Cuentan los que saben –y son pocos quienes los
conocen de cerca- que ayer al mediodía los jerarcas del Club de los Malos se
juntaron en el comedor privado de la sede del Club a festejar a lo grande. ¿Qué
festejaban? Que, finalmente, habían logrado cooptar la voluntad de uno de sus
más acérrimos enemigos: justo ese que se había dedicado a anunciar a los cuatro
vientos la existencia del Club. Finalmente, ya no quedaba nadie para hablar de
ellos desde la vereda de enfrente… Pronto serían olvidados. Como tantos otros, ahora
sí, pasarían a formar parte de esa galería de presuntos inexistentes personajes
horrorosos de los cuentos de hadas. Esos que sólo nos asustan en los malos
sueños.
¿Cómo lo lograron? De la manera más bellamente
sencilla. Con esa sutileza que les sienta tan bien: rutinización. Lo dejaron
acercarse tanto que se volvieron habituales. Y lo habitual se vuelve rutina. Y
la rutina se naturaliza. Y la naturalización crea la apariencia de
inevitabilidad: así son como son las
cosas, y no pueden ser de otra manera. Más aún, como el hábito también hace
al gusto, las cosas no sólo son lo que
son, sino que nos gustan tal y como son. ¿Para qué esforzarnos por
cambiarlas?
Con todos ya sentados, el lector designado
extrajo un diario de su maletín. Lo abrió lentamente. Se acomodó con parsimonia
los anteojos -esos de leer de cerca- carraspeó para aclararse la voz, y leyó enla página 2 una parte de su párrafo preferido –esa que ya tenía marcada-:
“Saldaña transpira y piensa en el gordo
Sosa, su contador. Recuerda cuando le pidió que le haga la declaración de
impuestos. Presentemos algo en la AFIP, dijo Saldaña. Y Sosa le dijo que se
deje de joder, que mirá si te van a venir a buscar a vos, Saldaña. Con
los quilombos que tienen estos tipos, ¿se van a poner a investigarte a vos?
¿Quién carajo te crees que sos Saldaña? Y ahora Saldaña está allí en boca de la
Presidenta, por cadena nacional.”
El lector ahogó un risa entre dientes, se reacomodó los
anteojos, y volvió a carraspear. No podía creer que hubiese sucedido tan pronto…
Y los demás se reían con él. Y sí, cómo no iban a reírse, si se estaba viniendo
lo que se vino. El bueno de Alejandro estaba a punto de confundir el eje de la cuestión…
Carraspeó y siguió leyendo:
“La cadena nacional había interrumpido los programas,
entonces todos se enteraron de que Saldaña es un boludo (al) que se le ocurrió
decir que la venta de propiedades se frenó y encima no paga sus
impuestos.”
“Un tipo que
labura en una simple inmobiliaria y que, por culpa del boludo de Sosa
que le dijo que no pasaba nada, no presentó la declaración jurada.”
El lector elevó la vista y le concedió unos segundos de
silencio a quien preside la mesa. Segundos suficientes para que pudiera cruzar
miradas con su asesor financiero. Ese mismo cuyas instrucciones, por interpósita persona, están leyendo tantos contadores,
seguramente como hace el gordo Sosa. Ambos sonreían satisfechos.
El lector volvió a acomodarse los anteojos, y continuó leyendo:
“Dios mío
Saldaña. Abriste la boca Saldaña. Debiste decir que los departamentos se
venden como pan caliente, Saldaña. Te pasaste de vivo, Saldaña. Te equivocaste
de país, Saldaña.”
Ahora sí: la risa -hasta ahora ahogada- se convirtió en
carcajada. Una carcajada a coro, estentórea, de esas que llenan los ojos de
lágrimas y terminan cuando un acceso de tos les pone límite. “Te tenemos
Alejandro: lo escribiste. Ya no vas a poder negarlo: lo tenemos impreso, lo
logramos. Lo logramos. Seguramente por un segundo pensaste escribir:
“Dios mío
Saldaña. Debiste haber pagado tus impuestos, Saldaña. Te pasaste de vivo,
Saldaña. Te equivocaste de país, Saldaña.”
Pero no, ahí está lo que escribiste, y ya lo deben haber
leído millones: no vas a poder negarlo. Lo logramos.
Y aunque después hayas escrito:
“Acá hay que pagar impuestos, Saldaña. Acá no se jode
Saldaña. Acá te agarra la Presidenta de la Nación y te escracha por televisión,
en cadena nacional, en HD, con traducción para hipoacúsicos y todo.”
Porque lo que escribiste escrito está; y lo que no
escribiste, quedó sin escribir. Porque aunque te editemos en la web, como
hicimos con el gordo Lanata, ya está. Y no vas a poder negarlo. Lo logramos.”
Cuentan los que saben –los pocos que los conocen de cerca-
que en ese almuerzo se comió lo mejor que se puede comer, se bebió lo mejor que
se puede beber, y se brindó tanto como se puede brindar.
Cuando llegó el momento del café, dejaron el comedor
privado y pasaron a la sala donde reciben a las visitas. Esas a las que les
hacen creer que forman parte de la mesa chica, y convidan con bebidas de
calidad media para abajo, trasvasadas en botellas Premium. Y sólo porque les
divierte verlos presumir…
Fueron entrando de a uno y a su tiempo, para que el
convidado no notara que ya estaban juntos desde antes. Después de los saludos
de rigor y las trivialidades propias de las charlas de cortesía, el lector se
calzó nuevamente los anteojos y, como quien no quiere la cosa, lo felicitó por
su última publicación, que leyó para todos:
“Este
señor Toselli sólo se animó a decir algo que nosotros desde InversorGlobal
venimos diciendo desde hace 10 meses: Los precios inmobiliarios
no tienen otra posibilidad más que bajar…
Fuerte, ¿no?
Parece que la única forma de pensar diferente en la Argentina es
teniendo las cuentas en orden…”
Esta vez, nadie rio –gente de modales sofisticados como
son-. Pero todos sonrieron satisfechos. Federico más que ninguno, creído como
está de ser un gurú financiero.
El largo brazo del Club está llegando a todos lados.