Voy en micro
(sin chori y sin coca)
Viviana Taylor
Mucho se va a hablar a partir del domingo de la fiesta en
que se convertirá el acompañamiento de quienes apoyamos a nuestra Presidenta y
a este modelo, cuando Cristina dé apertura al año legislativo. Fiesta que -aunque
tendrá su epicentro frente al Congreso de la Nación- se multiplicará frente a
las pantallas de los televisores, al lado de la radio y en otros puntos del
país.
Mucho. Y seguramente durante unos cuántos días.
Como mucho se habló y se continúa hablando de la marcha-protesta del 18F.
Mucho. Y seguramente durante unos cuántos días. Como
mucho se oirán comparaciones entre una y otra.
Pero no es ahí donde quiero poner la mirada. No me
interesa poner el foco en lo que sin dudas resultará superabundante.
Sí voy a detenerme, en cambio, en algo tangencial.
En un comentario. Un simple, llano y repetido comentario que no calificaría
para ser analizado si no fuese porque su
repetición lo ha convertido casi en una explicación que no requiere
justificaciones cada vez que se produce un acontecimiento popular de este tipo:
“Están ahí porque los llevan en micro”
“En micro y por el choripán”
“En micro, y por el choripán y la coca”
“En micro, por el choripán y la coca, y les
pagaron $100 por cabeza”
Me sorprende
que en la extensión de las dádivas a casi nadie se le ocurra agregar la
marihuana y algo de cocaína… Una falta que demuestra que este tipo de
explicaciones viene siendo replicado por quienes poco y nada saben –realmente,
en concreto- de lo que son las relaciones clientelares.
Me sorprende pero no me extraña: suele suceder que con
más certeza habla quien menos sabe.
Vamos por partes.
Si se hace un cálculo rápido a partir de los micros
que estabarán estacionados en las cercanías del Congreso y en los que llegarán
grupos desde el conurbano y el interior del país, apuesto (hoy, dos días antes)
a que de ninguna manera se explicará la magnitud de la afluencia de personas.
Claro que muchos van a llegar en micro. ¿Cómo se supone que podrían llegar, si no, las
agrupaciones militantes, sociales, barriales y de cualquier otro tipo cuyos
integrantes quieran congregarse para estar juntos?
Algunas ya convocaron en sus sedes y llegarán
caminando.
Otras lo hicieron en micros.
Algunos cuántas más prevén viajar en tren, e imprimirle festejo a los vagones. Y, de paso,
festejar su recuperación.
Tampoco
faltarán quienes lleguen a pie –solos, entre amigos, con su familia y desde sus
casas- porque las distancias lo permiten.
La apelación a la presencia de los micros es la
expresión más superficial del prejuicio acerca de que si alguien va a un acto
político en adhesión, apoyo o festejo, es porque se lo ha llevado, va contra su
voluntad, engañado o comprado.
Por supuesto, el prejuicio no se aplica cuando se
convoca para la queja, la resistencia o la protesta. Después de todo, el 18F
también llegaron personas a la Plaza en micros, y a nadie se le ocurrió
explicar de esta manera parte de la asistencia.
El agregado de los choripanes, la coca, y los pesos
son la simple apelación a un refuerzo falaz del argumento. La apelación a
una matriz de interpretación sobre las relaciones en la política que ya no son
las que definen el vínculo entre los representados y sus representantes. Ya no,
al menos, para la mayoría de los casos. Porque si algo ha cambiado en estos últimos
12 años son los vínculos entre los líderes políticos y quienes se sienten por
ellos liderados. Un cambio que, quienes los ven desde fuera y no se acercan lo
suficiente como para poder comprenderlos, persisten en explicar con matrices
interpretativas que ya no son efectivas.
Antes de continuar quiero hacer una acotación.
Cuando hablo de matrices interpretativas estoy haciendo referencia a
esos modos de interpretación de la realidad que hemos construido a través de la
experiencia: con lo que hemos vivido, lo que hemos visto, lo que nos han
inculcado, los valores en los que hemos sido formados y encarnamos, los principios
y creencias que nos definen… En fin, modelos que portamos, casi siempre
inconscientemente, y que condicionan nuestra manera de pararnos frente a la
realidad, cómo la interpretamos, las decisiones que tomamos, cómo actuamos.
El problema con las matrices es que se vuelven
cómodas. Una vez construidas están ahí, disponibles para ser usadas. Y las
usamos… aunque se revelen insuficientes
o inadecuadas. Simplemente porque son las que tenemos.
Esto es lo que sucede cuando se exagera la
importancia de la presencia de los micros, y se refuerza mentirosa pero
efectivamente el argumento con chorizos, coca cola y dinero. Es el forzamiento
de la matriz de interpretación para que cierre. Porque si no cierra, hay que
construir otra… y el proceso de romper con lo que se cree sobre la
realidad y construir formas nuevas no es sencillo. Y -a veces- hasta duele.
Apelar a una matriz por inadecuada que sea, no es
necesariamente un acto de inmoralidad, de falta de inteligencia o de falta de
criterio de realidad. Porque no estoy hablando de quienes manipulan los prejuicios
de otros para reforzarlos: me estoy refiriendo a quienes apelan a ellas
honestamente.
La matriz está porque nos ha pasado lo que nos
pasó: nuestra historia podría ser relatada como una larga lucha entre fuerzas
de exclusión y de integración.
Una larga lucha en la que nuestra historia nos ha
mostrado como sí es posible padecer la marginalidad extrema, el aislamiento
social, la pobreza absoluta. Una larga lucha en la que podemos advertir que la
exclusión es el resultado de un proceso que ya estaba operando desde mucho
antes. Una historia que –si no cerramos los ojos lo que nos permite aprender-
nos enseña a reconocer los mecanismos que la ponen en juego.
La exclusión es una zona de gran marginalidad,
de desafiliación, en la que se mueven los más desfavorecidos. Es la zona de
quienes padecen la falta de recursos económicos, pero sobre todo la falta de
posibilidades: carecen de soportes relacionales, de protección social, de
acceso a los recursos porque todo les queda lejos y no tienen forma de
llegar… La posibilidad de salir de esa zona no es una mera cuestión de
ingresos: es necesario operar sobre el lugar que se les procura en la
estructura social a estos sectores de la población.
Claro que no todos hemos transitado por la zona de
exclusión. Pero la mayoría de nosotros sí ha padecido mayor o menor
vulnerabilidad.
La vulnerabilidad es una zona donde si bien el
vínculo social no llega a romperse, experimenta alguna forma de enfriamiento:
precariedad del empleo, alternancia entre empleo y desempleo, insuficiencia de
la protección social, limitación en el acceso a los recursos, y -sobre todo- la
amenaza del peligro permanente de caída en la exclusión.
La mayoría de nosotros ha experimentado ese tipo de
miedo. Un miedo que no es tonto: aprendimos que existe una fuerte correlación
entre un orden estable de trabajo (al que van anexas garantías y derechos) y la
estructuración de la sociabilidad a través de las condiciones del hábitat, la
solidez y la importancia de las protecciones familiares, la inscripción en
redes concretas de solidaridad. Es mucho lo que está en peligro cuando peligra
el trabajo… Y ya nos pasó que esa amenaza nos haya rondado, o incluso
alcanzado.
Esta zona de vulnerabilidad, que sí reconocemos muchos
(¿la mayoría? ¿casi todos?) nosotros, es estratégica: es allí donde se producen
las fronteras hacia el ascenso o la caída. Cuanto más se agranda la zona de
vulnerabilidad, mayor es el riesgo de ruptura que lleva a la exclusión. Un
aspecto clave que explica esta relación es que la protección social ha estado
–en nuestra historia- fuertemente ligada al trabajo protegido: la
desestabilización de la organización del trabajo implicó socavar las raíces de
las políticas sociales. No hace falta más que mirar a los ’90.
El Kirchnerismo ha concentrado las políticas
sociales sobre estas zonas, lo que explica el significativo retroceso en las
desigualdades, movilizado por un marco general orientado hacia la integración: todos los miembros de la sociedad pertenecemos al
mismo conjunto.
Y, en tanto todos los miembros de la sociedad
pertenecemos al mismo conjunto, tenemos acceso a los mismos dispositivos
sociales: democratización del acceso a la enseñanza, a la propiedad de la
vivienda, a la cultura, al consumo, a la salud, a la protección social y
previsional, a formar una familia a través del matrimonio igualitario y de la
fertilización asistida, al reconocimiento de la propia identidad, a la
restitución de la identidad filiatoria…
Es cierto que aún hay sectores que no tienen
garantizados el goce pleno de estas protecciones. Pero la pobreza y la
marginalidad ya no son concebidas políticamente como situaciones estructurales
y naturalizadas que tenemos que tolerar (¿se acuerdan de la expresión de Menem “pobres
va a haber siempre”?). Hoy, pobreza y marginalidad son situaciones residuales
sobre las que se puede seguir operando. Y ese es parte de los desafíos del
modelo: lo que todavía está por hacerse. Claro que para que sea posible seguir
profundizando en el modelo es necesario tener continuidad en las políticas que
se vienen llevando adelante desde la asunción de Néstor y Cristina Kirchner a
la Presidencia. Por eso las elecciones que se aproximan son claves. Porque la decisión
que tendremos que tomar es entre dos modelos: ¿cambio y recorte, o continuidad
y profundización?
Y la posibilidad de continuidad y profuindización
es lo que mueve a la esperanza: la posibilidad de mirar de frente, con
optimismo, lo que todavía falta por hacer con la convicción de que se trabajará
en ello. Porque “lo que falta” es “lo todavía por lograr”.
Por eso vamos a estar en el Congreso este domingo
1º de marzo de 2015: porque la esperanza es lo que nos mueve.
La esperanza que nace de la certeza de estar siendo
protegidos.
La esperanza en que es posible que todos accedamos
a un trabajo legalmente regulado, y a una remuneración acorde.
La esperanza en la escuela pública como lugar de
realización de la igualdad de oportunidades.
La esperanza en el acceso a bienes que algunos
tienen tan naturalizados que sólo los ven como facturas e impuestos a pagar, y
para otros son la expresión concreta de haber sido incluidos: el acceso a los
servicios públicos, la vivienda, el ocio y la salud.
La esperanza en la evidencia de los derechos que se
universalizan y se van extendiendo: más derechos, para todxs.
La esperanza de saber dónde vamos a llegar, porque
queremos llegar, porque tenemos la fuerza y la determinación para hacerlo: es
cuestión de tiempo y de esfuerzo. Capacidad de esfuerzo es lo que nos sobra:
tiempo es lo que esperamos renovar en las urnas.
No se trata de una esperanza boba. Hemos asistido
–y estamos asistiendo- a políticas que han entendido que no se trata de una
cuestión de inyectar recursos ni de “compensar”
desigualdades, sino de trabajar sobre la calidad del vínculo social.
Es una esperanza sostenida en un largo proceso de reafiliación
social. Que no es lo mismo que clientelismo político.
El clientelismo
político nada tiene que ver con esto. El clientelismo
entendido como una forma de satisfacer algunas necesidades básicas de los
pobres es una idea reduccionista, anclada en las prácticas iniciales de nuestra
democracia. Las relaciones clientelares así entendidas consisten en un
intercambio personalizado entre masas y élites, en el cual a cambio de favores,
bienes y servicios, las masas aseguran apoyo político y votos.
Si bien esta forma de clientelismo puede perdurar
como institución informal ya no reviste la influencia que se le pretende
conferir. Y ya no la reviste porque acabar con el clientelismo fue la primera
gran lucha que se puso sobre los hombros Alicia Kirchner, cambiando el mapa y
el entramado nacional desde las relaciones clientelares hacia las políticas de
desarrollo y sociales. No es extraño que se haya ganado con esto odios
personales, como el que le dispensa Chiche Duhalde, quien se supo construir un
nombre y detentar cierto poder territorial a través de sus “manzaneras”. La pérdida frente a
Cristina de aquellas elecciones del 2005 –cuando compitieron como senadoras
nacionales por la Provincia de Buenos Aires- que se constituyó en la madre de
las batallas entre el kircherismo y el duhaldismo habla por sí de este cambio
de paradigma.
Llamativamente, este cambio de paradigma de acción política
no parece haber impactado en la misma medida sobre el clientelismo como matriz
de interpretación, ya que se sigue apelando a él para explicar la adhesión de
vastos sectores de la población a las políticas populares. Matriz a la que algunos
recurren –como venía diciendo- porque es la disponible, y a la que otros se
encargan meticulosamente de realimentar como estrategia de resistencia a esas
políticas que, por populares, afectan sus posiciones de privilegio.
Así, se insiste en que es por el clientelismo que
los pobres siguen a líderes autoritarios. Y -de paso- se refuerza la percepción
de que la Presidenta y sus funcionarios lo son.
Así, se insiste en que es por el clientelismo que
se opta por medidas populistas. Y -de paso- se refuerza la percepción de que
estas políticas lo son. Y que es malo que lo sean.
No hay especialista en política latinoamericana en
general, ni estudioso de los procesos políticos en Argentina en particular, que
no esté familiarizado con estas imágenes estereotipadas del electorado
clientelar cautivo producidas por los medios de comunicación. Un
estereotipo que, por un lado, reduce todo vínculo entre representados y
representantes a esta práctica; y que, por otro lado, oculta el funcionamiento
del verdadero clientelismo en su dinámica más elemental, haciéndolo permanecer
desconocido. Esta imagen de una relación basada en la subordinación política a
cambio de recompensas materiales se deriva más de la imaginación y del sentido
común, alimentados ambos por las descripciones simplificadoras del periodismo y
de la oposición más rancia (que siempre habla del clientelismo de los otros,
pero nunca del propio) antes que de la investigación social.
Descripciones
simplificadoras incluso para explicar el clientelismo en épocas más recientes –por ejemplo, entre los ’80 y los
’90- cuando ya se había
transformado en una institución mucho más compleja que la de principios del siglo
XX. Y voy a detenerme un poco en esta forma de clientelismo, porque aunque cada
vez más reducida y aislada, aún sigue existiendo.
Bajo esta forma clientelar, quienes obtenían un
trabajo o un favor a través de la intervención de algún puntero, no
expresaban que se les hubiese requerido algo a cambio. Sin embargo, sí se
sentían en obligación de compensar el favor -por ejemplo, de asistir a
actos-. Una obligación que debe ser entendida en el marco de una relación de
reciprocidad: el puntero necesita apoyo para seguir siéndolo, y el cliente se lo da porque le conviene
tener un puntero al que recurrir por ayuda. Era la forma naturalizada de
relación entre quienes padecían los problemas y quienes los resolvían. Es esto
lo que todavía, residualmente, sigue existiendo.
Pero
aún bajo esa forma clientelar, la asistencia a actos
vinculados a la militancia requería –y requiere- ser entendida más
profundamente. Esa forma de asistencia a los actos partidarios puede ser
analizada como la participación en un ritual en el que se manifiestan y evalúan
las intenciones de los seguidores y los mediadores/punteros. En este sentido,
la asistencia a los actos es una buena fuente de información sobre las
responsabilidades que tiene un puntero: conviene ir para estar informado.
En ese contexto, es un error pensar al acto como
algo diferente, disruptivo de esa relación cotidiana, como algo que viene a
agregarse. El acto, en cambio, pasa a ser una parte del proceso de resolución rutinaria de problemas. Un
elemento dentro de una red de relaciones cotidianas que se entramaban y
permitían obtener un plan social, una medicina, un paquete de comida, o un
puesto público.
Algo más: en este tipo de relación clientelar que
predominó durante esos años, había un fuerte rechazo a la idea de intercambio.
Tanto los mal llamados clientes (jamás se percibieron de semejante forma a sí
mismos, este marcaje es una muestra más del prejuicio con que fueron mirados hasta
por los investigadores sociales) como punteros hablaban de confianza mutua,
de solidaridad, de trabajo conjunto. Los patrones
políticos y sus punteros presentan su práctica política como una relación
especial con los pobres en términos de cuidado y de servicio.
Más allá de los prejuicios desvalorizantes, el mayor
problema de esta negación –consciente o no- de los mecanismos que sostenían la
relación es que terminaban generando una percepción sobre la política que era excluyente
de toda posibilidad de obrar y pensar de otro modo. Una percepción que en lugar
de luchar contra la exclusión y la vulnerabilidad, las sostenía al ignorar el
carácter inherentemente manipulador y coercitivo de esas prácticas: se legitimaba en el acto de dar un estado
desigual en el que se interpretaba como normal
que unos pudieran dar y otros tuvieran que recibir.
Es de esta naturalización del estado de desigualdad
entre quienes dan y quienes reciben donde debemos buscar el germen de otra
percepción muy arraigada en muchos argentinos respecto de que hay un tiempo de política o tiempo de
elecciones, en el que las
demandas pueden ser rápidamente satisfechas porque los políticos quieren
conseguir votos.
Esta percepción, a su vez, realimenta la creencia
de que la política partidaria es una actividad alejada de las preocupaciones
cotidianas de la gente, una actividad sucia,
que aparece cuando se acercan los tiempos electorales y desaparece con las
promesas incumplidas.
En la ruptura de esta forma de relación y de estas
percepciones es sobre lo que se concentró Alicia Kirchner desde su trabajo en
políticas sociales. Al principio, todo lo que hacía desde Desarrollo Social era
transgresor: había que generar nuevas relaciones entre la Nación y los
territorios, y para eso era necesario cambiar las relaciones entre la Nación y
las provincias, y que los trabajadores sociales pusieran en cuestión su propio
rol. Fue a través de este trabajo (que comenzó con el Programa de Promotores
para el Cambio Social) que se trazó un mapa social del país para poder generar la
información que hiciera posible viabilizar los cambios: apelando a las
capacidades de todas las organizaciones de la sociedad civil, partidos, agrupaciones,
movimientos; en cada provincia, en cada municipio y en cada localidad; para
crear una política pública en el área social de abajo hacia arriba. El objetivo
era salir de esa lógica tan instalada por la que los piqueteros pedían planes
para instrumentar políticas sociales que rompieran la dependencia política.
Hoy no podemos seguir apelando a aquellas viejas
percepciones, porque han sido
sistemáticamente confrontadas por la realidad de los últimos años, los años del
Kirchnerismo.
De la percepción de la política como una actividad
discontinua, hemos pasado a una vivir una realidad social progresivamente
politizada.
De la percepción de que a través de la política se
puede acceder a mejorar la propia posición, hemos pasado a una conciencia
creciente de que la política debe estar al servicio del bien común.
Pero la percepción que más se ha transformado hay
que ir a buscarla a los barrios más humildes, donde la mayoría de las personas ya
no cree que haya que esperar la ayuda que viene de los punteros y los
políticos en períodos de elecciones, sino que la mejora de su calidad de vida
pasó a ser un asunto cotidiano, una política de Estado.
Cuando en los ’90 se extendieron las zonas de
exclusión, y cada vez más personas tuvieron menos acceso a los bienes
materiales y simbólicos, los actos políticos eran una gran oportunidad para
evadir por un rato la opresión cotidiana de la vida en la villa y el barrio.
Sólo la consideración de la privación extrema a la
que las personas estaban sometidas puede volver comprensible el sentido
altamente simbólico que se le daba a un viaje gratis al centro de la ciudad. El
carácter del acto como espectáculo no puede ser obviado cuando nos preguntamos
por qué tanta gente asistía por aquellos años a actos que poco tenían que ver
con ellos. El choripán, la cerveza, la coca, y también el porro o el papelito
con cocaína, eran parte de su carácter distractivo. El acto político como
salida. En el más brutal sentido del término: como salida –por un ratito- de la
propia vida.
Lo que venimos viendo en los últimos años, y lo que
vamos a ver este domingo 1º de marzo es otra cosa. Y aunque se insista en poner
el acento en los micros, y aunque se sugiera mentirosamente que se pagó o que fuimos
por un choripán y la coca, una nueva Plaza estará llena. Esta vez le toca a la del Congreso.
Y, a diferencia de otros años, bajo otro modelo, esta
vez no iremos a romper con nuestro cotidiano. Iremos a celebrar lo logrado. Y a
renovar la esperanza por los logros que pensamos alcanzar: lo que estamos
haciendo y lo que todavía nos falta hacer.
Vamos a celebrar que tenemos esperanza
Viviana Taylor