jueves, 22 de noviembre de 2012

Pobre capanga. Pobre


 
 
Por Viviana Taylor

 

No se puede hablar del capanga, sin hacerlo en referencia al mensú. Hablar del capanga es hablar del mensú.

La palabra mensú viene de mensualero, el hombre que trabaja en los yerbales por una suma mensual. Pensar en la realidad del mensú es mucho más que definir el significado duro, aséptico de la palabra.

El mensú es quien corta y transporta la yerba mate, y mientras es sometido a condiciones inhumanas ve cómo se enriquecen aquellos para los que trabaja.

El mensú es hombre. Es también mujer. Y es niño desinfantilizado. Lleva las marcas del trabajo golondrina, del oficio precarizado y no reconocido, de la desprotección laboral. Y su cotidianeidad se le hace real en el proceso de cosechar una fortuna para otros.


 



El mensú se somete porque ha aprendido la fiereza de la crueldad del capanga. La de un capanga rústico y embrutecido que aplica sobre los cuerpos el látigo real y ejerce la ley del machete; o la de un capanga más sofisticado, que ha descubierto las bondades de la persuasión en la amenaza que no necesita ser dicha a quien ya conoce los dolores del hambre. La fiereza de la crueldad del capanga se transforma en un rito que se celebra con saña e impiedad.

 

El mensú no sería mensú sin el capanga. Y el capanga no lo sería sin antes haber sido mensú.

 

El capanga somete porque ha aprendido el rigor de la fuerza del látigo desde el otro lado del chasquido. Él mismo ha sido mensú, sometido al trabajo esclavo desde su propia niñez desinfantilizada.

El capanga es cruel porque no quiere volver a sentir su espalda rasgada a fuerza de golpes de fusta. Ni los retorcijones viscerales del hambre no saciado.

El capanga es efectivo porque sabe pegar. Porque sabe dónde y cómo duele.

Y, sobre todo, el capanga es eficiente porque no quiere dejar de serlo. Le han enseñado –y él bien lo ha aprendido- que el destino de capanga es no dejar de serlo a riesgo de volver a ser mensú.

 
Capanga y el mensú son sobrevivientes en un espacio hostil. Y en esa hostilidad han ido configurando su moralidad, que no es otra que la representación del mundo en el que están inmersos. El carácter y la moral del capanga son –antes que nada- funcionales: está al servicio de los intereses de otros. De esos otros que tienen el poder de devolverlo al lugar del mensú, que es el lugar del hambre, del oficio golondrina, del trabajo precarizado, de la mujer curtida, de los hijos desinfantilizados. El lugar del látigo.

 

Y así, el capanga –cruel, efectivo, eficiente- marcha al ritmo del amo. Y cuando habla con sus palabras se regodea en un discurso que íntimamente sabe que no es propio. Y cuando defiende sus intereses imagina –y se ilusiona- con que son los suyos. Y cuando se sienta a su mesa fantasea que será convidado con lo que sabe que no va a disfrutar. Y cuando su mano le soba el lomo, le palmea los hombros, se posa por un segundo sobre su cabeza, se estremece como un perro fiel. Un perro que se somete al macho alfa de la jauría a cambio de alimento y protección. Para no quedarse afuera. Para no ser mensú. Porque le han hecho creer que la realidad es eso: uno u otro. Que en el mundo sólo hay amos y esclavos. Que los lugares son inamovibles. Y ha elegido la forma de esclavitud más cómoda, más segura. Más despiadada.

Pobre capanga. De todos los esclavos, es el más esclavo.  Paga con su dignidad pura ilusión de amparo.

Pobre capanga. Pobre.
 


 

Viviana Taylor