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“Estudiar
no es crear sino crearse, no es crear una cultura, menos aún crear una nueva
cultura, es crearse en el mejor de los casos como un creador de cultura o, en
la mayoría de los casos, como usuario o transmisor experto de una cultura
creada por otros. Más generalmente, estudiar no es producir, sino producirse
como alguien capaz de producir. La educación prepara a los estudiantes para
hacer, haciendo lo que hay que hacer para hacerse.”
Pierre Bourdieu y
Jean-Claude Passeron
4º HILO. LA ESCUELA
COMO LUGAR DE PARTICIPACIÓN Y DEMOCRATIZACIÓN
Por Viviana Taylor
En la sociedad, la pluralidad es un hecho. Pluralidad que
no se refiere a que el número de los sujetos que la conforman sea plural, sino
a que son plurales sus identidades e intereses, las funciones que desempeñan,
los lugares que ocupan, sus deseos y expectativas, aquello que reconocen como
propio y con lo que se identifican.
Estos elementos, tan
diversos como diferentes, son los que determinan la existencia de grupos.
Grupos que se caracterizan por una relativa homogeneidad interna, con un mayor
o menor sentido de pertenencia, y un sentimiento de diferenciación respecto de
otros grupos. Grupos más o menos diferentes entre sí, más o menos distanciados,
más o menos enfrentados, que conforman la sociedad.
Tenemos que partir de
esta idea para comprender que la escuela es mucho más que el espacio para el
intercambio instructivo entre maestros y estudiantes. La escuela es –ante todo-
la institución socialmente responsable y forjadora de buena parte de los
cambios que la sociedad en general y los individuos en particular puedan
generar. Pero para que eso sea posible tendrá que ocuparse de crear y vivenciar
condiciones democráticas para que luego se trasladen y crezcan en el ámbito
social. Esto es, debe trabajar para que la convivencia democrática entre grupos
que son tan diferentes sea posible.
¿Por qué ponemos esta
responsabilidad en la escuela? Cuando hablamos de la escuela como un lugar de
socialización, tendemos a pensar que hacemos referencia a un proceso por el
cual las generaciones jóvenes internalizan las normas y los valores de una
sociedad. Y muchas veces lo imaginamos como un fenómeno mecánico en el cual la
sociedad delega en la escuela el papel activo, y los alumnos y estudiantes juegan
el pasivo. Incluso muchas veces nos preguntamos si este papel no debería ser
subsidiario a otras instituciones –como la familia- e intervenir sólo en los
aspectos en que necesitan auxilio, o en los casos en los que fallan. Pero de
pronto algo ocurre: alumnos que toman una escuela, peleas entre grupos de
compañeros, una madre que golpea violentamente a un director, denuncias telefónicas por prácticas políticas
en las escuelas, protestas por la lectura de ciertos libros o la enseñanza de
ciertos contenidos… Lo disruptivo aparece para romper esa fantasía mecanicista,
y es cuando caemos en la cuenta de que deberíamos considerar al menos otros
tres elementos, como para poder comenzar a pensar en lo que sucede puertas adentro:
1. Lo que se internaliza
en los procesos de socialización no es la realidad objetiva. Lo que se
internaliza es una interpretación sobre la realidad, que ya ha sido
transfigurada por las fantasías, los deseos y los temores de quienes nos
precedieron. Esto es, lo que sabemos sobre la realidad no es la realidad; lo
que sabemos sobre la realidad son las interpretaciones que hemos construido
sobre ella, a partir de las interpretaciones que otros nos han inculcado y de
nuestra experiencia a partir de esas relaciones.
2. Dado que la escuela
no es nuestro primer lugar de socialización, no llegamos a ella vírgenes de
interpretaciones. Ya hemos transitado –y hemos sido atravesados- por procesos
de identificación nacidos de los vínculos intrafamiliares. A través de esta primera estructuración de la
personalidad, el individuo construye matrices de interpretación
de modo que va a ir haciendo
proyecciones en el campo de lo social, que van a extenderse a otros adultos,
sobre todo en la escuela. Y más tarde se extenderán a toda figura de autoridad,
como las que se le presenten en los ámbitos de lo laboral y lo político. Una
característica muy particular de este tipo de socialización es que se da en
“contextos de iguales”. ¿A qué le llamo “contextos de iguales”? Las familias
tienden a concentrar sus relaciones sociales en grupos que le resultan afines:
cierto grupo religioso y no otros, cierto club y no otros, cierto grupo
político y no otros, cierto barrio y no otros… Por rica que parezca ser la
experiencia social que pueda promoverse desde una familia, siempre será dentro
de un “contexto de iguales”, esto es, entre grupos con los que se comparten las
mismas interpretaciones sobre la realidad. La escuela es la primera institución
en la que la mayoría de los niños se encuentra con “lo diferente”: niños
provenientes de otras familias, con otros universos interpretativos. Y esto
siempre que consideremos a escuelas inclusivas,
y no a las que atienden a sectores muy particulares, y tienden a sumarse
a ese contexto de iguales de la experiencia familiar.
Considerando estos
dos nuevos elementos, es fácil advertir que el grado de identificación que cada
nuevo alumno va a sentir con la escuela dependerá del grado de cercanía o
distancia entre la cultura escolar que se propone y la cultura familiar que
porta, o sea, entre esos dos universos de interpretaciones. De esta tensión ya
me he ocupado en el 2º hilo de esta escuela como nudo.
3. Pero el tipo de
socialización que se produce en la escuela es todavía mucho más complejo que el
relativo a estos dos aspectos. En ella, además, se promueve un tipo particular
de experiencia que consiste en la socialización entre pares. Un tipo de
socialización que sucede al margen de la intervención de los adultos, y de la
que estos no siempre están conscientes. Voy a tratar de explicar sencillamente
de qué se trata…
Junto con el tipo de
socialización que estamos acostumbrados a considerar, existe otro modo de apropiación
de la realidad que se lleva a cabo sin la intermediación directa de adultos, y
que sólo funciona si se desarrolla dentro de un marco social de pares.
Generalmente se da dentro de pequeños grupos, como el grupo de clase, la barra,
o la tribu. Estos tipos de agrupamiento, crean las condiciones para que
los niños y adolescentes se sientan protagonistas de sus propias acciones y
decisiones, al no sentir la intromisión de la autoridad de los adultos. Este
protagonismo en las decisiones es lo que les permite inaugurar el sentimiento
de autoría: la sensación de ser dueños de sus propias elecciones y de los
actos a los que llevan. En esto consiste el proceso de apropiación del acto.
Un proceso que está opuesto a la fuerza
tradicional de la autoridad, que tiende a reservar para los adultos la
legitimidad en las decisiones. Dada esta tensión entre la apropiación del acto y la fuerza
tradicional de la autoridad, es en los resquicios en los que la autoridad
de los adultos disminuye donde los jóvenes advierten la posibilidad de tomar
decisiones y llevarlas a cabo. Por eso
la escuela es el terreno donde se juega esta experiencia crucial para el
desarrollo social, la participación y la democratización: es el lugar donde se
promueve la posibilidad de tomar decisiones compartidas en grupos de pares que
no provienen de contextos de iguales; grupos de pares que antes de emprender
una toma colectiva de decisiones necesitan confrontar sus interpretaciones para
construir acuerdos.
En síntesis, podemos
decir que para nuestros chicos hay dos formas de estar en la escuela: por un
lado, poniendo en juego las relaciones interpersonales con los adultos y las
instituciones; y otra forma a través de la cual se apropian de sus actos, en la
acción colectiva en sus grupos de pares.
Ahora bien, para que la escuela
sea efectivamente un lugar de democratización es necesario que se configure
como una comunidad en la que se promueva realmente esta apropiación. Este es el
modo en que se favorece el desarrollo de la autonomía, como condición previa
para el ejercicio pleno de la ciudadanía en una sociedad democrática. Claro que
la situación no es sencilla siendo la escuela una comunidad plural. Si en ella
confrontan grupos que portan interpretaciones diferentes, y necesitan construir
significaciones comunes, es en la resolución de la
dinámica entre
pertenencia-diferenciación donde se juega la posibilidad de convivencia. Vamos
a detenernos un poco en este punto…
Así como sucede en la
sociedad, en la escuela no todos los subgrupos se posicionan de igual manera en
el grupo total. Alguno de ellos -ya sea por su mayoría numérica, su
prepotencia, por su identificación con la cultura escolar o los modos que
otorgan prestigio en el grupo de referencia- se encuentra en una posición de
poder que lo convierte en el grupo dominante, aquel capaz de impregnar con su
estilo, su identidad, y sus valores al gran grupo. Desde esta posición adquiere
un cierto sentido lo que se entenderá como lo normal (aquello que es
parte de la norma, lo que es aceptado y se identifica con lo que corresponde y debe ser) y es desde dónde,
por confrontación, se definirá lo diferente. Cada uno de los otros
subgrupos se posicionará en el grupo total en función de su mayor o menor
afinidad con el subgrupo de referencia, adquiriendo una caracterización de
mayor o menor normalidad, mayor o menor diferencia.
Lo más común es que
desde la posición hegemónica se observe al resto de los grupos como si su único
rasgo de identidad fuese aquel que marca la diferencia. Así es como los
otros pasan a ser los judíos, los homosexuales, los
discapacitados, los pobres, los gordos, los extranjeros,
los villeros, los wachiturros, las culisueltas, los troskos... como si
ese único rasgo alcanzara para definirlos en su identidad. Esta forma de
definición implica una doble reducción:
·
En primer lugar, se asume lo diferente como marca de
identidad, exclusiva de ese subgrupo y excluyente de cualquier otra. Así, lo
que hace que un trosko sea trosko, sólo está en los troskos y en ningún otro grupo. Y, a la
vez, un trosko sólo puede ser un trosko, y ninguna otra cosa.
·
En segundo lugar, se entiende lo diferente como
déficit.
Los otros, los
diferentes, pasan entonces a tener una identidad negativa: no se les reconocen
sus marcas propias como algo con valor, sino como desviaciones respecto de la normalidad
y lo deseable, marcados por el grupo dominante. Se los estigmatiza como la
negación de lo que debe ser.
En la escuela, lo
diferente suele entenderse sólo como lo visiblemente diferente: la posición
económica, el color de la piel, la vestimenta que se usa, los modos
particulares del lenguaje… Esta diferenciación se agrava cuando, además, es
compartida por el grupo docente, que legitima la representación de la
diferencia. Entonces se hablará de sujetos
con necesidades especiales, reforzando la idea de lo diferente como marca
de un déficit, y con el convencimiento de que estos sujetos están condenados a
ser lo que su origen les marca. Así es que se piensa en la diversidad como
grupos culturales absolutamente aislados del resto y plenamente homogéneos en
su interior.
Ahora bien, esta
pluralidad la tenemos en la escuela, y es evidente el requerimiento de una
convivencia lo más armónica posible para que la tarea no se vea obstaculizada.
Pero también es una oportunidad para que el desarrollo de los sentimientos de
autoría -que derivarán en desarrollo de la autonomía- se produzca en contextos
más inclusivos que preparen a nuestros alumnos para la construcción de una
sociedad más democrática. Entonces, ¿cómo actuar entre diferentes?
Los discursos más
extendidos proponen fomentar la tolerancia
frente a la diferencia. La tolerancia parecería haberse convertido en la
madre de todas las virtudes. Tolerancia que, en definitiva, no es otra cosa que
in-diferencia: la negación de lo diferente. Satisfechos con nuestra tolerancia,
no nos preocupamos por las condiciones reales en que están estas diferencias, y
creyendo construir una escuela democrática y respetuosa de todos, enseñamos a
nuestros alumnos a ser indiferentes y a levantar muros. Esta forma de
tolerancia la entiendo más bien como un “no
te metas conmigo y no me meto con vos”. Entonces pensamos en la escuela
como un lugar aséptico, incontaminado de ese fastidio que es lo diferente, y a
fuerza de evitar que emerjan las diferencias, vamos recortando el margen del
conflicto: dejamos afuera la sexualidad, la religión, la política, las aficiones
deportivas y las preferencias culturales; en fin, todo lo que nunca parece ser
lo que debería. Y así nos contentamos con una escuela aparentemente
integradora, centrada sólo en lo que nos iguala, sin darnos cuenta de que nos
hemos quedado con una escuela que versa sobre la nada. No hay de qué asombrarse
si esta situación es generadora de tantos chicos desmotivados, abúlicos o
rebeldes.
Una actitud opuesta
sería ignorar los lazos comunes, y legitimar –e incluso promover- prácticas
discriminatorias, dando diferentes oportunidades educativas a cada grupo
escolar. O sea, reproduciendo en el interior de las escuelas las mismas
diferenciaciones que se sostienen respecto de estas en los circuitos educativos
diferenciados, según dónde están insertas y las características socioeconómicas
de las comunidades a las que atienden.
O, mal que nos pese
admitirlo, una postura aún más difundida: reprimir la diferencia, llevando a
primer plano el sistema de sanciones y calificaciones como elemento
homogeneizador; y reproduciendo esa misma represión entre los propios alumnos a
partir de prácticas concretas o
simbólicas de exclusión.
Las prácticas democratizadoras
tienen otras exigencias. Se diferencian de todas estas posiciones no sólo en el
hecho de que reconocen la existencia de las diferencias, sino en que además las
aceptan como valiosas. Se trata de aceptar y defender la posición de que la
comunidad se enriquece con diferentes aportes, y que lo que la define y la
caracteriza como comunidad original, única e irrepetible es justamente esa
pluralidad –original, única e irrepetible- de aportes que en ella se conjugan.
La democratización es
la única vía que crea la condición de posibilidad para la verdadera
convivencia. Las otras prácticas son descalificatorias, exclusoras, y terminan
llevando a la desafiliación social. Y cuando una institución deja de acoger a
las personas, deja de reconocerlas como sujetos de derecho. Es el primer paso
para la instauración de la violencia, donde no hay otro propósito que la
anulación del otro, al que –por desconocimiento- se vive como amenaza para la
propia integridad. Sólo desde esta consideración se entienden las prácticas
exclusoras –algunas que quedaron sólo en intento, otras aún vigentes- que se
están promoviendo desde el Ministerio de Educación porteño y están siendo
exigidas por algunos grupos de opinión para todo el país.
Las prácticas
democratizadoras, en cambio, abren las puertas que permiten la afiliación
social, la posibilidad de que todos los grupos que conforman esa pluralidad
tengan un sentido de común-unión, de pertenencia en referencia a un proyecto en
común que a todos los convoca, del que todos forman parte, al que todos aportan,
y del que todos se benefician. Implica el reconocimiento de que no puede haber
cohesión sin un ideal colectivo que mueva la colaboración de todos. Claro que
acá aparece esa pequeña dificultad del lenguaje, hija de los universos
interpretativos diferenciados: no a todos nos resuena el vocablo “colectivo” de
la misma manera. Y si desde la escuela no se genera un significado común, será
difícil ponerse de acuerdo cuando la identidad idiomática es pura fantasía:
estamos tratando de comunicarnos, hablando lenguajes diferentes sin saberlo.
Para ello es
necesario que desde la escuela se promuevan espacios de diálogo sobre lo que en
realidad está en juego: los intereses y deseos que motivan a cada grupo, y los
valores que regulan sus conductas. Mientras no se abran estos espacios, lo otro seguirá definiéndose como lo opuesto.
Antes de finalizar,
no puedo dejar de destacar que la escuela tiene la función de crear interés por
lo extraño. Es un error creer que la
precondición de interés para que el aprendizaje sea posible es espontánea y
está siempre disponible. Los docentes debemos dirigir la mirada hacia el otro
en tanto otro, instalar el interés por lo extraño, sea otra cultura, otro
pensamiento, otra posición, otro lenguaje… Ningún niño ni ningún adolescente
será perjudicado por escuchar otras voces: la multiplicidad de voces y versiones
es condición para el aprendizaje. Necesitamos entender lo diverso y complejo
porque esa es la condición de la realidad: la diversidad y complejidad. Partir
de otra condición es hacer de la educación una ficción.
Para fortalecer la
democracia no alcanza con aumentar la cobertura del sistema escolar; no basta
con que se amplíen los cupos en las escuelas. Es necesario que la misma escuela
en su conjunto sea un espacio de dinámicas y prácticas de carácter democrático,
erradicando de su interior las concepciones que no ayuden a educar en el
pluralismo, la inclusión, la participación, la cooperación, la solidaridad. Las
condiciones para una verdadera convivencia pluralista estarán dadas cuando
tengamos una apertura tal que nos permita no sólo realizar una crítica a los
valores de los otros, sino a los propios valores; cuando seamos capaces de
incluirnos como parte de la diferencia.
Por Viviana Taylor