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“Día tras día, se niega a los niños el Derecho a ser niños. Los
hechos, que se burlan de ese Derecho, imparten sus enseñanzas en la vida
cotidiana. El mundo trata a los niños ricos como si fueran dinero, para que se
acostumbren a actuar como el dinero actúa. El mundo trata a los niños pobres
como si fueran basura. Y a los del medio, a los niños que no son ricos ni
pobres, los tiene atados a la pata del televisor, para que desde muy temprano
acepten, como destino, la vida prisionera. Mucha magia y mucha suerte tienen
los niños que consiguen ser niños..."
Eduardo Galeano
3º HILO. LA ESCUELA
COMO LUGAR DE DESEDUCACIÓN
Por Viviana Taylor
Para el historiador Luis Alberto Romero, “en
tiempos mejores para la
Argentina , la educación fue una prioridad de la que nos
quedan, como mudos testigos, algunos magníficos edificios escolares; pero en
algún momento, aunque los enunciados permanecieron, el sentido de esa política
cambió”[1].
Si hubo un momento en el que cambió –para peor- el sentido que desde la
política se le daba a la educación, y desde el que la educación se pensaba a sí
misma ¿cuándo fue que esto sucedió? ¿Y por qué?
Más que de un momento, deberíamos hablar de un largo proceso, en el
cual se pueden señalar ciertos hitos fácilmente identificables. Esos hitos
están constituidos por los momentos en los que los golpes a la educación fueron
intencionales. Y es así como se puede seguir una línea de continuidad que
partió desde 1966, cuando se interrumpió el más brillante proceso de modernización
de la universidad argentina -y paralelamente se golpearon otros emergentes
culturales, como el Instituto Di Tella-; línea que fue atravesada por el proceso
dictatorial iniciado en 1976, durante el cual los golpes se sucedieron con más
dureza; y alcanzó su punto culminante durante la democracia, en la década de
los ‘90. Un proceso que abarcó prácticamente toda la segunda mitad del Siglo
XX, y que consistió en una progresiva pérdida del sentido tradicional que la
escuela –y la educación en general- habían detentado hasta ese momento, y que
generó uno nuevo al que frecuentemente se la asocia: deseducación.
Vamos a detenernos un poco en este proceso. Durante estos años de la
segunda mitad del Siglo XX, mientras algunos sectores pugnaban por reconstruir
el tejido académico y afirmar los valores de la excelencia, otros consideraban a
la Universidad como un botín a repartir. Fue en medio de estas tensiones que la
Universidad fue perdiendo su función rectora sobre el sistema educativo, a la
vez que se iba abriendo la puerta a la crítica a lo que se llamó enciclopedismo. Esta crítica, que
resultó fecunda para el desarrollo de nuevas posturas pedagógicas y didácticas,
terminó banalizándose y se convirtió en una caricatura de sí misma. Y con ello desembocó en la desvalorización de lo que es esencial en la escuela: el
enseñar. Consecuente, la escuela comenzó a sufrir un vaciamiento de contenidos.
Claro que este proceso no se daba en aislado. Paralelamente, el
deterioro salarial progresivo había ido convirtiendo a la tarea docente en un
trabajo descalificado, y le había quitado la connotación de lugar aspiracional
para los sectores desde los que tradicionalmente surgían los maestros. El
cambio de composición social de los maestros –que dejaron de provenir de los
sectores con mejor acceso a los bienes culturales- habría sido una importante
oportunidad para la consolidación de la escuela como lugar de ascenso social,
de no haber estado acompañada por la supresión de las escuelas normales, que
eran los lugares donde justamente se habían formado los mejores maestros. Este
doble proceso de cambio de la composición social de la docencia y pérdida de
los mejores lugares para su formación, comenzó a afectar la calidad de los
docentes. Como si estas variables no fueran suficientes para explicar el
deterioro de la calidad de la educación, se produjo la transferencia de las
escuelas y colegios nacionales –sin el auxilio de los recursos financieros
necesarios- a estados provinciales que en muchos casos ya eran incapaces de
sostener por sí mismos su propia administración provincial. El golpe de gracia
lo dio una reforma educativa que avanzó destruyendo lo que quedaba.
Un largo proceso de casi medio siglo en el que a fuerza de golpes se
avanzó en la destrucción de la institución escolar.
Si bien es cierto que la universidad -que justamente en 1966 padeció la
Noche de los bastones largos- fue
quien recibió los golpes más espectaculares, no s menos cierto que las heridas
más profundas se produjeron en las viejas escuelas primaria y media. Una de las
razones que explican por qué estas heridas, lejos de curarse, se fueron
profundizando durante la transición democrática, es las estrategias para
el mejoramiento de la calidad de la educación se centraron en torno del cambio
de los contenidos, las normas y las prácticas. Lo que se esperaba era que estos
cambios permitieran desmontar el orden que había imperado en la escuela durante
todo el período anterior. Pero se desatendieron otros factores que también
condicionan la calidad educativa, a los que se consideraba como meros temas tecnocráticos. Y ahí estuvo el problema.
Las consecuencias, que se fueron haciendo progresivamente más evidentes, produjeron la reacción de los docentes, que advirtieron
que el deterioro de la calidad se estaba instalando como un argumento utilizado
para criticar y desvalorizar su trabajo y el accionar de la escuela pública. Lo
paradójico fue que la oposición a este tipo de discurso se basó en relativizar
la problemática, y así fue que brindó argumentos que fortalecieron las visiones
que pretendía combatir: no se puede
confiar la educación a docentes que no son conscientes del deterioro que sufre,
ni pueden surgir propuestas de mejora de instituciones que no perciben sus
propias limitaciones.
Como veíamos al principio, fue en este contexto, el de
los últimos
treinta años del Siglo XX, que se gestó un nuevo concepto para dar cuenta de lo
que estaba aconteciendo en las escuelas: la deseducación. Se trata de un
concepto que intenta explicar el fenómeno por el cual muchas escuelas se
transforman en centros de adoctrinamiento cuyo objetivo es imponer una
obediencia que anule cualquier pensamiento autónomo y creativo. Como una
radicalización de los fenómenos de control social, deseducar pasó a ser la
maquinación ideológica.
En
los últimos días este tema volvió a tener cierta relevancia. La razón es doble:
por un lado, la preocupación surgió a partir de la denuncia mediática por la
supuesta presencia de grupos militantes en actividades escolares –algunas de
ellas planificadas por la Dirección de Fortalecimiento de la Democracia-, que
venía a sumarse a una excesiva y sesgada cobertura mediática a la toma del
Colegio Carlos Pellegrini por parte de su centro de estudiantes. Por otro lado,
también contribuyó en la reinstalación del tema la reacción del Ministerio de
Educación porteño, que habilitó una línea gratuita para denunciar aquellas
actividades políticas. La presencia de estos dos hechos en los medios, fuertemente
fogoneada desde las redes sociales, ha promovido que haya comenzado a discutirse –bastante acaloradamente-
la pertinencia de estas actividades.
Uno
de los supuestos de base para negar tal pertinencia es que la política debe
mantenerse ajena a la actividad escolar, ignorando que la educación es –en sí
misma- una actividad política. Otro supuesto es considerar a los alumnos como
vírgenes de toda influencia de ese sentido, un estado de inocencia que es
preciso preservar de contaminaciones deformantes. Y un supuesto más, quizás el
que mayores temores provoque, es la creencia en lo que podríamos llamar Ley del
que Pega Primero; algo así como que “el que pega primero: pega más fuerte, dicta
las reglas del juego, y deja marca. Todo el que llega después debe luchar contra
el hecho de que los alumnos ya han sido marcados por la influencia
exclusiva y excluyente del que llegó
antes”.
A
pesar de estas preocupaciones, lo cierto es que el adoctrinamiento y la
deseducación no devienen de la exposición temprana a la práctica política, sino
que es fruto de la transmisión sesgada y unívoca de matrices de interpretación
de la realidad, sean del signo que sean. Justamente lo que nos fue pasando
durante el proceso al que me he referido. Una vez que estas matrices se han
instalado en nosotros, pasan a conformar nuestro horizonte de interpretación de
la realidad y de significación de la experiencia. Estas matrices marcan el
límite entre lo que podemos ver y lo que no, lo que podemos interpretar y de
qué manera, lo que podemos significar y el modo en que lo hacemos. Y todo lo
que no puede ser asimilado por la matriz, permanece oculto, incomprensible,
invisibilizado. La matriz es lo que nos señala lo que hay que mirar y cómo
entenderlo, pero también son las anteojeras.
Paradójicamente,
la única forma de evitar el adoctrinamiento y de luchar contra la deseducación,
es la exposición permanente y temprana al tipo de experiencias que con tanta
desconfianza miramos. Es la habitualidad de este tipo de experiencias lo que
colabora en la promoción del desarrollo de un espíritu crítico y abierto a la
diversidad de voces. Quizás sea esta la verdadera razón –más allá de las
explicitadas- por las que tantos administradores y funcionarios escolares se
resisten, desde sus lugares de poder, a la permeabilidad de la escuela a la
política.
Justamente
no son las prácticas políticas libres, diversas y variadas la raíz de la
deseducación. Por el contrario, la escuela, como parte de un sistema
institucional de control y coerción, durante
el proceso al que hemos hecho referencia –excepto por algunos intentos
espasmódicos- intentó silenciar e incapacitar no sólo a los jóvenes que
ingresaban al sistema educativo, sino a los adultos responsables de impartir
enseñanza. Muchos docentes terminaron evidenciando la falta de un pensamiento
crítico e independiente, y reprodujeron esa falta en sus alumnos. El
aprendizaje rutinario, la falta de asociación de ideas y el estímulo de la
memorización automática como recurso, son síntomas de esta falta, que a la vez fomentó
la banalización de lo intelectual y facilitó el vaciamiento de los contenidos
curriculares. Paralelamente, en un proceso que no hemos logrado aún superar, se
indujeron conductas prejuiciosas y paranoicas en los docentes, y finalmente se
promovió un grado creciente de hostilidad y violencia entre los adultos y los
niños. La consecuencia: la muerte del deseo de aprender. Y la silenciada agonía
del deseo de enseñar.
La situación
se vuelve más compleja cuando relacionamos estas evidencias con las exigencias que
se nos plantean a los docentes, producto de la emergencia de demandas sociales
y económicas, de los efectos derivados del desarrollo científico y tecnológico,
y de la propia transformación del sistema educativo. Limitados por las
deficiencias propias de nuestra formación, por un sistema que –a pesar de los
muchos progresos en este sentido- todavía lucha por garantizar la continuidad
de la misma, y por una socialización profesional en la que muchos de nosotros
hemos construido nuestros esquemas prácticos de acción en un contexto
desfavorecedor, los docentes hemos ido configurando unas formas de trabajo
difícilmente modificables.
Gastón
Bachelard lo resumió magníficamente: “en
el transcurso de una carrera ya larga y variada, jamás he visto a un educador
cambiar de método de educación. Un educador no tiene el sentido del fracaso,
precisamente porque se cree un maestro”.
Por Viviana Taylor
P.D.
La realidad, lamentablemente, acaba de regalarme un ejemplo perfecto de este proceso de vaciamiento de contenidos que redunda en deseducación. El jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Mauricio Macri, acaba de "prohibir" que en las escuelas porteñas se lea El Eternauta, como parte de la embestida contra la participación política en las escuelas, de la que forma parte la habilitación de la línea telefónica para denunciarla. Llamativamente el texto forma parte de los textos sugeridos por el propio Ministerio de Educación de la Ciudad. Dicha prohibición no sólo evidencia el nivel de ignorancia respecto de la obra sobre la que recayó la medida, sino la falta de respeto absoluta por los funcionarios que lo acompaña desde el Ministerio -a los que, en razón de la incoherencia, supongo que no ha consultado-, lo que se conjuga trágicamente en su sesgada matriz interpretativa respecto de lo que implica la política.
Espero que, prontamente, esté obligada a hacer un nuevo agregado a esta nota, aclarando la revisión de la medida.
P.D.2
Tal como expresé según mis deseos de ayer, se impuso un pronto nuevo agregado a mi nota. El jefe de gobierno porteño, Mauricio Macri, hizo marcha atrás con sus declaraciones del día del ayer, reconociendo que se había expresado de modo incorrecto. Estas idas y venidas aportan doblemente al análisis que he propuesto analizar en este nuevo hilo a desanudar: las razones de que la escuela se torne en un lugar de deseducación se sostienen fuertemente en visiones banalizadas y sesgadas de la práctica política; en posturas irreflexivas y espasmódicas que, lejos de prevenir lo que pretenden, atacan aquello que dicen sostener.
[1] Entrevista concedida a la Revista Viva , edición
1º aniversario, julio de 2004.