas. Es lo que ellos han hecho. Y aunque las tracemos en lugares
diferentes, si aprendimos –y encarnamos- la práctica de hacerlo, han triunfado.
No les demos esta victoria. No les hagamos el juego.
Pido disculpas por el desorden en la exposición. Es que, esta vez, ser
fiel a lo que creo me está haciendo llorar el alma. Escribo desde esas
lágrimas.