Por Viviana Taylor
¿Qué nos está pasando, como sociedad,
para que una concentración que se presumía de personas mayoritariamente no
violentas termine provocando tantos incidentes violentos?
¿Qué nos está pasando, como sociedad,
para que el simple hecho de que alguien elija quedarse en su casa y manifieste
apoyar al Gobierno Nacional, le valga el mote de negro de mierda?
¿Qué nos está pasando, como sociedad,
para que quienes apoyan una marcha, motivados por sus reclamos a un Gobierno
que sienten que no los representa ni los escucha, sean sospechados de golpistas?
¿Qué nos está pasando, como sociedad,
para que luego esas mismas personas –simples ciudadanos marchando, sin
intenciones ni manifestaciones violentas- acepten hacerlo codo con codo con
quienes sí han expresado históricamente –y siguen haciéndolo- lo peor de
nuestra historia y nuestras miserias personales y colectivas?
En síntesis, ¿qué nos está pasando,
como sociedad, para haber entrado en esta escalada de violencia y, lejos de
hacer esfuerzos por detenerla antes de tener que lamentar hechos irreparables,
seguir fogoneando los ánimos, ya demasiado caldeados?
Todo parecería indicar que estamos
violentos porque estamos angustiados. Y las personas tendemos a angustiarnos
cuando nos sentimos abandonadas.
Por un lado, algunos se sienten
abandonados porque sienten que ya no tienen garantizada la seguridad ni la
justicia.
Otros, porque temen que un gobierno
que reparte demasiado deje de
garantizarles la educación, la salud, la vivienda, el ahorro, la libertad para
gozar de las libertades que están acostumbrados a vivir como un derecho.
También estamos quienes sentimos
que hemos sido abandonados por los medios hegemónicos, que cada vez se alejan
más de su tarea de mediar la información para que nos llegue a todos, en favor
de la construcción de relatos sobre la realidad que favorecen sus intereses particulares
y que ni siquiera se constituyen en interpretaciones honestas, sino en simples
y llanas mentiras. Interpretaciones mentirosas que alimentan el enojo de
quienes se sienten abandonados por el Gobierno.
Todos tememos lo mismo: quedarnos sin proyectos y sin futuro. Y cuando
nos quedamos sin proyectos y sin futuro, nos volvemos primitivos. Lo único que
nos queda es aguantar.
El aguante es un concepto que
apareció a comienzos de los 80, y cuya explicación
es simple: aguantar es ser soporte, apoyar, ser
solidario. De allí que, como cuenta Pablo Alabarces[1],
aparezca inicialmente en el lenguaje del mundo futbolístico, específicamente de
los barras bravas, como hacer el
aguante. Y así como en la cultura futbolística de los últimos veinte
años comenzó a cargarse de significados muy duros, pasó con esta misma significación
al lenguaje cotidiano. Aguantar es poner
el cuerpo y -aunque el cuerpo puede ponerse
de muchas maneras- cuando aguantar es resistir, se resiste con violencia física.
El aguante es un ejercicio cotidiano
que se expresa en el lenguaje. Un lenguaje plagado de una serie de metáforas que
aluden a lo masculino como formas de dominación y humillación. Un lenguaje
fuertemente degradante y penetrativo: “negro de mierda”, “te rompo el culo”, “puto”.
Un lenguaje que esgrimimos como un arma, y nos iguala en su primitivismo
violento: las mujeres, cuando aguantamos, también lo hacemos bajo esta forma de
lenguaje masculino, degradante y violento. También rompemos culos.
Y como no nos es ajeno que el
lenguaje es la expresión de nuestro pensamiento, de la misma manera debemos
tener en cuenta que lo modeliza: hablamos
según como pensamos, y terminamos pensando como hablamos. Por eso no es
extraño que en quienes tienen una mayor sofisticación de la expresión,
acostumbrados al autocontrol sobre lo que expresan, termine evidenciándose de
forma menos burda pero igual de discriminadora y violenta: si tener aguante es
una cosa de machos –aunque se sea mujer, se aguanta bajo la forma masculina- el
aguante es una forma de resistencia donde no hay lugar para los no-machos. El
aguante tosco de los que resisten poniendo violentamente el cuerpo se sublima
en algunos sofisticados bajo la forma de una homofobia racionalizada. Y se estructura
en la humillación del otro, que ya no
consiste en penetrarlo por vía anal, sino en romperle simbólicamente el culo:
desconozco tus derechos.
Quizás pueda parecer un mecanismo
demasiado retorcido para analizar los procesos del pensamiento. Pero, a pesar
de su aparente complejidad, nos permite
comprender la fuerza de unos insultos sobre otros.
Así es como se termina configurando
una forma de entender el mundo. Un mundo dividido en amigos y enemigos. Un
mundo en el que las diferencias se saldan violentamente. Y, si es necesario, se
llega a la muerte. Es una forma de entender el mundo, la realidad, en el que la
violencia no está penada: la violencia es una estrategia, es la forma de acción
sobre los otros. La única. Y la recomendada.
Estas formas de pensamiento y acción
constituyen, de esta manera, un código de honor que organiza el colectivo. Así, por ejemplo, muchas de las convocatorias e invitaciones que circularon por correo electrónico proponían que las mujeres llevaran gas pimienta y los hombres lo que creyeran necesario para defenderse... armas que de hecho fueron usadas contra los periodistas directamente (se le roció gas pimienta en los ojos al camarógrafo de Duro de Domar) o como forma de amedrentamiento (se les mostró un cuchillo a otros, para que se retiraran del lugar).
Sólo desde esta consideración acerca de cómo estos códigos organizan el colectivo es que puede entenderse que se reconozcan como iguales quienes, desde fuera del grupo,
se perciben tan diferentes: no aspiran a lo mismo, no necesitan lo mismo, no
reclaman lo mismo, no los enojan las mismas cosas ni de la misma manera, sus
intereses pueden llegar –incluso- a ser contradictorios; pero comparten un
código común que los identifica. Y, del modo más primitivo, entienden la defensa
de su código a través del combate, del duelo y la venganza. Una forma de
defensa que requiere orientarse hacia un otro: un otro contra el que se combata, contra
el que se corporice la venganza…
¿Cómo entender, si no, por qué se atacó a los
periodistas que, desde medios tan diversos, habían ido a cubrir la concentración
del último 8 de noviembre? ¿No podían ser considerados más bien aliados en la
posibilidad de visibilizar su reclamo? No. Por un lado, porque no había un otro
con quien les interesara comunicarse. Y, por otro lado, simplemente porque allí
estuvieron: en el lugar simbólico de ese otro, de quienes no habían ido a
marchar y, por eso, no eran parte del colectivo. Y si no se es parte del
colectivo, se es un otro. Un otro
absoluto, con el que nada se tiene que ver, ni que discutir. Un otro con el que
se compite, a ver quién tiene más aguante.
Por eso hicieron bien en huir, en no
confrontar ni oponer resistencia física. No habría habido límite para detener
el ataque. Se aguanta mientras el cuerpo da. Se aguanta hasta la muerte.
Una concepción tan polar de la
realidad social no hace otra cosa que denunciar la crisis de identidad que,
como ciudadanos, estamos atravesando. La sociedad argentina -como otras
sociedades actuales, sobre todo latinoamericanas- está transitando esta crisis como consecuencia de la
ruptura de la percepción que hemos tenido sobre nosotros mismos como colectivo.
Se han ampliado derechos, sectores hasta ahora silenciados y ocultos se han
visibilizado, quienes nunca soñaron –en toda su historia familiar- acceder a
ciertos bienes simbólicos y materiales hoy los tienen garantizados, el acceso a
los bienes materiales –aún inequitativo- se está viabilizando… y quienes
se definieron tradicionalmente a sí mismos en oposición a estos otros (la clase
media frente a los cabecitas, los civilizados frente a la barbarie, los chetos
frente a los gronchos, los normales
frente a los putos y tortas) sienten que sus derechos avanzan conculcando los
propios. No porque hayan perdido su bienes materiales, sino porque han sido
corridos de su lugar simbólico. El pertenecer ya no es un privilegio. Hoy
pertenece cualquiera. En el grito
indignado –que hemos visto televisado- de la señora de Barrio Norte sobre el
haber sido privada del salario familiar para que su mucama cobre la Asignación
Universal por Hijo hay mucho más que un reclamo -falaz- por unos pocos pesos.
Son identidades que no son políticas,
pero tampoco pueden serlo. Su discusión
por la inclusión y la ciudadanía se diluye en esta ciudadanía devaluada,
insignificante y cómoda: que me dejen comprar dólares, que se abran las
importaciones, que se vayan todos, que...
Son identidades que, si bien no son
políticas, sí son radicales: existen sólo frente a otra identidad que le sirva
de oposición. Por eso los otros, todos los otros, somos los K.
Ya poco importa si militamos o no; si estamos afiliados o no; si adherimos a
sus políticas o no: los K son todo lo que no son ellos. Representan
aquello con lo que nada se tiene que ver, nada que negociar, nada acordar. Los K se transformaron, así, en lo
absolutamente otro: el deslizamiento a la consideración del otro como rival y
como enemigo fue inevitable. De ahí dos síntomas: el primero, la resistencia del
aguante; el segundo, la negación del
derecho a existir, el te morís
y el te vas.
Negar la existencia del otro, lejos
del contacto tolerante de la sociedad democrática, implica aceptar que el otro
puede, simplemente, desaparecer, ser suprimido; o lo que es peor, que debe ser suprimido.
Quizás eso es lo que, en el fondo, temen
tanto.
Se temen a sí mismos
Por Viviana Taylor