Por
Viviana Taylor
No se
puede hablar del capanga, sin hacerlo en referencia al mensú. Hablar del
capanga es
hablar del mensú.
La
palabra mensú viene
de mensualero, el hombre que trabaja en los yerbales por una suma mensual.
Pensar en la realidad del mensú es mucho más que definir el significado duro,
aséptico de la palabra.
El
mensú es quien corta y transporta la yerba mate, y mientras es sometido a
condiciones inhumanas ve cómo se enriquecen aquellos para los que trabaja.
El
mensú es hombre. Es también mujer. Y es niño desinfantilizado. Lleva las
marcas del trabajo golondrina, del oficio precarizado y no reconocido, de la
desprotección laboral. Y su cotidianeidad se le hace real en el proceso de
cosechar una fortuna para otros.
El
mensú se somete porque ha aprendido la fiereza de la crueldad del capanga. La
de un capanga rústico y embrutecido que aplica sobre los cuerpos el látigo real
y ejerce la ley del machete; o la de un capanga más sofisticado, que ha
descubierto las bondades de la persuasión en la amenaza que no necesita ser
dicha a quien ya conoce los dolores del hambre. La fiereza de la crueldad del
capanga se transforma en un rito que se celebra con saña e impiedad.
El mensú no sería mensú sin el capanga. Y el
capanga no lo sería sin antes haber sido mensú.
El
capanga somete porque ha aprendido el rigor de la fuerza del látigo desde el otro
lado del chasquido. Él mismo ha sido mensú, sometido al trabajo esclavo desde
su propia niñez desinfantilizada.
El
capanga es cruel porque no quiere volver a sentir su espalda rasgada a fuerza
de golpes de fusta. Ni los retorcijones viscerales del hambre no saciado.
El
capanga es efectivo porque sabe pegar. Porque sabe dónde y cómo duele.
Y, sobre todo, el capanga es eficiente porque no quiere
dejar de serlo. Le han enseñado –y él bien lo ha aprendido- que el destino de
capanga es no dejar de serlo a riesgo de volver a ser mensú.
Capanga y el mensú son sobrevivientes en un espacio
hostil. Y en esa hostilidad han ido configurando su moralidad, que no es otra
que la representación del mundo en el que están inmersos. El carácter y la
moral del capanga son –antes que nada- funcionales: está al servicio de los
intereses de otros. De esos otros que tienen el poder de devolverlo al lugar
del mensú, que es el lugar del hambre, del oficio golondrina, del trabajo
precarizado, de la mujer curtida, de los hijos desinfantilizados. El lugar del
látigo.
Y así, el capanga –cruel, efectivo, eficiente-
marcha al ritmo del amo. Y cuando habla con sus palabras se regodea en un discurso
que íntimamente sabe que no es propio. Y cuando defiende sus intereses imagina –y
se ilusiona- con que son los suyos. Y cuando se sienta a su mesa fantasea que
será convidado con lo que sabe que no va a disfrutar. Y cuando su mano le soba
el lomo, le palmea los hombros, se posa por un segundo sobre su cabeza, se
estremece como un perro fiel. Un perro que se somete al macho alfa de la jauría
a cambio de alimento y protección. Para no quedarse afuera. Para no ser mensú.
Porque le han hecho creer que la realidad es eso: uno u otro. Que en el mundo
sólo hay amos y esclavos. Que los lugares son inamovibles. Y ha elegido la
forma de esclavitud más cómoda, más segura. Más despiadada.
Pobre capanga. De todos los esclavos, es el más
esclavo. Paga con su dignidad pura ilusión
de amparo.
Pobre capanga. Pobre.
Viviana
Taylor