Entre esas cosas maravillosas con las que uno se topa sorpresivamente en internet, en una tarde fría y con un matecito demorado al lado de la máquina, está esta revista. Y entre las maravillas de esta revista, esta columna: un viaje abrupto e inesperado a la década que más querría olvidar, y que sin embargo vuelve una y otra vez como rémora del pasado.
De lectura ineludible para quienes ven un continuismo entre kirchnerismo y menemismo. El kirchnerismo puede ser muchas cosas, de todo calibre; pero no es -y calculo que nunca será- menemismo, con su impúdico talento para teñir de sí mismo a la sociedad. Para los más jóvenes, una ventanita a lo que no era excepción:
Fernanda, Poli y una fría cama de hospital
sfarjat@elguardian.com.ar
No sabía, cuando llegué al Luna Park el pasado jueves 19 de abril, que estaba iniciando un viaje a un pasado remoto al que suelo volver, una y otra vez, para nunca dejar de estremecerme. No me refiero a la música de Julio Iglesias, el astro que se iba a presentar en ese escenario y con el que tanto me había torturado mi mamá cuando yo era chiquita (de hecho, era mi mamá quien me acompañaba en aquella noche fría), pasando una y otra vez sus casetes (¡qué lejano suena todo eso hoy!) y alentándome a cantar sobre la voz de Julio… Y tanto canté que ahora me sé de memoria varias de sus canciones. Nos sentamos en la séptima fila. El show fue, como me imaginaba, una extraña mezcla de nostalgia, romance y decadencia. Mi madre salió con una sonrisa.
Pero me refería, como dije, a otro pasado remoto y no a la música de Julio Iglesias. Aquel otro tiempo se hizo presente con la aparición, dos filas detrás de nuestras butacas, de un importante periodista con el que habíamos compartido varios programas en los años noventa. El presentador tardó en reconocerme, tal vez por mi nuevo tono de cabello o tal vez porque quisiera disimular que la joven esbelta que lo acompañaba no era su esposa (aunque, la verdad sea dicha, tampoco parecía molestarle que los vieran juntos), pero a la salida quedamos juntos entre la multitud. “¿Viste lo que le pasó a Fernanda?”, me dijo. ¿Fernanda?, pensé. ¿María Fernanda Villar, aquel personaje secundario del affaire Coppola? Sí, a ella se refería. Y cuando me contó que su madre había muerto me recorrió un escalofrío. Presentí el dolor de mi antigua compañera de pantalla antes de despedirnos. Caminé en la noche oscura con mi mamá, que seguía comentando el show. Por mi parte, no pude dejar de pensar en la desgracia de aquella chica.
Al día siguiente el sol relucía en la mañana de Palermo. Acompañé a mi amiga Carla al Hospital Fernández, donde debía hacerse un análisis prenupcial, y una enfermera regordeta, de mirada astuta, me envió, de nuevo y sin pasaje de regreso, a los años noventa: “María Fernanda Villar está viviendo en este hospital, en una de las habitaciones de arriba”. “¿Viviendo?”, me sorprendí. Y escuché, entonces, buena parte de la historia que he venido a contar. Que, les prevengo, es una historia triste. Una historia de fama, noche y ruina.
En esos días –y en esas noches– en que el fin de siglo ya se vislumbraba, María Fernanda Villar (con quien quisiera aclarar que nunca me tiré de las mechas, pues la que hacía eso no era yo) se jactaba de ser la novia del malogrado rey de la noche Poli Armentano, aunque hasta el día de hoy nadie la ha reconocido como tal. Poli, como recordarán, fue el dueño de la disco El Cielo hasta el día en que una bala de calibre 22 le entró por la sien.
Cuando ese asunto se olvidó, Villar se metió en el caso Coppola, acusando a Guillermo de haber mandado a matar a Poli por una deuda. Pueden decir lo que quieran. Pero yo creo que aquél se portó tan mal con tanta gente que ni siquiera él mismo habrá sabido cuál de todos sus enemigos lo había mandado a liquidar. Al tiempo que sus huesos comenzaban a descansar en la tumba, Villar recorría los canales con su foto y decía que no conocía la droga ni el sexo pago. Si en esos años no le creía, ahora le creo menos. ¿Para qué negar la historia, no? Lo importante es aprender de los errores y mejorar como persona. Y, lamentablemente, eso no pasó con la Villar.
Su origen, quizás, pueda ayudar a disculparla. Su madre –la que después la acompañaría en las maratónicas giras mediáticas– trabajaba como acompañante. Así fue como conoció, en algún rincón digno del olvido, al empresario Enrique Villar, de quien quedó embarazada. Y ése fue el comienzo de la desafortunada vida de María Fernanda Villar. Enrique se casó luego con Teté Coustarot. Cuando murió Villar, Teté heredó su fortuna. La madre de Fernanda trabajó entonces, y durante algún tiempo, en una empresa de Franco Macri, y luego se dedicó a presentarle admiradoras. Fernanda vivía de un sueldo que aquél le dejaba cada mes en las oficinas de administración de la compañía.
La decadencia de Fernanda, que luego se casaría con uno de los policías del famoso grupo de elite que marcharon presos junto al juez Hernán Bernasconi, comenzó cuando Macri le retiró el sustento. Muchos la vieron pidiendo dinero en los semáforos de Recoleta y también se supo de sus robos a un supermercado de la calle Quintana, de donde salía con un botín de cosmética y cremas (¡jamás un litro de leche!) guardado entre sus ropas...