Por Viviana
Taylor
Las palabras nombran. Y cuando nombran, las palabras iluminan. Podemos
pensar lo que ponemos en palabras.
Pero las palabras también ocultan. Iluminar un aspecto de la realidad
implica dejar otros a oscuras, o en penumbras. Las palabras, cuando nombran, también ocultan,
esconden, silencian… y deforman.
Podemos pensar lo que ponemos en palabras. Pero sólo hacerlo según cómo lo
nombramos.
Quise
empezar con esta reflexión/aclaración porque me resulta importante dejar algo
en claro, para que se sepa desde dónde digo lo que digo: estoy a favor de la
vida. Soy pro-vida, y creo que la vida de toda persona debe ser defendida
integralmente desde el momento de su nacimiento hasta el de su muerte. Estoy a
favor, por ello, de todo lo que se haga en función de su protección y cuidado.
Y creo –sostengo firmemente- que esta es una función que le corresponde al
Estado: el Estado debe garantizar esta protección para todos, en toda situación.
No soy
abortista. No estoy a favor del aborto. De la misma manera en que no estoy a favor de la muerte, del dolor, de la enfermedad, de la miseria, de la desgracia... El aborto es una decisión que ninguna mujer debería tener que tomar: cuando se llega a él es porque fallaron otras cosas antes. Cosas que no deberían
haber fallado. Pero la realidad es lo que es, y no siempre se comporta del modo
en que lo deseamos. O debería. Y a menudo sucede lo que nunca, por ninguna razón, debería haber sucedido.
Estoy a
favor de la vida y en contra del aborto. Aclarar esto me parece tan innecesario
como afirmar que estoy contra la enfermedad y la muerte. La enfermedad y la
muerte no me gustan, son dolorosas, nos dañan de formas inimaginables. Dejan marcas indelebles. Pero
allí están. Y prohibirlas no las erradicaría. Apenas las volvería clandestinas.
Y, por clandestinas, incontrolables. A ellas y sus consecuencias.
Quienes sostienen que si el aborto se legalizara –o
se despenalizara- asistiríamos a una epidemia, deberían relajarse: ninguna
mujer se hace un aborto simplemente porque sea posible.
No quiero
centrarme en argumentos llenos de emotividad. Quienes sostienen la negación al
aborto bajo todas sus formas han hecho uso y abuso de estos argumentos. ¿Pero
cómo no recordar a cada mujer que me ha confesado el haber interrumpido un
embarazo, como quien confiesa un delito o un pecado que no está segura de que
haya sido perdonado, y sin embargo sostiene la convicción de que no hubiese
podido hacer otra cosa, y su no arrepentimiento?
Pienso en P.,
una paraguaya encantadora de voz alegre y ojos grandes. Cuando la conocí,
andaba por los 25. Estaba contenta porque vivía con una tía abuela y su vida
había mejorado porque “trabajaba por
horas, no cama adentro”. Una buena familia la empleaba, un sueldo que le
alcanzaba para sus gastos mínimos, pero sobre todo, a la noche volvía a una
casa donde dormía en una cama que sentía propia. Y eran suyos los fines de
semana. No siempre había sido así: cuando P. llegó de Paraguay, con apenas 13
años, fue colocada en una casa de buena familia, en la que aprendió el
oficio hasta que fue de su exclusiva responsabilidad. Durante años fregó pisos
y baños, lavó ropa, cocinó comidas sencillas –“de las de todos los días, porque para las ocasiones especiales
contrataban a otra persona”- y sobre todo se perdió siestas cuando a pesar
de ser su horario de descanso el trabajo se había retrasado, o la necesitaban.
Pero P. estaba contenta: en esa casa se llenaba la panza todos los días, y
había comodidades que en la suya –la lejana- no tenía. Hasta que quedó
embarazada. Nunca me dijo quién la había embarazado, y yo nunca pregunté.
Cuando me lo contó acotó que “la señora
no preguntó, pero porque no le importaba”. En su acotación comprendí que
diferenciaba mi silencio respetuoso de aquel otro, el silencio indiferente. O
cómplice. Claro, no tan indiferente –pero sí suficientemente cómplice- como para
ofrecerle una alternativa: con un niño no la iban a poder seguir empleando,
pero le ofrecía pagarle un aborto, en un buen lugar, donde se la cuidaría. Y P.
fue, convencida de que para las chicas como ella la alternativa es clara: o el
aborto, o vuelta a Paraguay, con su madre, a compartir el hambre con una boca
más. Años más tarde, me lo contaba deshecha en llanto. Pero ni una vez dijo que
estaba arrepentida de haber abortado. Y agradecía que las circunstancias
hubiesen cambiado. Soñaba con formar una familia con su novio. Y claro, con
tener hijos.
El caso de
M. fue distinto. Aunque no tanto. Estaba casada y era madre de una niña
pequeña. Pero su marido se había quedado sin trabajo: épocas más difíciles que
esta, de esas donde no hay nada, sólo más desempleados. M. trabajaba por su
cuenta, en su casa, haciendo arreglitos de costura, lo justo para estirar lo
que había quedado. Pero la crisis también había llegado a su máquina de coser:
si no había trabajo, tampoco había dinero para arreglar ropa. Como si
necesitara justificar anticipadamente lo que iba a contarme, me dice: “pasábamos tanta necesidad, que un vecino me
daba la leche para la nena. A mí me daba vergüenza, pero la agarraba, porque
uno por los hijos se aguanta. Pero en cuanto agarraba un pesito, iba a la
panadería y compraba unas galletitas que yo sabía que le gustaban, y él me las
agradecía como si fueran no sé qué…” Yo la escuchaba, y a las dos se nos
llenaban los ojos de lágrimas. Y M. queda embarazada. Me cuenta que fue difícil
la decisión, que ella se daba cuenta de que su marido pensaba lo mismo, pero no
le decía nada. Entonces le puso voz al silencio, se abrazaron y lloraron: “las mujeres somos más fuertes, más decididas”.
Averiguaron dónde ir y con quién, porque no querían arriesgarse a que les
pasara lo que a la mamá de una amiguita del jardín de la nena, que había
terminado desangrándose. Con los ojos llenos de una tristeza indecible, M.
dice: “no podíamos hacer otra cosa, no
teníamos nada. Vivíamos de prestado, en otra casa. Pero en cuanto las cosas
mejoraron, lo primero que hicimos fue tener otro hijo”. Y M. y su marido
nunca, después de aquel abrazo acongojado, volvieron a hablar del tema. Cuando
me contó esto llevaban unos 30 años de casados, y eran una de esas parejas a
las que se las nota especialmente compañeras. Pero un silencio los había
atravesado. Quizás era la forma de imaginar que nunca había sucedido. O porque
hay dolores que no pueden ser nombrados.
S., en
cambio, tenía 16 años. Hacía menos de uno que había muerto su abuela, su
adorada abuela, a cuya casa iba todos los días a almorzar después de la escuela
y donde se quedaba hasta poco después de tomar la leche, desde que tenía
recuerdos. Con su abuela hacía la tarea, con su abuela cocinaba, su abuela le
estaba enseñando a tejer… pero su abuela enfermó y murió. Y S. entró en una
depresión profunda, en una época en que los padres no sospechaban que los hijos
pudieran padecerla. Subió de peso -mucho- comiendo cantidades exorbitantes en
una época en que no parecía haberse inventado la bulimia, porque no se hablaba
de ella. Y en medio de tanta tristeza conoció a un chico. Si no hubiese sido
por lo que sucedió, reconoce que ni recordaría su nombre, como pasó antes y
después con otros noviecitos. Pero en medio de tanta tristeza, y desesperanza,
y desorientación, se embarazó. Décadas después, todavía no tiene muy claro cómo
fue. Si no hubiese sido por lo que después sucedió, la represión de ese
recuerdo habría sido tan efectiva que ni recordaría que pasó. Trató de ocultarlo
hasta que la desesperación habló por ella. Y esa madre católica a rajatabla, de
épocas de misa diaria, de bendición de la mesa, y de novenas, fue la que
decidió por ella. Y S., por primera vez en mucho tiempo, esa noche durmió. Su
madre había decidido lo que ella no se animaba a pedir. Hoy dice: “no habría podido otra cosa, estaba muy mal,
estaba muy enferma”. Se interrumpió el embarazo, se despidió el noviecito,
y se comenzó la terapia. No lo cuenta con dolor, lo cuenta como al recuerdo de
una experiencia terrible que se ha superado. Sí se lamenta de, años después, haber
perdido un embarazo por las cicatrices que, como recordatorio, le había dejado
la interrupción de aquel otro. Un recordatorio que le permitió tomar ciertas
prevenciones y cuidados, y hoy es madre de dos hijos.
A. también
quedó embarazada muy jovencita. En su propia casa. En el seno de su propia
familia. Esa que debía protegerla y cuidarla, y no la protegió ni la cuidó.
Cuando el abuelo comenzó con los jugueteos, a todos les pareció que era una
expresión normal de alguien cariñoso: es que el abuelo la adora. Cuando el
abuelo la seguía obsesivamente, las expresiones eran apenas de cierto celo
frente a la preferida. Cuando el acoso se volvió más físico, nadie pareció
advertirlo. Había sido una lenta escalada en una relación que se había
planteado bajo estos términos desde su más temprana infancia. Y todos parecían
haber sido paulatinamente desensibilizados como para poder advertir lo
evidente. Cuando el abuelo empezó a visitar su cama, nadie pareció escuchar
nada, ni ver nada, ni presentir nada. Y nadie, nadie, dijo nada. A. me cuenta
que a los 12 años tenía las tetitas chiquitas, y no le habían crecido las
caderas; que sus piernas eran flaquitas, y ella parecía mucho más nena. Me
cuenta de su desarrollo tardío como disculpándose de lo que le estaba sucediendo:
no era ella quien lo provocaba; era él, el degenerado, el abuelo. Y con sus
tetitas chiquitas, y sus caderas no crecidas, y sus piernas flaquitas, y su
parecer una nena más chica, igual se embarazó. Porque para eso no hacen falta
tetas grandes, ni caderas crecidas, ni piernas fuertes, ni parecer una mujer.
Ni para ser violada. A. no cuenta detalles, sólo dice que todo se terminó recién
cuando el abuelo murió. Pero que ella no perdonó. A nadie. Hoy se esfuerza por
comprender tanta complicidad, y agradece que la vida la haya compensado con un
marido -“que me salvó”- y tres hijos.
Mientras me cuenta su historia el pasado y el futuro se le mezclan en la cara.
Ni P., ni M.,
ni S. ni A. son culpables de lo que les pasó. Fueron víctimas de la situación
que en esos momentos les tocaba vivir. Ninguna de ellas tomó libremente la
decisión de interrumpir su embarazo: no había opción. Simplemente, llevar el
embarazo adelante era una empresa impracticable. Y ninguna se preguntó si quería ser madre, porque hasta entonces la libertad de decisión no formaba parte de la ecuación: sólo supieron que no podían. La maternidad nunca se les planteó hasta entonces como una opción, porque para las mujeres parece no ser elegible. Si se es mujer, el principio categórico es ser madre. Como sea. Aunque no se quiera. Porque el deseo sólo es admitido en afirmativo.
Todas ellas,
además, cometieron un delito. Sólo A. podría escudarse -tal como lo plantea hoy la ley- en cierta
inimputabilidad, si hubiera tenido un magnífico abogado. Y sin duda delinquieron quienes las socorrieron.
A esta ley injusta se le han mezclado las víctimas, los verdugos y los culpables.
A esta ley injusta se le han mezclado las víctimas, los verdugos y los culpables.
Ellas, como
muchas otras, interrumpieron sus embarazos donde pudieron, con quienes
aceptaron ayudarlas. No tuvieron garantías de ser atendidas convenientemente si
algo se iba de las manos, si ocurría un imprevisto. En alguno de estos casos sospecho
que no se tuvieron medidas de antisepsia. Ni que hablar de asepsia.
El Dr. F.
trabaja en un hospital del tercer cordón del conurbano bonaerense. No fui a buscar
su testimonio. Coincidimos casualmente y le conté que estaba proyectando escribir
algo sobre el tema. Se tomó unos segundos y pronunció sólo dos palabras: “es tremendo”. Y después de respirar
hondo dejó salir toda su frustración y el dolor que le provocaban las chicas
que llegan a las guardias de los hospitales desangrándose o con infecciones generalizadas
por abortos mal hechos o sin condiciones de higiene. “Nosotros terminamos lo que otros empiezan”, “a veces se nos mueren”. Pasan los años pero no cambia esta
situación: hace 20, cuando trabajaba en el Hospital Eva Perón –ex Castex- de
San Martín, oía los mismos comentarios de los enfermeros y enfermeras que
asistían, desde ese mismo y otros hospitales, a mis clases.
También
recuerdo las largas discusiones que se generaban cuando un psiquiatra muy
reconocido, el Dr. C., en otro hospital en el que también trabajé, recomendaba
que les hiciesen las intervenciones sin anestesia para “que lo sientan”. Hay quienes lo acusan de machista y cruel. Y quienes sostienen que les hace un bien: que el dolor les lava la culpa. No puedo siquiera pensar el concepto… Ni quiero.
Estos
médicos abren la puerta para considerar el tema del aborto del único modo en
que, a mi juicio, debería ser considerado al analizar su despenalización: como
una cuestión de salud pública. Y es que los testimonios de estas mujeres, y
otras miles –cientos de miles- avalan la creencia en que su penalización no
sólo no los detiene, sino que la clandestinidad a la que quedan sometidos lleva
a otros problemas, que no lograremos solucionar mientras no ataquemos la causa.
De hecho, la causa principal de la mortalidad materna en
Argentina es la práctica de abortos inseguros. No cambié la expresión clandestino o ilegal por inseguro impensadamente.
Las mujeres que estamos en condiciones de pagar un aborto seguro, aunque sea
ilegal –y por ello se realice en la clandestinidad- estamos también en
condiciones de acceder a una práctica médica con los controles y garantías necesarios
para la preservación de nuestra salud. Los abortos inseguros son, en cambio, una
práctica que afecta especialmente a las mujeres pobres, que no pueden pagar por
una práctica que en los hospitales públicos les está vedada.
La tasa de mortalidad materna fue, en nuestro país, de
5,5 muertes por cada 10 mil nacidos vivos en 2009, según las cifras del Ministerio
de Salud de la Nación. Si bien semejante proporción de muertes muchos
profesionales la explican por el brote de la Gripe A que afectó a muchas
embarazadas, en mayo de 2010 el propio Ministerio afirmó que las tasas seguían
siendo altas y las tareas para bajarlas no estaban siendo satisfactorias, en
comparación con las de otras naciones de la región. Y es lógica la
preocupación: en el año 2000 la tasa era de 3,5 muertes por cada 10 mil nacidos
vivos, y en 2008 de 4/10.000; de modo que estamos ante un incremento
inaceptable, sobre todo si tenemos en cuenta que la mayoría de estos decesos
maternos son evitables: desde hace tres décadas la causa principal de las
muertes son los abortos inseguros. Aunque claro, esta es una sospecha difícil
de probar. El doctor Jorge Vinacur, presidente de la SociedadArgentina de Obstetricia y Ginecología, aporta unos datos valiosos: “Analizamos 1.052 partes de defunción y
hallamos que por cada muerte materna registrada había dos no informadas. Por
ejemplo, en el parte de defunción figura paro
cardio-respiratorio, pero no que se produjo por una sepsis en el embarazo.”
Más preocupante se vuelve la situación cuando se observa
la desigual distribución de estas muertes maternas: un recién nacido o una mujer embarazada tiene mayores probabilidades de
vivir en la región patagónica o en la ciudad de Buenos Aires (donde la tasa de
muerte materna es de cerca del 1,8) que en el Noroeste y el Noreste (en
Catamarca es del 16, en Formosa del 15 y en Jujuy del 10).
Todas las fuentes
bibliográficas y profesionales consultadas acuerdan en que el incremento se
debe a que las causas directas también aumentaron: hay más abortos inseguros,
hemorragias y sepsis.
Pero… ¿cuántas de estas
muertes se deben a abortos inseguros?
Eleonor Faur, sociólogay oficial de enlace del Fondo de Población de las Naciones Unidas, sitúa el
porcentaje en un 25%. Así de brutal, así de contundente: el 25% de las muertes
maternas se producen por abortos inseguros. “Los estados de la ONU consensuaron en que para reducir la mortalidad
materna se debe garantizar el acceso universal a los servicios de salud sexual
y reproductiva. En Argentina, el 40% de los nacimientos no fueron planificados.
Que las mujeres puedan decidir garantizaría que haya menos embarazos no
deseados y disminuiría drásticamente la mortalidad por abortos inseguros.”
¿Por qué en Argentina estas tasas no bajan –incluso
suben- a diferencia de nuestros países vecinos, que lograron reducir las tasas
de mortalidad materna hasta un 60%, y a pesar de los varios años de crecimiento
económico sostenido?
Por un lado, las diferencias regionales impactan en
la cifra nacional: en el norte, 4 de cada 10 mujeres son pobres, y 5 de cada
diez dependen exclusivamente de la salud pública: lo que el Estado no les
provee, lo tienen vedado. Y los estados provinciales son pobres, proveen una
salud pública pobre, de la que dependen mujeres pobres. Demasiada pobreza…
Paralelamente, las jurisdicciones con mayores
ingresos per cápita tienen tasas muy inferiores en comparación con las
jurisdicciones más pobres: es una cuestión básica de inequidad. Y las
condiciones que genera la inequidad estructural no se solucionan con
inyecciones de recursos: lleva mucho tiempo de esfuerzos sostenidos ver los
primeros resultados. Esfuerzos para mejorar las condiciones laborales,
productivas y económicas de las familias que han caído –o jamás han salido- de
la pobreza, mejora de sus condiciones educativas, de acceso a la información, a
la salud… Las personas más pobres son más vulnerables no sólo porque sus
posibilidades económicas están descendidas, sino porque son pobres en sus
posibilidades de acceso a otros bienes: los hospitales de mayor complejidad,
las instituciones educativas y escolares mejor provistas, etc., suelen estar
más lejos. Tan lejos como la posibilidad de llegar a ellas, porque la distancia
se multiplica cuando el transporte es un bien caro y escaso.
Así es como se va configurando una realidad en la
que la mayoría de los logros –los relevantes- de toda política de Estado
sostenida en el tiempo, recién se hacen evidentes intergeneracionalmente.
Sin dudas, se requieren verdaderas políticas de
Estado, y no parches de gestión gubernamental.
El Dr. Germán Cardozo, en el marco del debate sobre la despenalización
del aborto en el Congreso de la Nación, el 27 de septiembre de 2012, abordó
estas dos cuestiones: “siempre habrá mujeres que quieran interrumpir un
embarazo no deseado. Hay que despenalizar el aborto porque las cifras son
alarmantes y siempre los sectores más pobres son los más perjudicados. En la
Argentina hay más de 500.000 abortos clandestinos al año y son la principal
causa de mortalidad materna. Los abortos clandestinos son un grave problema de
salud y muestran la inequidad en salud según los estratos sociales, es por eso
que debe considerarse la despenalización cuanto antes. Los embarazos no
deseados y las muertes por aborto clandestino son una deuda social del Estado
con los sectores menos favorecidos de esta sociedad, una deuda que el Estado
debe saldar de inmediato. Está probado que cuando se despenaliza, disminuye la
tasa de aborto. Los hijos tienen que provenir del deseo y de la planificación familiar,
no de un embarazo no deseado”.
Claro que
estas políticas de las que hablábamos son, además, difíciles de llevar
adelante. Sobre todo aquellas que más directamente impactan en las condiciones
en las que se resuelve la maternidad.
Un ejemplo
es la obligatoriedad de la vacunación contra el HPV para todas las niñas de 11
años. Si bien el 94% recibió la primera dosis de la vacuna, muchas de quienes
están dentro del 6% restante no han sido inmunizadas porque ciertas escuelas
católicas (el caso paradigmático es Mendoza) han recomendado –e incluso
prohibido- a sus padres aplicárselas. La misma provincia donde grupos
integristas político-religiosos generaron el rumor de que la vacuna es parte de
una política para matar niñas, ya que la vacuna causaría muerte súbita y el
gobierno nacional estaría informado de este hecho. Son más honestos quienes
explicaron que su oposición se debía a que temían que con la vacuna se
estuviera incentivando una iniciación temprana a la sexualidad. Una postura,
ciertamente, más cercana a quienes acuerdan con que la doctrina católica se
inmiscuya en las políticas de un estado que no aceptan laico.
Pero esta no
ha sido la única intervención. Si bien la Ley de Educación Sexual Integral fue
sancionada en el año 2006, todavía no se la aplica en todos las jurisdicciones,
ni en todas las escuelas, ni por todos los docentes. Como en el caso de la
vacunación, el prejuicio más extendido es que su aplicación incitaría a una
temprana iniciación en la sexualidad, al despertar artificialmente la
curiosidad de los niños por temas para los que no estarían aún preparados. Y
muchos sostienen la opinión de que se trata de un tema que debe ser abordado en
la intimidad de las familias, y donde el Estado no tiene nada para aportar. En
la afirmación obvian, entre otras cuestiones, el tema de que la mayoría de los
casos de abuso sexual infantil son intrafamiliares, y que la mayoría de los
casos de embarazo precoz se deben a estos abusos en una relación que es
inversamente proporcional: a menor edad, mayor probabilidad de que el embarazo
se deba a esta causa. Va a ser difícil solucionar un problema tan emparentado a
la educación –a través de la prevención de los abusos sexuales, la postergación
del inicio de la sexualidad activa, la prevención de embarazos no deseados y
enfermedades de transmisión sexual- con tanta resistencia a educar.
Y quizás la
más cruenta y cruel de todas las intervenciones es la que ha producido la jueza
nacional Myriam Rustán de Estrada, a cargo del Juzgado en lo Civil Nº 106, quien
decretó una medida cautelar que impidió la realización de un aborto que estaba
previsto para el martes pasado, 8 de octubre, a una mujer víctima de la trata
de personas, que había quedado embarazada a causa de una de las violaciones
sufridas durante su secuestro. Esta jueza, vinculada familiarmente a un ex
funcionario de la Ciudad de Buenos Aires y relacionada con el movimiento
católico ultraconservador Opus Dei, también prohibió que el mismo se realizara
en cualquier otro hospital de la ciudad. Como era previsible, la Corte Suprema
de Justicia suspendió la ejecución de la medida cautelar, lo que no evitó que
una víctima fuese revictimizada por una jueza que no respetó lo que la ley le
permitía, y avanzó sobre una jurisdicción sobre la que no tenía atribuciones,
por un Jefe de Gobierno –Mauricio Macri- que anunció públicamente un acto
privado desencadenando todas las reacciones posteriores, por la organización PROVIDA
que fue quien pidió el amparo y uno (al menos) de cuyos integrantes tuvo el
atrevimiento de entrevistarse con la mujer, por el sacerdote del hospital donde
iba a realizarse el aborto que participó (no se pudo probar que la haya
organizado) de un escrache en su domicilio… Toda buena gente, hiriendo a quien
ya había sido herida.
Lo que los
integristas católicos callan es que no todos sostienen lo mismo. Existe un
movimiento de mujeres católicas, entre cuyas integrantes incluso hay
religiosas, llamado Católicas por elDerecho a Decidir, que ha crecido mucho en los últimos años y tiene sedes
en varios países.
Este
movimiento trabaja denodadamente en favor de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE). En Argentina apoya la despenalización del aborto, con la
esperanza de que sea un paso previo necesario para la discusión más amplia de
la Ley IVE. Los puntos de la ley que proponen podrían resumirse en la defensa
del derecho al aborto legal, seguro y gratuito, sin condicionamientos de causa.
Respecto de
la necesidad de despenalizar el aborto en Argentina, coinciden en que se lo
debe hacer en el marco de los derechos humanos de las mujeres, como una cuestión
de justicia social e igualdad, y remarcan la importancia de tener en cuenta el
impacto social que se produciría con el cambio de la norma.
La OMS aporta
a este mismo argumento: asegura que en los países donde las mujeres tienen
acceso a servicios seguros donde realizar una interrupción legal y voluntaria
del embarazo, la probabilidad de muerte como consecuencia de un aborto es de 1
por cada 100.000 procedimientos. Si consideramos que la media nacional está en
5,5 muertes maternas por cada 10.000 (o sea, 55 madres muertas de cada 100.000
nacidos, no de cada 100.000 abortos, de los que, por ser clandestinos, no hay
posibilidades de tener más que estimaciones muy relativas) la diferencia es
astronómica: no son siquiera comparables.
Durante el mismo debate sobre la despenalización del aborto en el Congreso
de la Nación al que hice referencia antes, el Dr. Abramovich precisó que “hay un salto lógico entre decir que hay una
obligación de proteger la vida prenatal a decir que hay que criminalizar el
aborto. Estamos en un momento de avances en términos de derechos civiles y
sociales y debemos generar ya la discusión sobre la despenalización del aborto.
En este sentido es interesante ver cómo la Corte Suprema analiza el impacto
social, las consecuencias sociales de determinadas regulaciones jurídicas, en
condiciones de igualdad de género y de igualdad social. El dato social nos está
demostrando que la penalización del aborto no sólo es inefectiva en términos de
prohibición sino que tiene consecuencias perjudiciales, como por ejemplo la
alta tasa de mortalidad materna, la situación de violencia institucional por el
sometimiento a las burocracias médicas para acceder a abortos incluso en los
supuestos que la ley establece, más las condiciones derivadas de la
clandestinidad del aborto fruto de la prohibición. La judicialización de
ciertas interrupciones voluntarias de embarazos, es violencia institucional, es
decir, violencia del Estado, y somete a las mujeres a un trato denigrante e
inhumano”.
Por Viviana
Taylor