Los dueños en el gobierno
El arbitrio de la impunidad en Argentina
Mientras voy ordenando algunas ideas para intentar
comprender y dar cuenta de los mecanismos que hicieron posible este segundo
triunfo en las urnas, no puedo dejar de pensar en cuánto nos equivocamos con
aquella primera percepción, que seguimos sosteniendo. No fuimos capaces de
advertir la profundidad de los cambios que estábamos denunciando. Este gobierno
es, sin dudas, mucho más que un gobierno de CEOs. El gobierno de Mauricio Macri
es un gobierno de dueños.
Nuestra sociedad, estructurada por un doble orden
de dominación patriarcal y capitalista, no sólo está atravesando un proceso de
profundización de estas estrategias de dominación, sino que los mecanismos con
que operan adoptaron un nuevo carácter en el que se confunden las corporaciones
y el Estado. Mecanismos caracterizados por el entretejido de vínculos ajenos y
contradictorios con los intereses de la mayoría, en los que ya no es posible
distinguir entre actores corporativos y agentes de gobierno. Así, nos hemos
constituido rápidamente en una sociedad en la cual las razones de Estado fueron
sustituidas por razones de empresa. Una sociedad en la que el Estado, a pesar
de ser acusado de haberse retirado del juego de mediaciones, es omnipresente en
la intervención en favor de la concentración del poder, de la riqueza, y de la
tierra; promueve la especulación financiera, la circulación offshore de las
ganancias, el lavado de activos provenientes de todo tipo de crímenes y
delitos, y vuelve todas estas prácticas inmunes al control institucional, a
través de la desregulación y de la creación de legislación ad hoc. Basta como
ejemplo de esto último la respuesta del presidente Mauricio Macri en una
conferencia de prensa de octubre de 2017 que, al ser interrogado sobre el
blanqueo de millones de dólares realizado por su hermano, posible porque en la
ley se omitió explicitar el vínculo fraterno al establecer la exclusión de los
familiares directos de funcionarios, respondió: “la ley se lo permite”. Basta
como ejemplo, pero no es el único: viene a sumarse al intento de
autocondonación de la deuda que la sociedad familiar mantiene con el Estado por
el Correo Argentino; a la impunidad frente a su inclusión en los Panamá Papers
por las cuentas en el exterior no declaradas, cuyo fin presunto es el lavado de
activos; a los negocios promovidos por Aranguren frente al Ministerio de
Energía en favor de Shell, empresa que dirigía y de la que es accionista; a la
inacción frente a estos y otros actos por parte de Laura Alonso, secretaria de
Ética Pública, Transparencia y Lucha contra la Corrupción, quien accedió al
cargo gracias a la modificación en la ley de los requisitos que la excluían,
inacción agravada por su delación de los denunciantes cuando eran trabajadores
que reportaban directa o indirectamente a los funcionarios denunciados, lo que
resultó en la pérdida de sus trabajos. Todos estos casos han sido expuestos
mediáticamente, a pesar de lo cual no han tenido consecuencias aparentes en
desmedro de su caudal de votantes. Una sociedad estructurada por este tipo de
relaciones ya no puede ser descripta como de desigualdad. Es una sociedad
estructurada por relaciones de dueñidad.
El concepto de dueñidad,
acuñado por la antropóloga feminista Rita Segato, da cuenta de que un pequeño
grupo de propietarios -sujetos discrecionales y arbitrarios- son dueños de la
vida y la muerte. En consecuencia, la dueñidad es incompatible con los ideales
de la democracia y de la república.
En nuestro país y en concordancia con las derechas
latinoamericanas, esta dueñidad adopta modos mafiosos en los negocios, la
política y la justicia. Modos que no son posibles de analizar si se los
desvincula de sus relaciones con el orden global al que se subordinan. En
consecuencia, una dueñidad en la que el crimen y la acumulación de capital por
medios ilegales se vuelven formas estructurantes de nuestra política y nuestra
economía, y tienden a instalarse como estructurales con una celeridad y
eficiencia que llevan a presumir que aún con un cambio de gobierno de signo
político contrario, no sería posible revertirlas en el corto plazo de uno o dos
mandatos, ya que los esfuerzos realizados por resistirlas y desestructurarlas
son respondidos de inmediato con
reacciones violentas y retaliativas. De hecho, este proceso no es novedoso en
nuestro país: a cada período de nuestra historia en que las políticas
promovieron el beneficio de la mayoría en detrimento de sus privilegios, le
siguió un golpe de Estado para reinstaurarlos. La originalidad de este proceso
es que por primera vez el gobierno ha sido asumido por los dueños, sin
intermediaciones. Originalidad que interpreto motivada por los 12 años y medio
de continuidad de políticas populistas durante los gobiernos kirchneristas.
Esta dueñidad,
tal como la estamos experimentando en Argentina, está caracterizada por tres
rasgos esenciales: el arbitrio, el poder de enajenación, y la impunidad. Rasgos
que distingo sólo a los efectos de visibilizarlos, ya que en los fenómenos de
la realidad se presentan íntimamente entramados, y así debemos considerarlos
para su comprensión.
El arbitrio como carácter de la toma de decisiones
La que debió haber sido la última ceremonia de
traspaso de mano, símbolo fundacional del gobierno, se revistió de grosera
opereta surgida del capricho de un niño rico para hacerle un desplante a la
presidenta saliente. Pero fue más que eso: se trató de la violación de una
ceremonia con profundo contenido político, parte esencial de la liturgia
democrática, que simboliza la sucesión y continuidad de gobiernos legítimamente
constituidos a través del voto popular. Así, a pura fuerza de arbitrio, se
discontinuó el rito de sucesión que desde la recuperación de la democracia sólo
había sido interrumpido entre De la Rúa y Néstor Kirchner, en el contexto de la
crisis económica y social más profunda del período. Fue un gesto clarísimo y
contundente de ruptura con lo que la escenificación ceremonial de esa sucesión
representa: la continuidad del orden constitucional y el Estado de Derecho.
Gesto disruptivo que se constituyó en denuncia -y autodenuncia- de que las
voluntades necesarias para hacerlos posibles podían ser convocadas, cooptadas o
violentadas para actuar en contrario, y que estaban dispuestos a hacerlo. Un
gesto sobre cuyas formas discutimos hasta el hartazgo, cediendo a la tentación
de entretenernos con lo superficial hasta que la saturación obró en favor del
abandono de nuestra atención, sin haber advertido la tragedia institucional que
anticipaba.
El arbitrio se manifiesta de modos muy
significativos en el totalitarismo con que este gobierno ejerce soberanía sobre
el territorio, al que concibo en un sentido antropológico como lugar de sostén de los vínculos que
entretejen la trama histórica-política-social-cultural que constituye la
identidad colectiva. Un lugar no físico -aunque el espacio físico también lo
constituye- sino representacional. Territorio sobre el que quienes ejercen este
poder de arbitrio han construido una doble significación: como enajenable y
como enemigo. En consecuencia, el territorio no es concebido como
colectivamente apropiado y significado, sino como objeto enajenable, lo que
explica los avances en materia legislativa en favor de la extranjerización de
la tierra y el abandono de la defensa de los derechos sobre las Islas Malvinas
con reconocimiento de derecho de usufructo a sus usurpadores.
Esta misma forma de soberanía como arbitrio en la
definición de lo enajenable se expresa en la deshistorización de otros
significantes de nuestra identidad colectiva como la moneda, en la que la
ilustración de animales autóctonos definidos como “peluches” por el presidente
del Banco Central Federico Sturzenegger ha sustituido las referencias a
protagonistas y hechos emblemáticos de nuestra historia. Personalidades que
diversos funcionarios, en distintas situaciones mediáticas, han descripto como
“muertos” en contraposición a “lo vivo” de “los peluches”, como forma de
encubrir la estrategia operante con la deliberada infantilización de la
expresión.
Otro caso es el de las celebraciones patrias, cuyos
festejos oficiales son vedados al acceso público, a través del vallado y la
militarización del perímetro de exclusión, con creciente represión a quienes
manifiestan en su cercanía, y donde el cotillón y la arenga partidarios se
mezclan con -e incluso desplazan a- los de simbolismo patrio. Enajenación que
se extiende sobre el discurso oficial, que distorsiona y revierte la verdad
histórica, y sobre el idioma oficial, al ser suplantado en el ejercicio de la
representación oficial, cuando el presidente y funcionarios de su gabinete
eligen comunicarse en inglés antes que apelar a los oficios de un traductor. Enajenación
sutil pero que no puede resultarnos indiferente: la palabra es vehículo de
pensamiento, el idioma es vehículo de cultura. El modo en que organizamos y
estructuramos nuestro lenguaje es isomórfico con el modo en que organizamos y
estructuramos nuestro pensamiento. Nada nos revela tan profundamente como el
modo en que nos comunicamos.
Todas estas expresiones -no excluyentes de otras-
son evidencias del arbitrio en la definición de lo enajenable.
Como contracara, cuando el territorio se resiste a
su enajenación pasa a ser concebido como territorio enemigo. Y, en tanto
enemigo, conquistable. Este proceso de redefinición se hace evidente en la
despiadada persecución al pueblo mapuche, que viene resistiendo la enajenación
de su territorio primero por los conquistadores, luego por la autodenominada
Conquista del Desierto, y más recientemente como parte del proceso de
concentración de la tierra en manos de empresarios y corporaciones, tanto
nacionales como extranjeros. Aunque su resistencia ha sido recientemente más
visibilizada en razón de la brutal represión que resultó en la desaparición
forzada de Santiago Maldonado, no es el único pueblo que reclama el
reconocimiento de sus derechos sobre sus tierras ancestrales. Se replican
idénticas situaciones de persecución por la triple alianza conformada por
empresarios, terratenientes y oficiales gubernamentales en varias regiones de
nuestro país, con especial concentración en Jujuy, Salta, Chaco, Formosa,
Misiones, Santiago del Estero, San Juan, Mendoza, Buenos Aires, y en toda la
Patagonia.
Si partimos de la consideración de que las
expresiones verbales construyen imágenes de las que se apropia el psiquismo, es
fácil comprender la intención con que la recurrentemente enunciada Conquista
del Desierto se obstina en aparecer una y otra vez en el discurso oficial. Esta
expresión es estratégicamente utilizada para generar representaciones sociales.
Dicho de otro modo, lo que se busca es promover un modelo, una forma de
entender la realidad, con un significado específico, que mueva ciertos sentimientos,
y defina determinadas posiciones. Consecuentemente, el uso del término
“desierto” no es ingenuo ni inocente: se lo elige en tanto constituye una
negación de la existencia vital. Y si se niega la existencia vital, lo que
queda para ser conquistado es la tierra. No el territorio, ya que se lo reniega
como sostén de vida y vínculos, parte constitutiva de la trama social. Así,
esta expresión vehiculiza la concepción de que no hay vida social ni
territorio, sino sólo tierra. La negación de lo que existe es preanuncio del
destino asignado: el genocidio y el arrasamiento.
La renegación de aquello que se sabe que existe,
promueve su desconocimiento y por lo tanto su no inscripción social: los
mapuches no estaban ahí, donde no había nada ni nadie, de modo que los mapuches
no son argentinos. Y si no son argentinos, entonces son ocupadores ilegales e
ilegítimos de nuestro territorio, que podemos y debemos conquistar, por derecho
y por obligación. Una conquista que implica doble enajenación: quitarles la
tierra para ejercer soberanía sobre ella, soberanía que se ejerce con su
enajenación a dueños extranjeros. Como afirmamos al principio, los modos de
arbitrio con que este gobierno ejerce soberanía no son posibles de analizar ni
comprender si se los desvincula de sus relaciones con el orden global al que se
subordina.
La presencia de los mapuches, y la de todos los
pueblos en conflicto con los dueños que conforman la triple alianza de
empresarios, terratenientes y funcionarios de gobierno, es disruptiva. Son lo
que no deberían ser. Son lo que no debería estar donde por definición no hay
nada. Consecuentemente, inoculada dicha representación en la sociedad, la
represión hasta su desaparición no moviliza sentimientos de solidaridad ni
indignación moral, ni abre cuestionamientos sobre su legitimidad. Eliminarlos
es mero acto de realización de la realidad. Un tranquilizador acto de
adecuación de la realidad a la percepción social.
Este acto de renegación de los pueblos originarios
es fundamento de la renegación de los desaparecidos de la última dictadura, que
se ha actualizado con la presidencia de Mauricio Macri, en la cual los dueños
del poder han llegado al gobierno para completar el proceso de transformación
económica iniciado en 1976 con Martínez de Hoz durante la dictadura genocida
cívico-militar.
La renegación histórica que opera actualmente sobre
el terrorismo de Estado es reflejo de la forma habitual en la que los
vencedores cuentan la historia. Para instrumentarla, antes de haber cumplido su
primer mes de gobierno Macri decretó el cierre del Instituto Nacional de
Revisionismo Histórico Manuel Dorrego. Y el despido de empleados estatales, a
los que Alfonso Prat Gay descalificó como “grasa militante”, aunque dio la
impresión de realizarse con un corte grosero, fue hecho con precisión
quirúrgica: se disolvió la Dirección Nacional de Derechos Humanos del
Ministerio de Seguridad (que había
recuperado y entregado 4500 documentos para causas judiciales por
crímenes de lesa humanidad, que le fueron devueltos a las fuerzas represivas
para que fueran quemados); se desmanteló el programa Educación y Memoria del
Ministerio de Educación de la Nación; se cerró la Subgerencia de Derechos
Humanos del Banco Central, que investigaba el circuito económico-financiero
vinculado con la dictadura; echándose a todo el personal de estas dependencias
que estaba afectado a las tareas mencionadas. Y si bien se votó la ley que creó
la comisión bicameral para la investigación de los actores económicos de la
dictadura, nunca se la puso en funcionamiento; la Corte Suprema de Justicia de
la Nación no se expidió sobre el otorgamiento del beneficio del 2x1 a los
genocidas, por lo que sigue vigente; se agudizaron los obstáculos para
conformar los tribunales necesarios para llevar adelante los juicios por lesa
humanidad, ya que el Consejo de la Magistratura no designa los jueces
necesarios para que los compongan; la Secretaría de Derechos Humanos de la
Nación no apeló la sentencia absolutoria en favor de los apropiadores de Papel
Prensa; el Estado se retiró como querellante en juicios de lesa humanidad; y se
volvió a habilitar Campo de Mayo como cárcel de privilegio para genocidas.
Paralelamente, algunos funcionarios de gobierno, los voceros mediáticos de los
dueños del poder, e instalaciones en lugares públicos y oficiales, volvieron a
instalar el cuestionamiento sobre la cantidad de desaparecidos.
Esta renegación, a su vez, se desplazó sobre
Santiago Maldonado, cuya desaparición forzada se produjo el 1/8/17 durante la
irrupción ilegal de la Gendarmería en territorio mapuche -ese territorio cuya
existencia sólo se reconoce como enemiga- en un operativo comandado por el Jefe
de Gabinete del Ministerio de Seguridad de la Nación Pablo Noceti (el mismo que
desmanteló la Dirección Nacional de Derechos Humanos del Ministerio de
Seguridad y ordenó devolver los 4500 documentos para su destrucción).
Renegación que llegó a recaer sobre su existencia y su muerte, renegaciones
frustradas por la realidad evidente de la aparición cuerpo, pero que continúa
en la renegación de su desaparición forzada.
Este proceso ilustra de qué modo la renegación
opera como mecanismo de deshistorización. Pero también cómo ha operado en la
construcción de la representación del territorio, y en su doble desplazamiento
de territorio enajenable a territorio enemigo (redefinido como territorio de
los enemigos) y de territorio de los enemigos a cuerpo de los enemigos.
Enemigos definidos como quienes no se someten al arbitrio totalitario, y cuyos
cuerpos se vuelven conquistables. Enemigos cuya muerte no acaba con la barbarie
de la conquista, porque sus cuerpos los trascienden como territorio en disputa.
No quiero pasar por alto el uso de la expresión
“conquista del desierto” de la que ha hecho gala el entonces ministro de
Educación Esteban Bullrich -hoy Senador Nacional electo por Cambiemos- para
extender su poder de creación de representaciones sobre otros territorios.
Basten dos ejemplos: cuando habló de “conquista del desierto en la educación” y cuando se refirió a
una “nueva conquista del desierto no con la espada sino con la educación”, develando doble voluntad de arrasamiento: del
sistema educativo en sí; y del sistema laboral valiéndose del previamente
arrasado sistema de formación académica, científica y tecnológica. El Plan
Maestro, la Secundaria del Futuro, el Proyecto Aguilar, la suspensión y
judicialización de los contratos del Estado con las universidades -privándolas
de recursos a cambio de la provisión de servicios prestigiados
socialmente- y la reforma educativa
anunciada son algunas de las estrategias que convergen en este doble sentido.
El arbitrio de la crueldad sobre los cuerpos de los
enemigos encuentra otra víctima propiciatoria en la diputada del Parlasur
Milagro Sala, cuerpo visible de un conjunto de dirigentes sociales, comunitarios
y políticos sometidos a la arbitrariedad judicial a través de la persecución
procesal y la aplicación de la prisión preventiva, sin cumplimiento de las
garantías constitucionales ni procesales propias de un Estado de Derecho.
Cuerpos paradigmáticos pero no únicos: allí están
los militantes, cuya estigmatización inicial hacia los kirchneristas como
“grasa militante” y “choriplaneros” se extendió sobre todos los militantes
opositores al actual gobierno, y luego sobre cualquiera que se manifestara en
oposición a sus políticas, criminalizándolos como “desestabilizadores” y
“terroristas”. Reprimiéndoselos, encarcelándolos y procesándoselos en causas
armadas, acusados de vandalismo y resistencia a la autoridad durante marchas y
concentraciones probadamente infiltradas por servicios de inteligencia que se
retiraron del lugar enmascarados por las fuerzas represivas del Estado.
Una exhibición tal del arbitrio de la crueldad
sobre cuerpos enemigos que nos permite afirmar que la voluntad de conquista es
voluntad de destrucción. Por eso la muerte -como es el caso de Santiago
Maldonado- no acaba con las reinterpretaciones y los relatos: el encubrimiento
de los actos violentos de destrucción de los enemigos busca sólo
secundariamente la defensa de los ofensores, asesinos, responsables y
culpables. El objetivo primario es la destrucción del enemigo hasta su total
esterilización. No busca como fin la exculpación de los culpables -que es sólo
un medio- sino la reducción del cuerpo del enemigo a territorio yermo, donde
nada pueda crecer ni fructificar. Creo que es aquí donde podríamos encontrar
una clave para comprender el cambio de tratamiento dado a Nisman en sus últimos
días de vida y con posterioridad a su muerte, analizando cómo se promovió la
creación de las representaciones sociales que sobre él intentaron construir
quienes se erigieron en sus postreros presuntos aliados, y cómo la previa
conquista de su voluntad lo devino territorio arrasado.
Estas consideraciones develan la paradoja del
ocultamiento. En ninguno de estos casos las maniobras para ocultar las
estrategias desplegadas para la conquista y la destrucción de los enemigos
resultaron eficientes. Pero tal ineficiencia no se debió a la falta de pericia
ni a la incapacidad. Justamente, la función del ocultamiento no es ocultar,
sino señalar. Las maniobras de ocultamiento son pura escenificación. Es por
esto que en ellas es donde mejor se exhibe la fuerza de ese poder exagerado,
totalitario, y arbitrario, que requiere ser espectacularizado. Dicho de otro modo,
el ocultamiento funciona como estrategia de visibilización del poder de
arbitrio. Y es por eso que se deja ver, mostrándose como espectáculo obsceno. Y
al hacerlo revela su impunidad.
El poder de enajenación como signo de dueñidad
La impunidad, revelada por la exhibición obscena
del ejercicio soberano y totalitario del poder arbitrario, es la que habilita
el poder de enajenación.
Poder de enajenación que no refiere a la capacidad
de compra de los corruptibles, cuyo precio está siempre en oferta, sino a la
capacidad para pagar el precio de los inocentes. Un precio con cotización
inversamente proporcional al valor de su miedo.
La impunidad con que este gobierno exhibe su
arbitrio sobre las vidas y los cuerpos de los que ha definido como sus
enemigos, cumple con esta función de profundizar el miedo de quienes no quieren
ser arrastrados a esa categoría, de quienes quieren seguir siendo percibidos
como inocentes. Es el miedo, nutrido por la impunidad del gobierno, la moneda
con que se paga la inacción y el adormecimiento de la conciencia de los
inocentes. Es interesante ver cómo este miedo guarda formas análogas con el
proceso de endeudamiento al que este mismo gobierno nos está sometiendo,
obligándonos a pagar a largo plazo con la pérdida de nuestros propios derechos
por los beneficios que no son y nunca van a ser nuestros. Beneficios con que se
van a alzar los dueños, pagados no por ellos sino por nosotros, con nuestros
derechos y nuestro miedo. ¿Podría haber mejor negocio?
No encuentro mejor definición para este grado de
sofisticación del terrorismo de Estado que el proceso de enajenación por el
cual los dueños del poder logran el dominio de la conciencia del Pueblo a
través del miedo generado por la destrucción de sus enemigos, con el
consecuente adormecimiento de su capacidad de reacción y la conquista de su
convalidación en las urnas.
El silencio que se extiende sobre nuestra sociedad
frente a esta impunidad, es un hecho bárbaro e inhumano del que los dueños del
poder son los culpables. Es justamente la impunidad la que hace posible que
estos actos de destrucción de los otros
vuelvan a repetirse, a la vez que le asegura a quienes gobiernan la aplicación
del plan económico de depredación y arrasamiento, y su continuidad en el poder.
La impunidad que nos brutaliza
En la medida en que el Derecho es un acto de
palabra, se opone a la violencia del cuerpo a cuerpo. Este desvío necesario a
través de la palabra implica renunciar a lo prohibido, fundando una comunidad
de derecho y la posibilidad de cultura.
El Derecho -en consecuencia- garantiza la obra de
la cultura y la civilización, pero requiere la confrontación permanentemente
con el hecho de que aquello que denunciamos como inhumano, paradójicamente, es
parte inseparable del hombre. Si no somos capaces de reflexionar sobre esto, y
de comprender lo inhumano que habita en nuestra humanidad, tampoco seremos
capaces de comprender la gravedad del daño con que la impunidad hiere al núcleo
mismo de nuestra dignidad.
La necesidad de castigo de la realización del acto
prohibido, de lo definido como inhumano, se sostiene en esta exigencia de
mantener la obra de la cultura y de la civilización. La ausencia de castigo
habilita la venganza, y con ella la repetición del crimen. Es por esto que
cuando la impunidad se instituye, no sólo destruye la distinción fundante entre
lo prohibido y el deseo, lo legal y lo ilegal, lo moral y lo inmoral, sino que
ataca lo que funda a la comunidad, revelando la brutalidad de la violencia. En
consecuencia, la falta de castigo es un fuerte activador de procesos de
disociación social.
En Argentina, la impunidad de los dueños encubre y
habilita cinco formas de arbitrio representativas del modo en que ejercen su
poder sobre sus víctimas:
1- 1 El arbitrio de la violencia
sobre los cuerpos.
2 El arbitrio sobre sus derechos, al privarlas de ellos exigiéndoles su alienación a la ley del dueño.
3 El arbitrio de su victimización, poniéndolas en el lugar de víctimas del crimen impune, que es espectacularizado.
4 El arbitrio de su culpabilización, sacrificándolas -cual chivos expiatorios- para que carguen con el castigo.
2 El arbitrio sobre sus derechos, al privarlas de ellos exigiéndoles su alienación a la ley del dueño.
3 El arbitrio de su victimización, poniéndolas en el lugar de víctimas del crimen impune, que es espectacularizado.
4 El arbitrio de su culpabilización, sacrificándolas -cual chivos expiatorios- para que carguen con el castigo.
Estas primeras cuatro formas de arbitrio son
constatables en todas las víctimas emisarias a las que aludimos como ejemplo.
Todas ellas víctimas de violencia sobre sus cuerpos, de la privación de sus
derechos, en crímenes que son espectacularizados, y denunciadas como culpables
de actos ilícitos cometidos en situaciones en que las que los dueños están
implicados.
En otros casos, como el de los desocupados como
consecuencia de las políticas de desindustrialización y transferencia de
recursos a las minorías concentradas, como el de las personas con discapacidad
a las que se les han retirado las pensiones y las protecciones asistenciales,
como el de los destinatarios de planes y programas sociales suspendidos
(remedios, tratamientos e implementos médicos gratuitos, Qunitas,
Conectar-Igualdad, Progresar…), parecería estar operando como forma
predominante de arbitrio la privación de sus derechos. Sin embargo, su análisis
hace evidente que las formas de arbitrio operan de modo entramado, y que lo
hacen sobre la mayoría de la población, aun en aquellos casos en que asumen tal
grado de sutileza que una mirada ingenua podría no encontrar evidencias
aparentes.
Por su parte, las víctimas de violencia de género
ponen luz sobre el hecho de que, en nuestra sociedad estructurada por un doble
orden de dominación patriarcal y capitalista, estos modos de arbitrio propios
de la dueñidad impregnan a toda la estructura.
El violento de género que
somete a la víctima a su arbitrio, también encuentra como respuesta social la
espectacularización de su crimen, volviéndolo exhibición morbosa y obscena.
Exhibición en la cual la aparente sobreinformación se presenta
descontextualizada, y no se ofrece en función del conocer sino al servicio del
impacto emocional. La repetición de la exhibición, al actuar por saturación,
impide pensar el tema y promueve la necesidad de dejarlo y pasar a otra cosa.
Así, la necesidad de silenciar los hechos para poder promover su impunidad y
poder seguir sosteniendo el orden de dominación patriarcal, coincide con el
mecanismo psíquico de evitación del contacto con lo siniestro. La
despersonalización de la información, que no muestra historias personales,
promueve la no identificación con las víctimas, posibilitando que se les cargue
al menos parte de la culpa, transformándolas en cómplice -y en último término
en chivos expiatorios- de los victimarios. En consecuencia, esta forma de
exposición disciplina a actuales y potenciales víctimas, colaborando en su
alienación para que se sometan a la ley del macho en su calidad de dueño. Y
cuando el show termina, desaparece toda información sobre lo ocurrido. De este
modo se habilita la continuación de la escalada violenta a través de una
sucesión de crímenes que termina con la muerte: cuando ya no hay otro escalón
por subir, se habilita el castigo. Pocas veces antes, no siempre en ese
momento.
5- El arbitrio de obligarlas a
ser testigos de los vejámenes sufridos por otros, con el objetivo de la
destrucción de su vida psíquica. No se trata sólo de convertir al testigo en
una segunda víctima, al obligarlo a presenciar pasivamente las distintas formas
que asume la violencia del arbitrio sobre la primera. Se trata de fisurarlo de
la víctima, convirtiéndolo en cómplice. Se trata de quebrar lo que constituye
su relación con el otro, con los otros, y así obturar su posibilidad de
historización al impedirle comprender las relaciones que los religan y el
complejo entramado social que les da sustento, de modo que no pueda engendrar
memoria. La impunidad, al obstaculizar la memoria, es generadora de olvido. Y
no hay futuro cuando prevalece el olvido.
En los regímenes de dueñidad, todos
estamos sometidos a esta forma de arbitrio, de forma directa o a través de la
espectacularización de los crímenes y de la impunidad.
Es a través de estos 5 mecanismos del arbitrio que
la violencia de la impunidad va generando las condiciones para que se engendren
fracturas en los lazos entre los miembros de una sociedad. Es muy interesante
constatar cómo a lo largo de nuestra historia la impunidad con que se han
manejado quienes han detentado el poder real, ha generado grietas que
obstinadamente han procurado profundizar. Conquistadores y conquistados,
realistas y revolucionarios, unitarios y federales, peones y hacendados,
patriotas y cipayos, elitistas y populistas, meritócratas e inclusivos… Una
larga lista de grietas cuyo olvido han promovido, creando el mito de un país
antes unido y ahora agrietado por culpa del pasado gobierno kirchnerista, chivo
expiatorio de todas las culpas y pecados.
En síntesis, la impunidad genera una grave
disociación de las relaciones sociales y de sentido. Al destruir la confianza,
vuelve a las víctimas ajenas a una historia que ya no sienten propia, en la
cual las relaciones que entraman la sociedad y sus mecanismos de estructuración
pierden inteligibilidad.
Cuando esto sucede, sólo la memoria externa,
colectivamente construida y reconstruida, comprometida con la búsqueda de un
sentido, puede abrir un espacio donde sea posible decir algo verdadero, algo
que pueda quebrar el núcleo de la impunidad restituyendo la referencia hacia un
tercero que fue puesto en el lugar del enemigo, y proteger contra el
resurgimiento del horror.
Es por esto que la condición para poder defendernos
de los embates deshistorizadores de la impunidad reside en lograr que dejemos
de referirnos sólo a nosotros mismos para dar cuenta de los excesos de la
dueñidad. Es necesario que seamos capaces de vernos como parte de un colectivo,
con una historia común en la que estamos entramados, y estar dispuestos a
prestar nuestra voz para que hablen los otros, los silenciados.
Es la única manera de recuperar el pasado e
iluminar el presente. La única forma de liberar el futuro.
La institución de la ley del dueño.
Consecuencias psicosociales de la impunidad
Hoy lo habitual es que desde los medios de
comunicación hegemónicos (sea por silenciamiento, por espectacularización o por
sobreinformación descontextualizada) se oculten las decisiones del actual
gobierno que promueven la concentración de la riqueza y la primarización de la
economía, los ajustes de la inversión social y el recorte de políticas
públicas, el cercenamiento de los derechos conquistados, el arbitrio en
cuestiones de justicia, los actos delictivos de los funcionarios de gobierno, y
la indefensión jurídica en que vive el pueblo. Todo lo cual constituye no sólo
un marco de ocultamiento sino de impunidad.
Como consecuencia, vivimos en una democracia más
formal que real, en la cual las políticas de depredación económica se sostienen
gracias a la culpabilización de sus víctimas, y los hechos de represión y
violencia institucional se intensifican y recrudecen en relación directa con el
incremento de la protesta social. Violencia que no se da exclusivamente durante
las protestas, sino que se extiende sobre todo tipo de situaciones,
particularmente contra los jóvenes y a edades cada vez más tempranas, como
hemos visto en la represión contra los niños de una murga en Bajo Flores y de
un comedor comunitario en Lanús. Se han vuelto a utilizar medidas represivas
que reproducen modalidades características de la dictadura genocida, incluyendo
la detención arbitraria y la desaparición, con una relativa garantía de que no
van a ser condenadas.
Paralelamente, avanza la censura contra las voces
contrahegemónicas que ponen en peligro las estrategias para ocultar la esencia
del conflicto social subyacente: el poder de arbitrio con que una minoría
socava el sesgo redistributivo que se dio a lo largo de los gobiernos
kirchneristas, disminuyendo brechas territoriales, de género y entre los
distintos deciles de la población según su nivel de ingresos. Un conflicto que,
como venimos desarrollando, no da cuenta de una situación histórica original: a
cada etapa marcada por políticas de industrialización y ampliación de derechos
políticos, económicos y sociales, le sobrevino un golpe de Estado para la
reinstauración de políticas conservadoras con impacto negativo sobre la
industria, el empleo y el desarrollo nacional, con alineamiento automático al
capitalismo financiero internacional y a la política exterior de Estados
Unidos. Sucedió en 1955, en 1966, en 1976, con intermediación militar, y vuelve
a suceder en la actualidad con un gobierno atendido por los propios dueños. De
ahí su necesidad estratégica de deshistorizar y renegar la memoria.
Es en este contexto que desde este poder arbitrario
se inoculan las representaciones sociales con que se generan falsas antinomias
entre posiciones éticas y sentimientos, entre el pasado y el futuro. Falsos
dilemas cuya intención es inducir a un posicionamiento en alguno de los polos
propuestos, excluyendo el análisis del conflicto subyacente.
Esta situación de arbitrio de la dueñidad, que como
ya señalamos es incompatible con la democracia real, ha impactado sobre los
hábitos y las definiciones acerca lo permitido y lo prohibido, lo lícito y lo
ilícito. Hábitos y definiciones que constituyen las reglas y los enunciados que
fundan las certezas necesarias de cuyo cumplimiento derivan los sentimientos de
pertenencia social de los individuos.
Como consecuencia de estas modificaciones, se ha
propiciado en la sociedad un estado de suspensión de la conciencia, y se ha
logrado construir un consciente colectivo sometido al arbitrio de los dueños,
donde los valores y la ley socialmente consensuados han sido sustituidos por
los valores y la ley del dueño.
Algunas de las consecuencias de este proceso son:
·
> La persistencia de sentimientos de temor,
indefensión e inseguridad, y de vivencias persecutorias. Los militantes, los docentes, los trabajadores, los
abogados laboralistas, los científicos, los empleados públicos, las personas
con discapacidad, los mapuches… son ejemplo de algunos de los grupos que
atraviesan estos sentimientos, a partir de ciertas situaciones. Uno de los
grupos bajo sospecha y persecución es el de los estudiantes secundarios,
acusados de efectuar llamadas intimidatorias con amenaza de bomba a las
escuelas. Una situación que por su abarcamiento territorial y la alta
concurrencia de llamadas al mismo tiempo habilita a sospechar que se trata de
una operación de los servicios inteligencia, en la que se previó el contagio de
la conducta entre los adolescentes, de modo que fuera replicada por algunos
estudiantes, propiciándolos como víctimas emisarias y chivos expiatorios. Lo
objetivo es que hay una enorme desproporción entre las llamadas realizadas y
las supuestamente identificadas, entre las cuales las mediáticamente expuestas
corresponderían a supuestos “militantes kirchneristas”, lo cual refuerza las
sospechas.
Todos estos grupos fueron victimizados.
En la mayoría de los casos los efectos de la ofensa continúan, y la impunidad
instituida refuerza el temor a que no cese o reaparezca la situación
traumática.
Por su parte, el recrudecimiento de los
mecanismos de represión y la habitualidad de la violencia institucional han
reactualizado la representación social del modelo represivo de la dictadura
genocida. Representación reforzada por el hecho de que no circula en el
imaginario social como mito o fantasía, sino que -como hemos descripto- se
apoya en su utilización como amenaza real por parte del gobierno. En
consecuencia, estas vivencias persecutorias son detonadas por algunos hechos
concretos, espectacularizados como parte de la estrategia de generación de
terror.
Consecuentemente, reaparecen
sentimientos persecutorios y de temor en quienes denuncian hechos represivos,
por las represalias de que pudieran ser objeto dada la falta de garantías
actuales.
Como consecuencia de la actualización
de estas representaciones, está volviendo a aparecer un estado de sospecha
acerca de las posibilidades de delación y denuncia en grupos de trabajo o
pertenencia, lo que obstaculiza la participación libre de sus miembros y el desarrollo
de la tarea que se proponen. Estado de sospecha que es alimentado por agentes
oficiales. Un ejemplo ya señalado es el de Laura Alonso, quien ha delatado con
sus superiores jerárquicos a quienes los denunciaron por actos de corrupción.
Otro es el de la Ministra de Seguridad Patricia Bullrich dando a publicidad el
nombre de un testigo protegido de la causa por la desaparición forzada de
Santiago Maldonado. Y más cercano a la experiencia cotidiana, la invitación a
padres y colegas para que denuncien a los docentes que traten en las escuelas
contenidos relacionados con los derechos humanos o hagan referencias políticas.
Quizás ninguno de ellos tan perverso como la citación a fiscalía a directores
de escuela, con la excusa de brindarles supuesta información sobre el avance de
las investigaciones en torno de los menores acusados por las amenazas de bombas
a sus escuelas. Perverso en tanto viola las garantías constitucionales y
procesales derivadas del status de menor y del secreto de sumario de las causas,
pervirtiendo la relación pedagógica que los vincula y victimizándolos al
ponerlos en el lugar de testigos de estas violaciones, con la pretensión de
obligarlos a tomar una posición frente al falso dilema de tener que fisurarse
de sus estudiantes o correr el riesgo de ser señalados como nuevos chivos
expiatorios.
·
> La afectación de los ideales sociales. Los ideales colectivos se
ofrecen como matrices identificatorias desde el contexto social y los miembros
de una comunidad los asumen como propios, asegurándose a través de ello sus
sentimientos de pertenencia social. Por el contrario, la represión política y
la impunidad proponen modelos inmediatistas que estimulan los mecanismos de
funcionamiento más primitivos del psiquismo, reforzando la impulsividad, la arbitrariedad,
la omnipotencia, la adicción, y la violencia carente de proyecto.
A través de los medios de comunicación
hegemónicos se opera en favor de la suplantación de los ideales colectivos por
los individualistas, entre los que se destacan especialmente los que responden
a la meritocracia como valor. No es casualidad, ya que el ideal meritocrático
colabora con el proceso de culpabilización de las víctimas, logrando encarnar
incluso en ellas mismas. De esta manera, al asumirse como responsables de su situación,
se desarticulan los mecanismos de resistencia a la exclusión. A través de este
proceso se propende a la ruptura de los lazos sociales de solidaridad, que se
reducen a las formas de la caridad, que son pasivamente aceptadas por las
propias víctimas, reforzando sus sentimientos de impotencia e inferioridad.
La sinergia que se produce entre los
modelos inmediatistas promovidos por la represión y la impunidad, y los valores
individualistas inoculados por los medios hegemónicos, opera en favor del
incremento de las conductas agresivas en la esfera social, en una dimensión y
frecuencia que supera a los años precedentes. Este incremento puede ser
rastreado en los índices sobre femicidios (1 cada 18 hs en la actualidad contra
1 cada 30 hs en 2015), en los índices de criminalidad (6,1 asesinatos cada 100
mil habitantes, contra 5,5 en 2015), en los ataques vandálicos a sitios
representativos del territorio de los enemigos (unidades básicas, centros
comunitarios, sitios de la memoria, esculturas emblemáticas) y subjetivamente
puede ser percibido como clima social en la calle, a través de la agresividad
que impregna las formas de vinculación cotidiana.
·
> La tendencia a la legitimación de la justicia
por mano propia. El agravamiento de la situación económica, la
crisis general en relación con ideales colectivos y la presencia de los modelos
totalitarios de represión política y de impunidad inciden en el incremento de
delitos. Frente a varios de ellos, sea por su capacidad para impactar
emocionalmente en la sociedad o por su espectacularización a través de los
medios de comunicación, se produce una vivencia colectiva en la que se exaltan
los sentimientos de violentación, de inermidad, y de inseguridad.
La exaltación de estos sentimientos se
potencia en contextos donde la impunidad instituida socava la confianza en que
el Estado ejercerá su función de impartir justicia. En consecuencia, se va generando un
cuestionamiento creciente sobre la validez de la renuncia al ejercicio
individual de la defensa para delegarlo en un Estado que no es capaz de hacerse
cargo de la delegación otorgada. Se va generando así en el imaginario social un
consenso favorable a cierto tipo de defensa personal -justicia por mano propia-
que es retroalimentado desde los medios por ciertos comunicadores que se
convierten en sus voceros, a la que exaltan como un ejercicio legítimo de la
defensa, pero que está inficionada por los modelos de impunidad: lo que se
busca legitimar es que el propio crimen, surgido de la venganza, tampoco sea
castigado. Un modelo en el que lo que se promueve es el derecho de un rico a
matar a un pobre.
La impunidad aparece entonces como un
síntoma social en el que simultáneamente hay cuestionamiento y
autorreproducción. Pero llega un momento en el que este tipo de funcionamiento
deja de operar como organizador psicosocial y la situación se desborda, de modo
tal que amenaza a los mismos que lo han promovido.
·
> Las propuestas para implantar la pena de
muerte. Los
mismos mecanismos que operan en la justificación de la justicia por mano
propia, son los que lo hacen en favor de esta propuesta, como supuesta
respuesta institucionalizada a la imposibilidad del Estado para garantizar
justicia por otras vías. No es casualidad que provenga de los mismos sectores
que reclaman la condonación y reducción de las penas para los responsables de
los más crueles tormentos y asesinatos perpetrados masivamente en nuestro país
durante la dictadura genocida cívico-militar. Así, colaboran en la generación
de confusión entre lo permitido y lo prohibido, que aumenta en el orden del
asesinato. Tampoco es casualidad que, en el registro histórico de nuestro país,
desde el fusilamiento de Dorrego en adelante, la pena de muerte haya sido
utilizada principalmente por razones políticas.
·
> Los numerosos hechos de represión y violencia
policial contra niños y adolescentes. Se trata de hechos que ocurren en situaciones
habituales de la vida cotidiana: niños bailando en una murga o sentados a la
mesa en un comedor comunitario, adolescentes parando en una esquina, volviendo
de un baile, o por no tener su documento de identidad... En la mayoría de los
casos son víctimas del accionar de la policía de gatillo fácil, o de la
práctica de la tortura o los golpes indiscriminados a los detenidos, también
indiscriminadamente. Lo distintivo de estas víctimas es que son accidentales
(podría haber sido otro) y que la mayoría de las veces se conocen los nombres
de quienes ejercieron violencia, su rango y la dependencia a la que pertenecen,
a pesar de lo cual sólo una proporción reducida de los casos ocurridos han sido
esclarecidos y se ha condenado a los responsables. Este es el contexto que hace
posible que los tres policías condenados a reclusión perpetua por la violación
y asesinato de la adolescente Natalia Melmann gocen de salidas transitorias.
Estas consecuencias psicosociales son producto de
un poder que necesita para sostenerse la creación de un consenso que actúe como
instrumento de control social. La ideología hegemónica, que busca la
construcción de un consciente colectivo sometido al arbitrio de la ley del
dueño, cumple esta función y permite su autorreproducción.
De lo que se trata es de construir un discurso
eficaz para incidir en la subjetividad, de tal forma que sea en el seno mismo
de la sociedad donde surjan ciertas ideas como lógicas, naturales e
inevitables. Este es el núcleo del fenómeno de la alienación.
En este proceso de alienación psicosocial, el
sujeto se desapropia de parte de sí mismo, en el orden del pensamiento,
perdiendo la capacidad de crítica en relación con ciertas ideas que le imponen
desde el exterior, a las que les atribuye un valor de certeza y las asume como
propias, convirtiéndose a su vez en portavoz. No hay un proceso consciente de
modificación de ideas ni se producen cambios conceptuales por vía del
pensamiento abstracto, de modo que observados desde fuera se advierte una
ruptura con el sistema de ideas, ideales y actitudes sostenidas hasta ese
momento. Incluso, las nuevas ideas impuestas pueden resultar antagónicas con
otras, de las que se esperaría un correlato.
Un ejemplo muy interesante fue la efectividad con
que se instaló durante la campaña electoral de 2015 la idea de que un cambio
era necesario, sin explicitar a qué tipo de cambio se hacía referencia. Era
habitual escuchar a diferentes personas, en diferentes situaciones, repitiendo
que después de 12 años de gobierno de un mismo signo era “necesario cambiar” y
“sí se puede”, sin dar cuenta de a qué tipo de cambio se referían, incluso aunque
en otros temas llegaran a oponerse a la idea de que un cambio es necesariamente
bueno per se. Hoy es posible escuchar como eco de aquella idea la justificación
de que “era necesario un cambio” como exculpatoria a pesar de la frustración
por los resultados.
Otra experiencia cotidiana es la inoculación
repetida a través de los medios de consignas breves, carentes de un contenido
claramente diferenciado, pero con fuerte impacto emocional, que no llegan a
articularse en un sistema de ideas, de modo que no permiten la construcción de
una argumentación. Lo que se produce, entonces, es una doble alienación: al
implantar ideas que se asumen acríticamente como propias, y al obstaculizar la
posibilidad de diálogo con otros por la imposibilidad de integrarlas en un intercambio.
Esta obstaculización se advierte claramente cuando
la consigna funciona como respuesta a un cuestionamiento o una afirmación que
se pretende descalificar, obturando el diálogo: “sí se puede”, “no vuelven
más”.
No es inocente, por lo tanto, que en los cambios
promovidos en las prácticas educativas y en la reforma educativa anunciada se
propenda a la anulación de los contenidos que favorecen el pensamiento crítico,
ni que desde el discurso oficial de desvalorice el ejercicio de la crítica como
constitutivo del pensamiento, llegando a asociárselo con una estrategia propia
del discurso militante, propio de la izquierda.
En los casos extremos de esta doble alienación, el
sujeto deviene irreconocible. Sin embargo, la alienación no requiere de una patología
personal previa, ya que se apoya en algunos procesos psíquicos, como el deseo
de disminuir la distancia con otro que se ha idealizado, y la expectativa de
fusionarse con los ideales grupales, concretando la tentación de volver a
hallar certezas, y excluir la duda y el conflicto. La mayoría de los sujetos
puede oscilar más fuertemente hacia este estado de alienación en condiciones
particulares, especialmente cuando hay violencia real ejercida desde el poder
dominante.
En estos casos en los que la alienación se entrama
con la violencia ejercida desde el poder, se induce a los sujetos a la
expulsión de todo lo que cuestiona al discurso dominante, a partir de la
afirmación de la existencia de dos únicas posiciones posibles: la
identificación con el ideal hegemónico o la identificación con lo negativo al
ideal.
Este proceso opera tomando una característica del
sujeto, a la que se transforma en marca de identidad. Esa marca puede quedar
ubicada en el lugar de la máxima valoración o de la máxima denigración, a
partir de las cual se valoran comparativamente los sujetos, a los que se ubica
en una de las dos categorías posibles definidas por ese único rasgo. Los K son
corruptos, los seguidores de Carrió son republicanos, los mapuches no son
argentinos, los abogados laboralistas son parte de una mafia, los sindicalistas
ponen palos en la rueda. Se configura así un tipo de discurso que constituye la
estructura misma del prejuicio: una creencia básica que organiza la
aproximación a ese objeto al que se ha reducido al otro. Un ejemplo interesante
se vio en el programa de Gustavo Sylvestre en C5N el 23/10/17, cuando el
recientemente electo diputado Arroyo (1País) afirmó que el yrigoyenismo había
emergido defendiendo los derechos de la clase media, el peronismo defendiendo
los de la clase trabajadora, y que la próxima fuerza popular que emerja será la
que represente a los desocupados, separando en su discurso las categorías clase
media – trabajador -desocupado, como si dieran cuenta de sujetos diferentes, y
asociándolos a identidades políticas exclusivas, excluyentes y estancas.
Si bien el prejuicio opera sobre la forma de
aproximación al objeto obstaculizando la posibilidad de encuentro y diálogo, no
preexiste a la construcción del discurso dominante, sino que éste lo crea para
exaltar las diferencias necesarias que permitan mantener un a priori de
superioridad. Por lo tanto, la construcción del prejuicio es un mecanismo de
legitimación del discurso dominante. Y por eso no puede ser comprendido al
margen de las determinaciones económicas, sociales e históricas subyacentes.
Pero además el prejuicio cumple con una función de
sostén de la cohesión grupal, al ofrecerle a sus integrantes la convicción de
que son y poseen algo que les es propio y que los convierte en superiores a los
demás. Esta creencia puede llegar a constituirse en un dogma que justifique
actitudes agresivas o destructivas, de las que puede valerse el poder a través
de una oferta racionalizadora que permita liberar los impulsos más agresivos
bajo la justificación del bien común.
El bien común, entonces, pasa a ser una falacia de
la que se vale el poder para justificar su arbitrariedad y sus abusos. Bien
común cuyas características son definidas por la minoría con poder de dueñidad,
y que por lo tanto no da cuenta de un derecho genuino ni de la consideración
equitativa de las necesidades de la mayoría. Un bien común que se sacraliza,
erigiendo como regla al maniqueísmo absoluto que separa el bien del mal, y
habilitando el empleo de todos los medios en su defensa.
Se pierde así el sentido de la alteridad, concepto
político que implica el reconocimiento del otro como semejante, con derecho a
disfrutar de los mismos derechos y garantías constitucionales que le da su
condición de ciudadano. Como consecuencia, toda la comunidad resulta dañada al
haber perdido la protección que las leyes, volviéndose vulnerable a la venganza
y la retaliación.
La impunidad de los crímenes cometidos por un
Estado autoritario en nombre del bien común, tiene consecuencias dramáticas que
se prolongan en el tiempo con pocas posibilidades de atenuarse. Aunque se
restablezca un Estado de Derecho con plenas garantías constitucionales, la
sombra del tiempo vivido en estado de desprotección es difícil de superar y
elaborar. Y si no hay sanción social de los culpables, no sólo están dañadas
las víctimas directas del poder del arbitrio, sino la sociedad toda.
No importa cuántas sean las víctimas del arbitrio
sobre sus cuerpos o de la privación de sus derechos. Directa o indirectamente,
obligándola a convertirse en testigo de los vejámenes cometidos contra otros,
la mayoría lo es. Incluso aquellos que callan con un silencio que los
brutaliza.
Quienes resistimos ante los intentos de
adormecimiento de nuestra conciencia, no contamos víctimas. Lo que cuenta es
que estamos en una sociedad en la que la figura de la desaparición forzada
volvió en Santiago Maldonado, y -por ahora- está impune.
Nuestra indefensión ante el arbitrio totalitario de
los dueños hace indispensable la existencia de una sociedad con garantías y
derechos, con inmunidad cívica, que nos permita sentirnos protegidos. La
resistencia necesaria para hacerle frente al proceso de alienación al que los
dueños en el gobierno someten a nuestra sociedad, está dada fundamentalmente
por el ejercicio de alguna forma de práctica social que funcione como respuesta
colectiva al discurso alienante. Es en la acción compartida donde se construyen
las representaciones sociales contrahegemónicas, donde surgen otros enunciados
identificatorios, y donde se abren espacios de reflexión que permiten elaborar
discursos y modelos sociales diferentes.
Para que estas prácticas contrahegemónicas logren
revertir el proceso de alineación con que se inocula la ley de los dueños, es
imperativo que se orienten hacia la recuperación de la doble función de
reparación simbólica de la justicia: psíquica y social. Desde el punto de vista
psíquico, es necesario que los dueños del poder paguen por los crímenes que
cometieron, que queden inscriptos en un orden social y cultural donde la
exclusión, la tortura y el asesinato no estén legitimados. Para que el impulso
personal de venganza sea sublimado es imprescindible que se recupere la
prohibición social, y que se establezca que hubo delitos y que los responsables
deben ser sancionados proporcionalmente a los delitos que cometieron. Sin esta
sublimación, no será posible la reparación simbólica desde el punto de vista
social, que requiere que se frenen los atropellos, que no haya más víctimas, y
que cese la violencia.
La construcción y participación en los espacios
colectivos de reflexión que nos permitan comprender la sociedad en que vivimos,
ponernos del lado de los desheredados y de los oprimidos, y elaborar discursos
y modelos sociales contrahegemónicos constituye, además de un desafío y una
exigencia de nuestra capacidad de producir y de crear, un ejercicio de
verdadera libertad.
Por Viviana Taylor