Ni Una Menos
3 de junio de 2016
Plaza de San Miguel – Buenos Aires
Por Viviana
Taylor
Cuando hablamos de violencia
contra las mujeres, los números abruman. Pero no por abrumantes vamos a
dejarlos de lado: es necesario que tomemos conciencia –todos y todas, de una
vez- de lo que estamos hablando. O no vamos a poder enfrentarla.
Tenemos registros sistemáticos
sobre femicidios recién desde 2008, cuando finalmente les pusimos nombre. Desde
entonces, y hasta el 3 de junio de 2015 –cuando se hizo la primera marcha “Ni
Una Menos”- se registraron 1808 femicidios y femicidios vinculados, que son los
asesinatos de niñas y mujeres en venganza hacia otra, que es la destinataria
principal de la agresión, y a quien se le quiere infringir un daño permanente.
Estas niñas y mujeres, asesinadas para dañar a otra, tenían entre meses hasta
98 años. Y entre las víctimas de femicidio, el 63% de tenían entre 19 y 50
años, y el 15% de ellas ya había denunciado al agresor. No sólo ese 15% no pudo
defenderse con su denuncia, sino que hubo un 85% de mujeres que no se animaron
a denunciar lo que les sucedía: nadie supo lo que les estaba pasando. Y si
alguien supo, tampoco pudo – supo – o quiso hacer nada.
Además, el femicidio tiene víctimas invisibles: los
138 niños y varones que entre 2008 y 2015 fueron asesinados en venganza contra
mujeres, o cuando se interpusieron entre ellas y sus agresores para
defenderlas. Hijos, hermanos, parejas, padres, vecinos que ya no están.
También son víctimas
invisibles los 2518 niños y niñas que se quedaron sin madre.
Entre 2008 y la marcha Ni Una Menos del 2015, moría una mujer
cada 42 horas. Podríamos sospechar que desde entonces los casos deberían
haberse espaciado, o al menos el lapso entre uno y otro debería haberse
mantenido. Pero no fue así. Paradójicamente, entre aquella marcha del año
pasado y esta, los femicidios se han acelerado: muere una mujer cada 31 horas.
El castigo por boconas, por desobedientes, por rebeldes, por contestatarias,
por desafiantes, redujo el plazo en 11 horas entre una marcha y otra, entre una
víctima y otra. Estamos siendo asesinadas más mujeres, más rápidamente.
Entre el Ni Una Menos del año pasado y este Ni Una Menos, se registraron 286 nuevos femicidios. 69 de ellos fueron vinculados: hijas, madres,
hermanas, abuelas asesinadas para castigarnos. Y los niños y hombres víctimas
de femicidio vinculado llegaron a 24. Quedaron sin madre 317 niñas y niños.
Y sólo estamos hablando de los
casos registrados. La mayoría de las mujeres que murieron días después de la
agresión, por las lesiones provocadas, no figuran en ellos: en muchos
certificados de defunción la “muerte por
paro cardiorrespiratorio” sigue ocultando las verdaderas causas. Algunos
más se confundieron –u ocultaron- como accidentes. Y otros tantos desembocaron
en suicidio. Todas ellas fueron víctimas de femicidios que nadie considera como
tales.
En este mismo año que separa
una marcha de otra, también se cometieron 8 travesticidios registrados. Un
registro en el que no se cuentan todas las otras causas que provocan que las
travestis padezcan una expectativa de vida inaceptable y significativamente más
baja que el resto de la población: apenas 35 años.
Tampoco figuran en los
registros todas las mujeres, los niños y niñas, los hombres atacados al
defenderlas, y las travestis que –no habiendo muerto- deben cargar con lesiones
físicas y psíquicas que los han marcado de por vida.
Ni están las Romina Tejerina.
Todas esas chicas que, como Romina, no fueron ni son escuchadas, no fueron ni
son cuidadas de quien las acosa. Si Romina hubiese sido escuchada,
probablemente no habría sido violada. Si no hubiese sido violada, no habría
quedado embarazada de su violador. Si al menos en ese momento hubiese sido
escuchada o cuidada, si alguien hubiese acompañado su embarazo o si hubiese
tenido la posibilidad de interrumpirlo, no habría parido sola en el piso del
baño de su casa. Si no hubiese parido sola, aterrorizada, en el piso del baño,
no habría matado a su hija para ocultar el embarazo de su violador. Si no
hubiese matado a su hija, no habría sido sentenciada en un juicio en el que
tampoco se la escuchó ni se la cuidó. Y cuando fue liberada después de 9 años
de estar presa, no habría tenido una crisis pidiendo a los gritos, desesperada,
que volvieran a encerrarla. En ningún registro están todas las Rominas que
cargan en su conciencia con la culpa que no les corresponde por del delito del
que han sido víctimas. Mientras los victimarios gozan de una libertad que no
merecen, y de la que se valen para seguir dañando.
Tampoco están en el registro
todas las mujeres que han muerto por un aborto inseguro, porque todavía no
tenemos una ley de aborto libre, seguro y gratuito que nos ampare. Una falta
que castiga a las mujeres pobres. Porque la clandestinidad con que se realizan
los abortos a la que nos condena una ley injusta y de espaldas a la realidad
que los prohíbe, es sólo una parte del problema: las mujeres que podemos pagar,
somos atendidas en las condiciones que el procedimiento requiere, con total
seguridad, para interrumpir nuestros embarazos con un médico, en una clínica
privada. El aborto mata por clandestino, pero más mata por inseguro: a todas
esas mujeres que lo resuelven como pueden, en las condiciones que pueden, con
quien puede ayudarlas o solas. Mujeres que muchas veces terminan en la guardia
de un hospital público, donde intentan salvarles la vida por las consecuencias
de los malos procedimientos y las infecciones por haberlos realizado sin
condiciones de asepsia. Víctimas de la ausencia de una ley, que tampoco figura
como verdadera causa de muerte en los registros.
Los abortos inseguros son un
inmenso, terrible problema de salud pública: son la primera causa de muerte
materna. La primera: mueren 55
mujeres cada 100.000 nacimientos. Y se los cuenta por nacimientos porque no
sabemos cuántas mujeres mueren por cada aborto: lo que es clandestino no se
cuenta, no se registra, no existe. Como tampoco contamos ni registramos a
quienes sobreviven con secuelas irreversibles. Ni llevamos estadísticas sobre
las consecuencias de cargar con el peso
de sentir que han cometiendo un delito que soportan muchas mujeres, hayan
interrumpido su embarazo de un modo seguro o inseguro, con cuidados médicos o
sin ellos. Necesitamos YA una ley de
aborto libre, seguro, gratuito, para enfrentar este tremendo problema de salud
pública que está siendo desatendido.
Por eso
también necesitamos, y reclamamos, el cumplimiento efectivo de la Ley 26.150,
que creó el Programa Nacional de Educación Sexual Integral. Su aplicación no
puede ser prerrogativa de los funcionarios, ni atribución de los inspectores,
ni decisión de los directores en cada escuela, o del maestro o profesor en cada
aula. La educación y la información son derechos humanos irrenunciables. La
Educación Sexual Integral es mucho –mucho- más que anticonceptivos para no
abortar y aborto legal, seguro y gratuito para no morir. Tiene que ver con
nuestra formación integral como personas. Y a la luz de lo que hoy nos reúne,
sería un lujo discutir si la estamos necesitando. Un lujo que no podemos
darnos.
Tampoco están en los registros
todas las Laura Iglesias. Laura era una trabajadora del Patronato de Liberados
Bonaerense, que fue asesinada para callar lo que estaba investigando y sabía,
por los policías que debieron cuidarla. Hoy hay un condenado por su violación y
asesinato, pero no es el único culpable: fue la mano ejecutora de sus asesinos.
No habrá Justicia para Laura mientras todos los culpables no estén todos condenados,
ni habrá Justicia para todas las mujeres víctimas de la violencia institucional
mientras no se condene a todos los victimarios y ni se erradiquen las causas
que la posibilitan.
Por esto pedimos –exigimos- el
efectivo cumplimiento de la Ley 24.485 de Protección Integral a las Mujeres,
contra todas las formas de violencia. Y así como denunciamos en su momento el
cierre de la Oficina contra la Trata de Personas en Ciudad de Buenos Aires
cuando Mauricio Macri era su Jefe de Gobierno, hoy denunciamos la continuidad
de este proceso de desprotección de las mujeres siendo presidente. Proceso que
se verifica en el desmantelamiento de la Dirección de Asistencia a las Víctimas
de Abuso y de la Secretaría de Salud Reproductiva, en el despido de
trabajadores que atendían estas tareas específicas, y en el desfinanciamiento
de los programas de atención a las víctimas que, entre otras cosas, ha dejado
sin hogares a las víctimas de la violencia familiar y de la trata que no pueden
volver a sus casas. Las Marita Verón tampoco forman parte de este registro.
Pero allí están: no las vemos, pero nos pesan y las contamos en la repetición
de sus ausencias.
De la misma manera exigimos a
los gobiernos municipales que se comprometan y responsabilicen en garantizar
estos derechos. Intendente Joaquín De la Torre, San Miguel necesita una urgente
respuesta a estos problemas. Las víctimas no pueden esperar: les cuesta la
vida. A 318 ya les ha costado en un año. Y este es el apenas el número de las
que hemos registrado.
Registros en el que son
demasiadas las que no están. Como tampoco está Milagro Sala, una líder
comunitaria india, pobre, rebelde, malhablada, prepotente, indómita, que no se
ha sometido al poder patriarcal, conservador, de una provincia con resabios
feudales, como gran parte de nuestro norte argentino. Milagro Sala, detenida
sin causa, sin proceso, sin condena, por orden y a disposición del gobernador de
Jujuy Gerardo Morales, un delincuente y secuestrador, a través de una práctica
habitual durante la dictadura cívico-militar, más propia de ella que de estos
tiempos democráticos. Milagro es una
presa política. Y la violencia política es
una forma de violencia. Y todas las formas de violencia contra las mujeres –lo
sabemos porque la experiencia nos lo ha enseñado- si no es detenida avanza en
escalada, y termina en femicidio.
Por eso exigimos, gritamos,
basta de violencia.
Basta de todas las formas de
violencia contra todas las mujeres.
Ni una menos
Vivas nos queremos
Por Viviana
Taylor
Educación y
Territorio en San Miguel
(Agrupación
Política)