Entre dos 19 de Diciembre
Por Viviana Taylor
Voy a apelar a la memoria
emocional, porque sobre hechos objetivos y sus interpretaciones suelo escribir
mucho. Este blog es testimonio de eso.
Es que veo la fecha en la barra
inferior de esta computadora en la que estoy trabajando desde temprano, y algo
resuena…
Viene desde lejos. Debe venir de
lejos, porque hay una generación completa que necesita que se lo recordemos
porque no lo ha vivido o eran muy pequeños. Y otros que parecen haber olvidado.
Recuerdo que ese miércoles 19 de
diciembre de 2001 había pasado la noche aterrorizada. No era la primera vez que
nos asolaban los saqueos. Ya los habíamos vivido a fines del gobierno de
Alfonsín y a principios del de Menem. Pero ahora estaba sola con dos niños pequeños.
Y durante toda la noche entre el 18 y el 19 había sonado el timbre de mi casa:
tenía que atravesar un patio de cerca de 25 metros hasta el portón, pero estaba
oscuro, el griterío que venía de la calle era mucho, y no me animé a hacerlo. Contestaba
también a los gritos desde la ventana apenas abierta, y cada vez distintas
voces me invitaban a acercarme a la esquina, desde donde ya me llegaba el denso
humo de cubiertas de auto, donde una hoguera recalentaba más los cuerpos y los
ánimos de esa agobiante noche de verano.
A la mañana llamé un remís para
llevar a mis hijos a la casa de mis padres. Me daba miedo tenerlos conmigo.
Tuve que caminar los 150 metros hasta Primera Junta porque no entraban a la
cuadra: la esquina –ahora solitaria. seguía cortada con los restos que había
dejado el fuego antes de apagarse.
Y a pesar de las quejas de mis
padres quejas, volví a mi casa: no quería dejarla sola. Ya habían saqueado
algunos domicilios, decían las voces de vecinos que se multiplicaban, y estaba
mostrando la tele.
Tampoco acepté los reclamos de mi
padre que insistía en ir a pasar la noche conmigo: lo quería en su casa, cuidando
a mis hijos. Era mi garantía de alguna serenidad. Entendió. No volvió a pedirme
que me quede ni a ofrecerse a acompañarme. Ni esa noche ni las que siguieron.
No hasta poco más de un año
después, después de que tuve que dejarla porque ya no podía mantenerla, y la
vendí para pagar deudas y comprar otra más –mucho más- pequeña. A la que sí
entraron a robar. Dos veces. Y no volví a pasar una noche fuera de mi casa
durante muchos años.
Vuelvo en el recuerdo a esa
mañana del 19. Caminé las poco más de 25 cuadras que separaban la casa de mis
padres de la mía. Era cerca del mediodía pero todos los negocios estaban
cerrados. El supermercado Día de Primera Junta cercano a la Plazoleta tenía la
persiana metálica arrancada. En la vereda todavía había harina y otros
alimentos desparramados. Dos empleadas los miraban, entre preparándose para
limpiar y azoradas.
Al seguir avanzando por Primera
Junta hacia mi casa (que estaba casi llegando a Ruta 8) vi la misma situación
multiplicada. Un negocio tras otro con sus persianas violentadas. Y todos
cerrados.
No. No todos. Ya casi llegando a
mi casa había una carnicería con la persiana apenas levantada. Me acerqué y
agaché para mirar por debajo de ella y pregunté si estaban atendiendo. El
carnicero me observó, se acercó y constató que estuviera sola. Me dejó pasar:
durante 6 años había pasado por la puerta de su negocio casi a diario y había
comprado muchas veces. Pero ese día era una sospechosa más. Y así me sentí. Me
atendió rápido, y yo tampoco quería demorarme más de lo necesario. Sólo tenía
unos pocos pollos. Compré dos.
Esos pollos fueron la cena de
Navidad unos días más tarde.
No fui a la Plaza. Me quedé en mi
casa parapetada, aterrorizada, con el consuelo de saber que mis hijos estaban
en otro lado, con mis padres y a metros de la comisaría de San Miguel –como si
eso constituyera un refugio más seguro que el mío-. Cuando nos domina el miedo
nos aferramos a lo que esté a mano: cualquier palenque nos parece útil cuando
sentimos que tenemos que detener la caída al infierno.
Parapetada. Trabé las puertas con
muebles y yo tampoco levanté las persianas.
Me recuerdo paralizada
frente al televisor, viendo todo lo que sucedía (eso creía: lo que me
mostraban) y preguntándome qué mierda estaba esperando De la Rúa para
renunciar. Cuando decretó el estado de sitio recuerdo que pensé que los (nos)
iban a matar a todos.
Recuerdo que entonces comencé a
preguntarme si ya había muertos. Cuántos muertos. Qué no nos decían.
Tenía internet pero todavía no
existían las redes sociales. Ni los blogs. Lo poco de lo que me enteraba fuera
de lo que transmitían los medios era lo que leía en las salas de chat. Pero
quienes podíamos chatear estábamos en nuestras casas o en locutorios: tampoco
había smartphones. No estábamos en la Plaza. Ni en las entradas a Buenos Aires.
Ni en las calles. Los comentarios que nos llegaban eran los que alguien había
escuchado que alguien le había contado. Y eran bastante repetidos: desde el
barrio vecino venían hordas por nosotros… Y en la Plaza, en el obelisco, en las
calles, los estaban matando a todos.
Hoy escucho a funcionarios (no ya
en campaña, en el ejercicio de su recién estrenada función) hablando de pesada
herencia.
Una pesada herencia de un país de
pie, no de uno listo para lanzar piedras.
Una pesada herencia que despidió
a su Presidenta con una Plaza llena de abrazos y agradecimiento, no reclamando
la renuncia de un ministro de economía primero, que rápidamente se transformó
en el reclamo de renuncia de un presidente.
Una pesada herencia con récord de
empleo y reconocimiento de haber alcanzado la meta de “hambre cero”, no con
récord de desempleo y pobreza.
Una pesada herencia con un
sistema educativo que ha extendido los años de escolaridad obligatoria, que ha
reducido el analfabetismo y la mortalidad infantil, que ha aumentado el
calendario de vacunación gratuita, el porcentaje de matriculación y la
terminalidad de los estudios. Un país con una creciente industrialización y las
escuelas técnicas otra vez en marcha. Una pesada herencia de inclusión de
sectores sociales tradicionalmente excluidos.
Una pesada herencia de un país
dentro del mundo, no en las listas de clientes privilegiados de los organismos
financieros internacionales.
Es la pesada herencia de los que
no queremos dar ni un paso atrás, y esperamos seguir avanzando hacia delante.
Todos. Y todas. Incluso quienes nos acusan de la pesada herencia y nos tildan
de KKs, rochos, choriplaneros.
Pero de pronto veo la fecha en la
barra inferior de la pantalla de mi computadora mientras leo las últimas
noticias sobre las últimas medidas del último día de este nuevo gobierno.
Y como hace 14 años me pregunto,
cuando vaya a comprar a la carnicería, a cuánto estará el pollo.
Viviana Taylor