Baja de la edad de imputabilidad
y políticas de integración
Por Viviana Taylor
Casi coincidentemente con la
noticia de que quien presuntamente le disparó a Brian Aguinaco (el niño
asesinado en Flores cuya muerte originó un levantamiento de vecinos contra la Comisaría
38, cuya cúpula fue removida) también es menor, comenzó a multiplicarse entre
los programas televisivos de panelistas el debate sobre la baja de la edad de
imputabilidad. Sin dudas, la mejor estrategia para crear opinión pública: su
alto grado de efectividad deriva directamente de la superficialidad con que se
presentan los temas, volviendo innecesario el esfuerzo que implica comprender y
repensar argumentos, sólo apelando a la pura emocionalidad. La mejor muestra de
por qué el gobierno propone la abolición del pensamiento crítico.
Instalado el tema, no tardó en aparecer
la opinión del ministro de Justicia y Derechos Humanos Germán Garavano, quien
aseguró que “hoy la posición del Gobierno es que hay una situación en esa franja de
15 años que debe ser abordada por la ley, pero en base a consensos con UNICEF y
todo el arco político”. Y que la idea es comenzar “una discusión seria” en
2017 para darle tratamiento legislativo “recién en 2018, lejos de las elecciones”.
Y, si bien manifiesta estar de acuerdo
con UNICEF en el problema que es necesario abordarlo desde la reinserción
laboral y escolar, no lo está en que no sea necesario bajar la edad de
imputabilidad.
A contramano y contrapelo de la opinión mediatizada, creo que es necesario partir de algunas consideraciones previas, a modo de fundamento para tomar posicionamiento.
La infancia y la adolescencia –tal y como las conocemos
y entendemos- son una construcción histórica, cuyas características pueden ser
esquemáticamente delineadas a partir de la heteronomía, la dependencia y la
obediencia al adulto a cambio de su protección. Heteronomía que significa la necesidad
de ordenar la conducta según reglas impuestas por otros, y de ahí la
dependencia y obediencia al adulto, autónomo por definición.
Como resultado de esta concepción, la institución
escolar se constituyó en el dispositivo para encerrar a la infancia y a la
adolescencia: un encierro material, físico, en el que el ser alumno equivale a
ocupar el lugar heterónomo de no-saber, contrapuesto al lugar del docente que
es el del adulto autónomo que sabe, y en virtud de este saber es quien enseña.
Una institución en la que se niega la existencia de todo saber previo al
ingreso a ella, a menos que coincida con los que en ella se transmiten.
Una institución en la que ser alumno no es otra
cosa que ser un cuerpo que –en manos de un educador- debe ser formado,
disciplinado, educado. Y que por indefenso, ignorante y carente de razón, debe
obediencia a quien lo guiará hacia la autonomía en la que la obediencia ya no
sea necesaria.
¿Hasta dónde es posible sostener, en la actualidad,
esta idea de un cuerpo heterónomo, obediente, dependiente de las decisiones de
los adultos?
Uno de los temas emergentes de los estudios sobre
la Posmodernidad fue el quiebre del concepto de infancia/adolescencia: si bien
a lo largo de la historia el concepto fue cambiando, lo común era que dicho
concepto era hegemónico y único. En cada momento histórico hubo una forma de
considerarlas y definirlas.
A partir de la década del 90 del siglo pasado, este
concepto se fracturó dando lugar a la descripción de una infancia/adolescencia
desrealizada: los chicos que se volvieron independientes al reconstruir
una serie de categorías morales propias –ligadas a la supervivencia- que les
brindan cierta autonomía económica y moral.
Niños y adolescentes no obedientes ni dependientes,
con alto riesgo de ser excluidos de las relaciones
de saber escolarizado (porque van poco a la escuela o han dejado de ir; o
porque obtienen mínimos beneficios de su escolaridad).
Si bien niños y adolescentes excluidos y autónomos
existieron siempre, hasta la consolidación del neoliberalismo en los 90, había
consenso en que la escuela pública era el ámbito capad de absorberlos. Esta
concepción pasó a ser fuertemente cuestionada, dando lugar a la noción de infancia/adolescencia
incorregible: encarnada por los niños y adolescentes marginales, sin retorno, para los que se discuten la
baja en la edad para la imputabilidad de
los delitos penales, y –llegado el caso- se discutirá la pena de muerte cuando
se la ponga sobre la mesa para todos.
Dicho de otra manera: el problema no consiste en
que haya aumentado el número de niños y adolescentes habituados al robo, el
asesinato, la prostitución o la comercialización de sustancias prohibidas. Lo
que había cesado en los 90 (y vuelve con el modelo neoliberal encarnado por el
gobierno del PRO/Cambiemos porque forma parte de su concepción de entramado
social) fue el convencimiento de que es posible darles respuestas que impliquen
su reinserción. Y junto con este cese, se ha producido una retirada de la
exclusividad que hasta entonces tenían la Pedagogía y la Psicología Educativa
en la producción de discursos sobre esta infancia y la adolescencia, con lo que
dejaron de ser llamados “niños y
adolescentes”, para convertirse en “menores”.
Menores cuyo lugar ya no es la escuela, sino el instituto, el centro de derivación,
el correccional o la cárcel. Las nociones de infancia y adolescencia ya no
responden a un discurso pedagogizado, sino judicializado.
Por supuesto que esta situación se fue gestando en
un proceso más amplio. Ya a fines de la década de los 80, la pedagoga Cecilia
Braslavsky escribió un libro titulado Juventud: informe de situación, en
el que daba cuenta de la existencia de cientos de miles de jóvenes que no
estudiaban ni trabajaban por un lado, y de jóvenes que estudiaban y trabajaban,
por el otro. Todavía hoy podemos decir que ambos grupos siguen siendo reflejo
del proceso por el cual ingresamos en alguna de las dos principales arterias de
la condición social adulta actual: la sobreinclusión o la exclusión.
Según
la socióloga Susana Torrado, los chicos que nacieron entre 1975 y 1985 son los
que peor la pasaron porque mayoritariamente se socializaron en lugares de
exclusión. Constituyeron, por lo tanto, una generación de difícil reinserción: podemos
rastrearla como la generación cuya participación fue predominante en las diferentes
formas de conflictividad social durante los años 2001/2002, y la que conformó mayoritariamente
ese gran grupo militante que se comenzó a conformar después del que se vayan todos.
Los adolescentes actuales –mayoritariamente hijos
de esta generación de adultos descripta por Susana Torrado- corren el riesgo de
repetir la experiencia de sus padres. La socialización en lugares de exclusión
lleva a la pasividad, a no esperar nada de los demás. Los discursos
meritocráticos no hacen más que reforzar esta creencia: se les propone un
modelo basado en el puro voluntarismo, cuando su experiencia cotidiana es tener
que enfrentar un exterior que los
limita. Así, en una aparente paradoja estratégicamente planificada, lo que se
refuerza es la creencia en que el futuro no depende de lo que ellos hagan. Estos
discursos y estrategias son el exponente de una cultura en la que el
pensamiento realista y constructivo está amenazado. Discursos y estrategias que
convencen a los jóvenes que se sienten excluidos de ella de que el futuro bien
puede arreglárselas sin sus aportes.
Se
trata de un fenómeno de tal profundidad que incluso se verifica en un
cambio radical en la perspectiva juvenil con respecto al tiempo libre. Ya no
incluye la ocupación en hobbies,
deportes o lecturas. Ahora es tiempo libre aquel en el que no se hace nada. La
nueva lógica es que no hacer nada es hacer algo.
Una gran parte de ellos son los adolescentes y
jóvenes que ya no pueden aspirar a tener un nivel de vida como el que habían
alcanzado sus abuelos y el que alcanzaron los padres (la primera generación en
su historia familiar en que las garantías de movilidad social ascendente se habían
roto, pero que pudieron reorientar –al menos parcialmente- su biografía durante
los 12 años del gobierno popular kirchnerista). Estos adolescentes y jóvenes
son testigos de una experiencia hasta ahora inédita: la rápida frustración de
las garantías de movilidad ascendente que no requirió más tiempo que el primer
año de la vuelta del neoliberalismo de la mano del PRO/Cambiemos. Una
experiencia que permite suponer que lo que va a consolidarse es una tendencia
de movilidad descendente. En consecuencia, la mayoría le teme al futuro: tienen
la convicción de que no podrán conseguir un buen empleo, sostener su propia familia,
ser alguien. Con la presión adicional
de la omnipresente meritocracia les advierte que están ante la última posibilidad
de orientar su biografía: lo que no hagan ahora, ya no podrán hacerlo.
Este escenario no es exclusivo: su mundo adulto de
referencia también se halla fracturado en su autonomía y su independencia. Un
mundo cada vez más extendido en el que la proporción de los trabajadores
informales vuelve a aumentar frente a los trabajadores del pleno empleo, a la
par que el universo general de trabajadores disminuye. Un mundo que vuelve
instalar la aspiración de empleo estable como utopía, y el empleo como períodos
sucesivos intercalados con largos períodos de desocupación. El mundo que vuelve
a proponernos el proyecto neoliberal –después de doce años continuados de un modelo de inclusión con desarrollo- es uno
en el cual se ha perdido la continuidad de la idea de que lo normal es trabajar
todos los días, en un empleo formal con todas las garantías y todos los
derechos laborales.
A pesar de que los estudiosos de este fenómeno ya
lo anticipaban durante los años 90 hoy sabemos sin lugar a dudas –porque ya nos
tocó transitarla- que esta situación no es inmediatamente modificable con la
creación de nuevas fuentes de trabajo: la experiencia de socialización en este
modelo de exclusión impacta fuertemente en la construcción de la subjetividad y
en las formas de percepción de la vida social. El
futuro se avizora como un horizonte plagado de posibles frustraciones, por lo
que ser joven se vuelve en un objetivo en sí mismo, una especie de presente
continuo que no se define por ningún proyecto que lo trascienda.
Es
imprescindible que tomemos conciencia de una vez de que tenemos que atender con
urgencia, de un modo efectivo, esta situación: la exclusión es un proceso más que de estado. Y no es posible abordarla
si no se ponen en relación lo que está ocurriendo –por un lado- en las
situaciones de marginalidad extrema, de aislamiento social, y de pobreza
absoluta con –por el otro- la configuración de situaciones de vulnerabilidad,
de precariedad, y de fragilidad que con frecuencia las preceden y alimentan.
Operar sobre ella, por lo tanto, no estriba
únicamente en una cuestión de mejora de sus ingresos, sino que concierne
también al lugar que se les procura a los excluidos en la estructura social,
incluyéndolos.
Por eso es imprescindible actuar antes de que la exclusión se produzca:
operar sobre esa zona de vulnerabilidad en la que se produce el enfriamiento
del vínculo social que precede a su ruptura. En lo que concierne al trabajo
significa atacar la precariedad del empleo, y en el orden de la sociabilidad
implica fortalecer los soportes proporcionados por la familia y el entorno
familiar, en tanto y en cuanto dispensan la protección próxima.
Lo que estos jóvenes necesitan no son estrategias
de disciplinamiento y represión, sino mecanismos para religarse al sistema. Y
es función indelegable del Estado articular estas estrategias de inclusión.
Estrategias que fueron abundantes y diversas durante los doce años de gobierno
popular kirchnerista: AUH, planes PROGRESAR, PROCREAR, Jóvenes con más y mejor
trabajo, Mi primer vuelo, Estímulos para estudiantes, Becas Bicentenario, Programa
de repatriación de científicos, creación de universidades, creación de escuelas
y jardines, extensión de la escolaridad obligatoria, ampliación del calendario
de vacunación gratuita y obligatoria, Coros y Orquestas Infantiles y Juveniles,
Centros de Actividades Infantiles y Juveniles, universalización del beneficio
previsional y Ley de Movilidad Jubilatoria, paritarias, promoción de créditos
blandos para PyMES…
Estrategias que se abandonaron –o directamente
fueron combatidas- durante el último año, con la asunción del PRO/Cambiemos al
gobierno.
No podemos soslayar el hecho de que cuando se ve
amenazada la integración a través del trabajo, también recae la amenaza sobre la
inserción social al margen del trabajo. La ascensión de la vulnerabilidad no es
únicamente la precarización del trabajo, sino la consecuente fragilización de
los soportes relacionales que aseguran la inserción en un medio en el que
resulta humano vivir. Se podría mostrar que, al menos para las clases
populares, existe una fuerte correlación entre una inscripción sólida en un
orden estable de trabajo, al que van anexas garantías y derechos, y la
estructuración de la sociabilidad a través de las condiciones del hábitat, la
solidez y la importancia de las protecciones familiares, la inscripción en
redes concretas de solidaridad entre las cuales las provistas desde y por el
Estado ocupan un lugar privilegiado: por universales, por equitativas, y por
estratégicas, ya que pueden orientar sus acciones concretas hacia los objetivos
de los modelos de producción y Estado que se pretenden desarrollar y
consolidar, como se puede ejemplificar a través de las que he enumerado en el parágrafo
anterior. En la medida en que la protección social está fuertemente ligada al
trabajo protegido, una desestabilización de la organización del trabajo implica
socavar las raíces de las políticas sociales.
Es inevitable –y está bien que así sea- que la sensación
de vulnerabilidad que hoy compartimos permanezca adosada al recuerdo de un modelo
de Estado por el que nos sentíamos protegidos y a su posterior desaparición.
Es por esto que el tratamiento actual de la
vulnerabilidad social no podría ser el mismo que el de los años ‘30, cuando el
Estado aún no había desplegado una base suficientemente sólida de protección.
No equivale a partir de cero como si no existiese una memoria social, que es la
memoria de la existencia de una protección social. Ni equivale a partir de los
años 80, cuando el neoliberalismo aún no había concretado sus amenazas de
exclusión. Pero tampoco después de haber vivido los tres períodos de gobierno
nacional y popular presididos por Néstor y Cristina Kirchner.
Tampoco podemos desconsiderar que la Argentina,
como todas las sociedades contemporáneas atravesadas por los procesos de
globalización cultural y económica promovidos por el neoliberalismo, ha sufrido
una crisis aguda de las identidades. Una crisis de las maneras en que los
ciudadanos nos imaginábamos dentro de colectivos. En la modernidad, las
opciones eran variadas e inclusive podían superponerse: uno era ciudadano, pero
a la vez trabajador/a, joven, hombre/mujer, universitario/a; peronista –y se
podía aclarar “de izquierda”-, gordo/a e hincha de un club de fútbol. Muchas
veces, todo eso junto.
Pero hoy tenemos la memoria de un mundo que ya
hemos vivido y que ha vuelto, en el que
el trabajo se dedica a expulsar, ser joven es delito, ser peronista significa un
estallido de significaciones y a la traición menemista se le han sumado otras más
dolorosas, ser gordo es un estigma, y las grandes tradiciones de inclusión
ciudadana se ven amenazadas por las duras políticas de exclusión social que se
promueven desde las tribunas de opinión mediática y se concretan desde un
gobierno de y para ricos.
Parecen quedar pocas posibilidades de identidad
fuera de discusión. Apenas ser hincha de algún equipo, y –quizás-
participar de alguna tribu urbana. El problema con estas formas de
identidad hoy toleradas es que no son ni pueden ser políticas y, por lo tanto, la discusión por la inclusión y la ciudadanía
se diluye en una forma de ciudadanía menor, confortable y mentirosa. Pero, por
otro lado, la intolerancia es radical frente a las identidades políticas: se
las concibe como lo absolutamente otro,
y el deslizamiento de la consideración del otro como rival al otro como enemigo
es inevitable.
El ejemplo más concreto es la insistencia desde los
medios corporativos en que “el kirchnerismo está muerto”, “no vuelven más”: la
negación de la existencia del otro, lejos del contacto tolerante de la sociedad
democrática, implica aceptar que el otro puede desaparecer, ser suprimido; o lo
que es peor, que debe ser suprimido. Y junto
con él, todo lo que lo representa: su proyecto político, los derechos
reconocidos, las conquistas y logros alcanzados.
En síntesis, si se quiere intervenir sobre la zona
de exclusión para dar una respuesta efectiva a los problemas derivados de la
ruptura de la trama social que las propias políticas del gobierno actual están
provocando, las estrategias centradas en la vigilancia y la represión no son
las más adecuadas. No se trata de construir un aparato represivo estatal para
responder a la protesta social, ni de bajar la edad de imputabilidad para
afrontar el aumento de los índices de criminalidad (que, por otro lado, se sostiene
que está en baja, deslegitimando la necesidad de sus propias propuestas). Es
necesaria otra modalidad de intervención social, remontando la corriente hasta
la zona de vulnerabilidad, que es la zona de la precarización del trabajo y de
la fragilización de los pilares de la sociabilidad (el marco de vida, la
vivienda, la economía de las relaciones de vecindad, las políticas de empleo).
Estas políticas de intervención deben poner el
acento en la formación. Se trata de mejorar las capacidades de quienes poseen una
baja cualificación y que por esto se encuentran en situación de inempleabilidad.
Este objetivo es muy limitado cuando al
mismo tiempo la lista de las cualificaciones se eleva incesantemente en
función de criterios incontrolados o discutibles, como cuando las empresas
contratan a candidatos supercalificados o cuando la formación permanente
funciona como una selección permanente que crea inempleables al mismo tiempo
que mantiene a algunos en el empleo, o cuando la búsqueda de una flexibilidad
extrema desestabiliza completamente la política de personal de una empresa. Si
formación y empleo forman efectivamente una pareja, su articulación no puede
ser eficaz poniendo únicamente el acento en la formación. Es necesario,
paralelamente, fomentar la creación de empleo decente.
En consecuencia, dado que las dinámicas de
exclusión están actuando antes de que se llegue a la exclusión, difícilmente se
la podrá eliminar si se persiste en contemplarla bajo el exclusivo prisma de
las preocupaciones relativas a la lucha contra los excluidos. El despliegue de
este tipo de políticas apenas podría servir de pobre coartada para el abandono
de las verdaderas políticas de integración.
Viviana Taylor