Democratización de la Justicia
y prerrogativas del Poder Judicial
La inamovilidad en cuestión
Por Viviana Taylor
La reciente renuncia del
ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación Eugenio Zaffaroni, que
tendrá efecto a partir del 31 de diciembre de este año, reactivó el debate en
torno de las demandas y las resistencias por democratización de la Justicia.
Es que justamente, en la carta
con que la anuncia, Zaffaroni sostiene que “motivan
esta dimisión razones normativas y, más lejanamente, éticas y de convicción
personal” porque “secundariamente”
pesa en su decisión la idea de que los cargos vitalicios son más adecuados a “los sistemas monárquicos” y “menos
compatibles con los principios republicanos”. Las razones normativas a las
que alude son “lo dispuesto en el 3er.
párrafo del inciso 4º del artículo 99º de la Constitución Nacional”.
Un nuevo nombramiento, precedido de igual acuerdo,
será necesario para mantener en el cargo a cualquiera de esos magistrados, una
vez que cumplan la edad de setenta y cinco años. Todos los nombramientos de
magistrados cuya edad sea la indicada o mayor se harán por cinco años, y podrán
ser repetidos indefinidamente, por el mismo trámite. (CN, art. 99º inciso 4º)
Queda claro
por qué Zaffaroni aclara sus motivaciones secundarias: por si su misiva pudiese
ser interpretada como un pedido del necesario nuevo nombramiento, ya dejó
constancia de que secundariamente pesan otras razones. Es
inevitable fijar los ojos sobre Carlos Fayt, que –con 96 años que serán 97 ahora
no más, el 1º de febrero- continúa en la Corte desde que Raúl Alfonsín lo
propuso en 1983 y cuyo mandato parecería no tener otro fin - a pesar de que
dispone la Constitución Nacional- que no sea la propia muerte. O que su esposa
acepte que se quede en casa, como alguna vez bromeó. O que las corporaciones -con
las que se lleva y a cuyos intereses sirve tan bien- ya no lo necesiten y por
fin también se jubile, más allá de que sea o no cuñado de José Escribano, según
afirman algunos periodistas y él se encarga de desmentir. Cabe aclarar que
Escribano es el exdirectivo del Grupo Clarín que se reunió con Néstor Kirchner el
5 de mayo de 2003 –cuando era candidato a presidente- para pedirle que
cumpliera con un pliego de condiciones que incluía el alineamiento con EEUU, la
finalización de la revisión que estaba haciendo la Corte Suprema a las leyes de
amnistía, y una condena al régimen cubano por violaciones a los derechos
humanos.
La razón por la que Carlos
Fayt puede seguir aún en el cargo es que, como había ocupado el cargo desde
antes que la reforma constitucional de 1994 estableciera esta limitación en
orden a la edad, logró que un fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación –de la que forma parte- le reconozca el derecho de permanencia.
Si consideramos que
la Ley 26.183 redujo en 2006 el número de integrantes de la Corte
Suprema a 5 miembros, a partir del 1º de enero de 2015 se producirá una
situación crucial: con los fallecimientos de Carmen Argibay en mayo y de
Enrique Petracchi en octubre, la Corte ya había alcanzado esa cantidad; de modo
que la renuncia de Zaffaroni la dejará en 4 miembros a partir de esa fecha. Y el Poder Ejecutivo Nacional deberá poner el marcha la designación del
nuevo ministro para que lo ocupe.
Lo que vuelve especialmente
interesante a esta situación –y de ahí que la considere crucial- es que en cuanto la Corte quede con 4
miembros, son dos los caminos posibles a tomar: o bien puede completarse esa
vacante, o bien se puede revisar cuál es el número para conformar toda la
Corte. Al respecto, el subsecretario de Justicia Julián Alvarez manifestó cuál
de estos caminos le resulta más provechoso de transitar, al asegurar que “después de diez años se abre la posibilidad
de generar una nueva conformación de la Corte Suprema de Justicia”.
Los debates que se vienen en
torno de cuál será la nueva composición del Tribunal seguramente reactivarán
debates más de fondo. Y Zaffaroni aprovechó su carta de
renuncia para dejar clara su posición al respecto: “Estamos asistiendo en
nuestro país a un nueva Reforma Universitaria, que incluye a las clases
trabajadoras y humildes, y el saber jurídico no debe permanecer ajeno a este
movimiento de revolución pacífica y silenciosa”. “Estimo que la justicia
-y el derecho en general- no profundizarán su democratización sin un cambio
cultural que, ante todo, debe provenir de sus propias fuentes de producción
académica”.
¿A qué se
refiere Zaffaroni con “cambio cultural”?
En la constitución del Poder Judicial no interviene el pueblo sino a través de sus representantes: el presidente y los senadores en el orden federal. De hecho, hasta la reforma constitucional de 1994, tampoco se consideraba la elección directa del presidente sino a través del colegio electoral –aunque sí era directa en la Constitución de 1949-. Del mismo modo, la reforma de 1994 también estableció la votación directa de senadores, que antes eran elegidos por las legislaturas provinciales. Así, podríamos decir que la reforma de 1994 profundizó la democratización de la constitución del Poder Ejecutivo y del Poder Legislativo, pero no avanzó en la democratización del Poder Judicial.
La palabra democracia
ni siquiera estaba presente en la Constitución de 1853: los constituyentes
consideraron necesaria la inclusión de las palabras representativa y republicana,
para marcar la diferencia con los estados oligárquicos que funcionaban bajo el
nombre de república (como el de Venecia) y de las monarquías que tenían
gobiernos representativos siendo monarquías de clase aristocrática (como
Inglaterra). Pero no parecieron considerar indispensable agregar democrática,
quizás porque pensaron que la democracia ya estaba implícita en las formas
representativa y republicana, y más en ambas reunidas.
La primera
referencia aparece en la reforma de 1957, cuando en el artículo 14bis se prevé
la protección de la organización sindical libre y democrática. Y la de
1994 la expresa para calificar al sistema político en su artículo 36 –sistema
democrático-, en el artículo 38 –al referirse a los partidos políticos
como instituciones fundamentales del sistema democrático y a su organización y
funcionamiento democráticos-, entre las atribuciones del Congreso, inciso
19 del artículo 75, la nueva cláusula del progreso –al programar la
promoción de los valores democráticos- e inciso 24 –que prevé la atribución
de aprobar tratados de integración exigiendo que respeten el orden democrático-.
Esta
ausencia del concepto de democracia puede ser interpretada más
claramente si consideramos que Alberdi y los constituyentes de 1853 optaron por
el modelo estadounidense –opuesto por completo al europeo-. Los constituyentes
estadounidenses, al proyectar el modelo que tomaría su Constitución Nacional,
se preocuparon por controlar el poder central federal para evitar que
suprimiese el principio federal, y por eso le dieron a todos los jueces, de los
que no desconfiaban ya que por entonces constituían un poder no jerarquizado ni
corporativo, la facultad de controlar la constitucionalidad de las leyes y, en
última instancia, a su Corte Suprema. En lugar de encargarse los legisladores
del control de los jueces –como en el modelo francés- pusieron a los jueces a
controlar a los legisladores.
Esta
doctrina se mantiene todavía vigente en nuestra Corte. Se entendió a esta
atribución como un derivado forzoso de la separación de poderes, y por eso el
control alcanza a los actos de los otros dos poderes, el Ejecutivo y el
Legislativo: aunque las leyes emanen de los representantes del pueblo y los
actos de la presidenta electa por voluntad popular, están siempre sujetos al
control de constitucionalidad por los jueces, de cualquier grado e instancia.
Sucede todavía hoy con la Ley de Servicios Audiovisuales (Ley de Medios) y con
la deuda que se le reclama desde hace 11 años al diario La Nación, que llenaron
archivos de cautelares. ¿Por qué no iba a suceder con las leyes para la
democratización de la Justicia?
Para
asegurar la independencia del Poder Judicial, que entendía como necesaria
consecuencia del formidable poder que le era otorgado para controlar la
constitucionalidad de los actos de los otros poderes, la Constitución de 1853
consagró dos prerrogativas: la
inamovilidad de los jueces y la
intangibilidad de sus compensaciones. Desde entonces, la Corte Suprema se ha
amparado en esta doctrina, que sigue manteniendo, a pesar de la cada vez más
instalada discusión respecto de la necesidad y conveniencia de asimilar la
permanencia de los jueces a la periodicidad de los cargos electivos.
Acerca de la designación y destitución de jueces
En el orden
federal, la Constitución de 1853 previó que los magistrados de la Corte Suprema
y de los demás tribunales federales inferiores fuesen nombrados por el
presidente con acuerdo del senado. Y, para su remoción, atribuyó con exclusividad
la facultad de acusar a la Cámara de Diputados, y la de juzgar al Senado.
A partir de
la reforma constitucional de 1994, se creó el Consejo de la Magistratura con el
objetivo de afianzar la independencia de los jueces a la vez que procurar una
justicia más eficiente. Desde entonces, estos objetivos no sólo no se
cumplieron, sino que se ha acentuado una fuerte tendencia a la judicialización
de la política, y se han profundizado las presiones y descalificaciones desde
los medios y de parte de ciertos dirigentes políticos que pretenden lograr a
través de los jueces lo que no logran instalar a través de la política. Y no
pocas veces lo logran. La consecuencia es clara: la desconfianza pública en los
jueces ha calado hondo al considerar las motivaciones de sus fallos.
El Consejo
de la Magistratura, no es un órgano ni de designación ni de destitución de
jueces, sólo de selección. Y tiene a su cargo la administración del Poder
Judicial y de su presupuesto.
El órgano
encargado de la destitución de jueces, según el artículo 115 de la CN, es un
jurado de enjuiciamiento que reemplaza a la Cámara de Diputados y al Senado, tal
como establecía la CN de 1853. Sin embargo, y aunque la integración de este
jurado queda deferida a la ley especial prevista en el artículo 114 de la CN,
señala que el jurado de enjuiciamiento estará integrado por siete miembros,
entre legisladores, magistrados y abogados de la matrícula federal.
Tanto para
el Consejo de la Magistratura como para el jurado de enjuiciamiento se pensó en
una integración fuertemente corporativa: predominan los abogados. Y, dado que
los legisladores que se designan suelen ser abogados, casi no queda margen para
que se incorpore alguien que no lo sea.
En las
provincias la situación es semejante. Sin embargo hay un caso excepcional que
demuestra que este cambio de cultura del que habla Zaffaroni es posible: el de
Chubut. Su Constitución provincial de 1994 incorporó el Consejo de la
Magistratura con integración popular, un modelo hasta entonces desconocido en
Occidente.
El Consejo
de Chubut está integrado por cinco consejeros populares, que no pueden ser
abogados ni empleados judiciales. Lo integran, además, cuatro abogados, el
presidente del Superior Tribunal –que no preside automáticamente el Consejo- y
un empleado judicial. La razón de esta composición es que se creyó altamente
beneficioso para el poder y la independencia de los jueces, que puedan
afirmarse tanto en la decisión libre y democrática de sus pares (los abogados
en ejercicio de la profesión) como en la de los representantes del pueblo,
democráticamente elegidos en elecciones generales.
Se trata de
un Consejo de selección y –a diferencia del Consejo federal- también de
designación de jueces y funcionarios judiciales. En ambos casos la legislatura
debe estar de acuerdo y se exige mayoría calificada (dos tercios de los votos
del total de legisladores)- para el rechazo, que se debe fundar adecuadamente.
Y prevé la aprobación automática en caso de
no se expida en un plazo de 30 días.
En la
práctica, los postulantes rinden un examen escrito y oral, y son interrogados
públicamente, en acto público con presencia irrestricta, por el pleno del
Consejo en entrevista personal. Luego se escuchan las conclusiones de los
juristas invitados sobre los antecedentes y la oposición de cada concursante. Y
por último, los miembros del Consejo deben fundamentar su voto a viva voz,
explicando las razones que lo inclinan por un candidato y no por el otro. Esta
modalidad promueve la transparencia en la selección y designación de jueces y
funcionarios judiciales, aunque quedan exceptuados los ministros del Superior Tribunal
de Justicia, el Procurador General y el Defensor General, que son designados
por el gobernador con el acuerdo previo de dos tercios de la Legislatura.
Sin embargo,
esta representación popular no alcanza a la destitución: en Chubut también es
atribución de un tribunal o jury de enjuiciamiento, integrado por un ministro
del Superior Tribunal de Justicia, dos diputados y dos abogados de la matrícula
que deben reunir las mismas condiciones que para ser miembro del Superior
Tribunal, elegidos por sorteo que
realiza anualmente el mismo Tribunal. Como lo habitual es que se elija
un abogado por la mayoría y otro por la minoría que son generalmente abogados,
la destitución sigue quedando en manos de abogados.
Dado que el
Consejo también tiene las funciones de recibir denuncias sobre delitos, faltas
en el ejercicio de sus funciones, incapacidad sobreviviente o mal desempeño
contra magistrados y funcionarios judiciales, y la de instruir el sumario
correspondiente a través de un consejero que se sortea (excluido el empleado
judicial) que es quien debe remitirlo al Superior Tribunal o al Tribunal de
Enjuiciamiento, según sea el caso, el sesgo corporativo que se compensó en esta
instancia, queda intacto para el enjuiciamiento y la determinación de una
posible destitución.
No es
extraño que esta atribución haya sido la que más problemas le ha acarreado en
la práctica al Consejo de Chubut.
Como vemos a
través de estos dos casos –el federal y el de la provincia de Chubut- si los
jueces no son elegidos popularmente, sus designaciones carecen de legitimidad
democrática. Y no necesariamente porque las corporaciones no sean democráticas,
sino porque se eligen a sí mismas, y porque no siempre sus intereses coinciden
con el interés general, el de la sociedad, que es en definitiva el interés del
destinatario de la justicia.
Si a esto le
sumamos el hecho de que son inamovibles, y de las dificultades para su
destitución (también corporativamente sesgadas), queda claro que la falta de
legitimidad democrática de su origen se agrava como falta de legitimidad
democrática de sus cargos y –por lo tanto- se extiende a la falta de
legitimidad democrática de sus acciones y funciones.
Vientos de cambio: demandas de democratización
de la justicia
Estamos atravesando tiempos interesantes.
Tiempos en los que conceptos que hasta hace poco eran de exclusiva competencia
de abogados, jueces y otros pocos académicos y entendidos en la materia,
comienzan a discutirse públicamente.
Como hemos venido planteando
en este apretado recorrido, la exclusión de la que hasta hace poco tiempo era
objeto la ciudadanía para ocuparse de estos temas había sido afanosamente
abonada desde los inicios de la organización nacional de nuestro país, cuando
quienes triunfaron en la Batalla de Caseros el 3 de febrero de 1852 diseñaron
la organización conservadora y liberal de nuestra República (representativa,
pero no democrática) que fue consagrada en la Constitución de 1853.
Con excepción del breve
respiro de la Constitución de 1949, esa misma organización conservadora y
liberal se mantiene a lo largo de más de un siglo y medio, fortaleciéndose a
partir de la dictadura cívico-militar iniciada con el golpe de Estado de 1976,
que dio lugar a una interpretación de las ideas de comunidad, justicia,
libertad e igualdad ajena a los intereses de la mayoría: ese es el contexto
ideológico y –consecuentemente- doctrinal en el que se formaron jueces,
legisladores, políticos, técnicos, académicos y profesores.
Como tan bien explicó Don
Arturo Jauretche, este relato liberal –con el que apareció la falsificación de
la historia, de los medios de comunicación, la enseñanza enciclopedista y/o
eurocéntrica- es hijo de una mentalidad colonial. “La mentalidad colonial enseña a pensar el mundo desde afuera, no desde
adentro. El hombre de nuestra cultura no ve los fenómenos directamente sino que
intenta interpretarlos a través de su reflexión en un espejo ajeno, a
diferencia del hombre común, que guiado por su propio sentido práctico, ve el
hecho y trata de interpretarlo sin otros elementos que los de su propia
identidad”. “Esta colonización pedagógica va a dar forma a una
intelligentzia (no inteligencia),
conformada por individuos que se autodefinen como intelectuales y están
profundamente penetrados por esa superestructura, que se reduce a la
determinación de modos y de un instrumental que opera en su formación y
difusión, al tiempo que no permite que se transforme en inteligencia, y forme
una cultura nacional, vale decir, una conciencia nacional.” (A. Jauretche,
Los profetas del Odio y la Yapa. Buenos Aires, Corregidor 2004; 112 y 180).
Consecuentemente, esta
mentalidad segregó al pueblo -al que asimiló al bárbaro en oposición a su
aparente y pretendida civilización- y conservó para sí el último reducto no
representativo ni democrático de poder, al que le otorgó (y se otorgó)
atribuciones de control sobre los otros dos. Esta mentalidad no puede ser más
opuesta a un modelo nacional y popular como el que lleva adelante la presidenta
Cristina Fernández de Kirchner para todos los argentinos. Y no puede ser más
afín a las vociferaciones en reclamo de más república, pero nunca de más
representatividad ni más democracia, a la que nos tienen acostumbrados los más
acérrimos opositores al gobierno, como Sergio Massa, Mauricio Macri, Hermes Binner,
Gerardo Morales, y otros más entre los que se destaca Lilita Carrió con su
muñeca Republiquita.
Estos sectores conservadores,
liberales, con mentalidad colonialista, protegidos en un aparente derecho
aséptico, incontaminado de creencias, doctrinas, ideologías y valores, en
realidad se volvieron ciegos a sus propias creencias, doctrinas, ideologías y valores,
que son contrarios a los del pueblo. Hicieron del derecho un derecho económico,
con la única motivación de ganar dinero y distribuirlo entre pocos. Como bien
planteó Jauretche, se amparan en la falsificación de los medios de
comunicación, y para que realicen ese trabajo de distorsión sistemática de la
realidad cuentan con los diarios Clarín y La Nación, seguidos por su banda de
medios secuaces. Y son quienes han escrito los libros de los que estudiamos,
quienes han inspirado las leyes que nos rigen y quienes administran la justicia
en la que no somos juez pero tampoco tenemos parte.
Así, a medida que el Estado y
los poderes Ejecutivo y Legislativo se van democratizando, el Poder Judicial se
va consolidando como un contrapoder que no se adecua a los cambios,
constituyéndose en el instrumento del poder concentrado, y cada vez más alejado
de los ciudadanos. Una de las razones, como hemos visto, está en que en su
origen no se halla la representación popular, dado que se lo pensó como un
contrapeso para los otros poderes. Pero también contribuyen su inamovilidad y
la intangibilidad de sus ingresos, el modo en que administran la justicia, y el
sesgo corporativo en sus decisiones y funcionamiento, del que no es ajeno el
hecho de que frecuentemente se integre por el ingreso de familiares y conocidos
–lo que le ha valido el mote de “familia
judicial”-.
Sin embargo, en los últimos
tiempos, los desacuerdos en el interior de esta familia se han agravado.
Sólo por ejemplificarlo,
podemos recordar el Comunicado que, con la firma de la Comisión Nacional de
Protección a la Independencia Judicial, Junta Federal de Cortes, Asociación de
Magistrados y Federación Argentina de la Magistratura, fue publicado en
diversos medios el 6 de diciembre de 2012, en el que denunciaban haber recibido
“la preocupación de una importante
cantidad de jueces y juezas de todo el país, referida a hechos que agreden
institucionalmente a un Poder del Estado y, como consecuencia de ello, a todos
los ciudadanos de la Nación, ya que la injusticia es para todos.” Los
hechos referidos eran, entre otros, la falta de cobertura de cargos de
magistrados, las recusaciones y denuncias penales con el fin de separar a un
juez de una causa, campañas difamatorias, pedidos de intervención a los poderes
judiciales provinciales y, sugestivamente, agregaron a esta lista de agresiones institucionales los “intentos de modificación de algunas
legislaciones locales en perjuicio de la estabilidad y la independencia de los magistrados”.
El 11 de diciembre Justicia Legítima, la Asociación Civil
que reúne a personas de distintos espacios para promover la transformación y
modernización de la justicia argentina, les respondió con una solicitada
firmada por jueces, fiscales, defensores públicos y funcionaros que, como parte
integrante del Poder Judicial y de los Ministerios Públicos y de algunas de las
organizaciones que habían firmado el comunicado del 6 de diciembre, les
respondió manifestando no sentirse representados por el contenido del mismo:
“Nos mueve el propósito de reconciliar al Sistema de Administración de
Justicia con la ciudadanía, en tanto fuente única de su legitimidad, en virtud
del desprestigio al que lo han llevado años de aislamiento.”
“En ese sentido sostenemos que la independencia del Poder Judicial es un
principio cardinal del sistema republicano, que no debe entenderse limitado a
la relación que debe existir entre los poderes del Estado. Los magistrados
también deben ser independientes de los intereses económicos de las grandes
empresas, de los medios de comunicación concentrados, de los jueces de las
instancias superiores e –incluso- deben ser independientes de las
organizaciones que los representan.”
“El debate democrático sobre las decisiones judiciales acerca el sistema
de la justicia a la sociedad, y enriquece la calidad de las respuestas
jurisdiccionales.”
“La falta de cobertura de cargos vacantes en el Poder Judicial es un
problema estructural del servicio de justicia, que afecta en definitiva a toda
la comunidad. (…) Superar esta
situación requiere de una articulación mancomunada de todos los sectores,
dejando de lado posiciones cerradas y dogmáticas.”
“(…) la recusación de magistrados es el mecanismo procesal establecido en la
legislación vigente para asegurar un eficaz servicio de justicia y garantizar
la imparcialidad de las decisiones judiciales. Es una herramienta que, además
de constituir un derecho de los justiciables, contribuye al fortalecimiento de
la transparencia del desempeño profesional de la magistratura.”
“La exhortación del comunicado, “para que no avancen en la
modificación de las legislaciones locales en perjuicio de la estabilidad de los
magistrados”, trasunta un interpretación
incorrecta de los principios que rigen nuestro sistema constitucional de
gobierno.”
“El Poder Judicial debe velar por el irrestricto respeto a la facultad
de cada provincia de darse sus instituciones y regirse por ellas en conformidad
con lo dispuesto en el art. 5 de la Constitución Nacional. Lo contrario importa
una vulneración al principio republicano de la división de poderes.”
Todos estos hechos y
situaciones hasta aquí descriptos, han ido configurando un estado de permanente
sospecha de ilegitimidad, frente a los cuales la sociedad ha respondido
demandando leyes que le otorguen a la Justicia una mayor transparencia y
legitimidad.
De la sanción de las leyes de democratización
a su declaración de inconstitucionalidad
El lunes 8 de abril de 2013, la Presidenta Cristina
Fernández de Kirchner encabezó un acto en el Museo del Bicentenario en la Casa
Rosada, en el que presentó los seis proyectos de ley que, a modo de ejes
conceptuales, están enmarcados en lo que hemos dado en llamar Ley de Democratización de la Justicia,
de entre los cuales por el contenido de este artículo me centraré
particularmente dos:
Ley de Reforma del Consejo de la
Magistratura: sus integrantes pasarán a ser 19. Serán elegidos por voto popular y
podrán acceder personalidades de distintos estamentos académicos y
profesionales de alguna disciplina o ciencia, para evitar que sea “un cuerpo corporativo solo de abogados”,
con iguales requisitos que los exigidos para la postulación de un candidato a
diputado de la Nación. Se respetarán los mandatos vigentes, y se crearán
concursos previos por materia y por nivel para efectuar la ocupación inmediata
de las vacantes existentes. Los jurados de estos concursos estarán integrados
por docentes concursados de universidades públicas, y no podrán ser jurados los
miembros o empleados del Consejo. Será obligatoria la presentación de ternas
por cada cargo a cubrir.
Ley de ingreso democrático al
Poder Judicial y al Ministerio Público Fiscal y de la Defensa: Todo argentino con título de
abogado podrá ingresar al Poder Judicial, y se realizarán sorteos por Lotería
Nacional entre quienes aprueben por mérito los requisitos de ingreso para ser
empleado judicial. Se respetará todo el escalafón de la carrera judicial para
llegar a cargos de mayor responsabilidad y a los puestos de secretarios y
prosecretarios se accederá por examen. Lo que se busca es una mecánica que
establezca la igualdad de condiciones y no discriminación para quien no forma
parte del Poder Judicial.
Este conjunto de leyes fue enviado al Congreso por
el Poder Ejecutivo en los primeros días del mes de abril de 2013, y aprobados
en dos jornadas –el 17 y el 25 de abril-
luego de largas y tensas sesiones en las que se los debatió apasionadamente.
Con el fin de ejercer presión sobre los
legisladores que debían votar los proyectos, referentes del PRO, del Peronismo
Disidente, de la UCR y del Frente Amplio Progresista instalaron una carpa
blanca frente al Congreso, que contaba con una pantalla gigante en la que se podía
observar el debate que se desarrollaba en el interior del recinto. También se
repartió cotillón entre los presentes, para encender la protesta y atraer más
asistentes.
Las seis leyes de democratización de la justicia
entraron en vigor a partir de su publicación en el Boletín Oficial de la
Nación.
Sin embargo, siguieron siendo cuestionadas por
estos sectores de la oposición, a quienes se sumó el 30 de abril la Relatora Especial de la ONU sobre la
independencia de los magistrados y abogados, la brasileña Gabriela Knaul,
quien exhortó al gobierno para que reconsidere los proyectos de ley de reforma
del Consejo de la Magistratura y de regulación de las medidas cautelares, por
considerarlas contrarias a varios artículos del Pacto Internacional de Derechos
Civiles y Políticos y a los principios básicos relativos a la independencia de
la judicatura (principios que, como sabemos, son la inamovilidad en el cargo y
la intangibilidad del ingreso).
Finalmente, el 18 de junio de 2013, tantas
presiones dieron resultado. La Corte Suprema de Justicia de la Nación, con el
voto de 6 de sus 7 miembros declaró la inconstitucionalidad de varios artículos
de la Ley de Reforma del Consejo de la Magistratura: su nueva composición y
especialmente los que determinan que los representantes de los jueces, los
abogados y los académicos sean elegidos por voto popular y no por sus pares.
Nada de democratización en el acceso a través de la representación popular.
Estamos como cuando empezamos. O sea, estamos en 1853.
Eugenio Zaffaroni, el único miembro de la Corte que
votó en contra del fallo, lo expresó claramente al sostener que la declaración
de inconstitucionalidad de la reforma al Consejo de la Magistratura es “un exceso de los límites de control de
constitucionalidad en tanto se atribuye decidir en el campo que la Constitución
dejó abierto a la decisión legislativa”.
Llamativamente, el mismo día en que la Presidenta
presentó los proyectos, la Corte parecía coincidir con esta certeza de
Zaffaroni: su vocero, además de informar que los Ministros de la misma estaban
en pleno a favor de los proyectos, se refirió a la elección popular de los
integrantes del Consejo de la Magistratura señalando que la Corte no se
referiría al respecto por tratarse de “un
tema del Congreso”. Paradójicamente, una vez que el Congreso decidió, la
misma Corte que le reconocía esta atribución se valió de la suya para ejercer
su poder de control sobre él y sus decisiones.
Por eso no sorprende que, apenas minutos después de
conocerse, el entonces jefe de Gabinete Juan Manuel Abal Medina haya señalado
que el fallo de la Corte Suprema contra la votación popular para los miembros
del Consejo de la Magistratura es “una
afrenta al pueblo argentino” y sostuvo que “la profundización de nuestra democracia requiere la participación del
pueblo en todos los poderes esenciales del Estado, más aun en el Poder Judicial”.
Así estamos…
El pasado 6
de marzo, durante la Apertura del Año Judicial 2014, el Presidente de la Corte
Suprema de Justicia de la Nación, Dr. Ricardo Lorenzetti, reconoció la
necesidad de una reforma judicial con jueces “a la vanguardia y no detrás”. Está claro que aludía a la necesidad
de una reforma judicial con características propias, al gusto acotado de los
corporativos comensales.
Por supuesto, también insistió con la “la división de poderes”, cuya garantía
–ha sostenido la Corte que preside, como hemos analizado- reside en la
inamovilidad y la intangibilidad de sus ingresos, y en la función de control
sobre los otros poderes, cuyos representantes son votados por el pueblo para un
mandato con tiempo determinado. No así en su caso.
Quizás por eso cuando hizo referencias a la necesidad innegable de una reforma
judicial, hubiese sido necesario que también explicitara por qué la Corte no
decide hacerse cargo de que ese cambio sea en favor de la de la democratización
de la justicia.
Sin embargo hay algo de lo que sí va a tener que
hacerse cargo. Como hemos visto al principio de este artículo, la realidad
indica que en cuanto quede vacante el lugar que Zaffaroni ocupa en la Corte, el
Poder Ejecutivo Nacional pondrá en marcha los mecanismos para la designación
del nuevo ministro que lo ocupe. Y quizás, hasta aproveche la oportunidad para
probar una nueva conformación de la Corte Suprema de Justicia, más en acuerdo
con los debates que se vienen en torno de la construcción de una justicia
verdaderamente democrática, al servicio del pueblo. Esto es, una justicia
pensada no desde los intereses del poder que la administra, sino desde las
necesidades del pueblo y de los propios administrados. Un debate que –con la
jerarquía conceptual y el compromiso democrático que se espera de ella- esta
Corte no está dando.
Por Viviana Taylor