Por Viviana Taylor
Hace rato que vengo
pensando, repensando, escribiendo y reescribiendo sobre una idea que –paradójicamente-
parecería obsesionarme: se puede
reconocer el tipo de Estado que intenta instituirse o consolidarse, a partir de
la obsesión sobre ciertos argumentos.
Antes de comenzar a
andar nuevamente este camino de ideas y escrituras, creo conveniente desandarlo
un poco para explicitar algunos supuestos de los que parto, como para ir
poniéndonos de acuerdo en desde dónde digo aquello de lo que hablo y cómo es
que llego a este convencimiento:
En primer lugar,
entiendo la noción de realidad social
como pluralidad. Esto es, como un conjunto de personas y grupos con sus propios
intereses, motivaciones, creencias, aspiraciones… En consecuencia, entiendo a la comunidad sobre todo como un proyecto:
una aspiración que nunca es totalmente alcanzada, y está en permanente
construcción y reconstrucción.
En segundo lugar, y
en ese mismo sentido, creo en la necesidad
de un Estado tanto más presente cuanto mayor es la heterogeneidad: cuanta
mayor diferencia haya entre los intereses, motivaciones y aspiraciones de
distintos sectores –incluso, cuanto más contradictorios puedan ser algunos de
ellos- más se necesita de un Estado que regule
estas fuerzas en oposición.
En tercer lugar,
volviendo a mi primera idea, estoy convencida de que es posible reconocer el tipo de Estado que pretende consolidarse desde
estas fuerzas en oposición, a partir de las obsesiones presentes en los
discursos que pretenden legitimar una u otra postura.
Ya transitada la
primera década de este siglo y cerca de promediar la segunda –contrariamente a
lo que preveían las posturas sobre la globalización como un proceso de
homogeneización social y cultural- los ciudadanos pareceríamos ir asemejándonos
cada vez menos, las demandas e intereses son cada vez más variados, y
constituimos sectores y grupos entre los que conviven algunos que –más que
congregar a un proyecto común- dividen.
Si hacemos una
lectura precipitada, guiada por los medios de comunicación hegemónicos,
parecería que transitamos hacia “sociedades
sectarias”, conformadas por una serie de grupos heterogéneos y
yuxtapuestos, que compartimos el territorio pero no nos vinculamos más allá de
lo imprescindible, y no siempre amigablemente. Y que esta fractura está atravesándonos
no sólo al interior de nuestra frontera, sino que se extiende como un karma a
lo largo y ancho de casi toda la región. ¿Quién no ha leído y escuchado hasta
casi el hartazgo el concepto de “grieta”
sobre el que se han tejido argumentos y hasta fue eje de una campaña electoral?
Desde estos medios,
los grupos y sectores con poder de determinación y de sumisión a ellos (o sea,
los grupos a los que los medios sirven, y los grupos de los que se sirven)
intentan instalar –y lo logran con bastante éxito- un fuerte sentimiento de
incertidumbre respecto de qué tipo de comunidad es posible construir a partir
de esta heterogeneidad.
Es ingenuo seguir pensando
prioritariamente a los gobiernos como quienes disciplinan a estas sociedades en
construcción, estableciendo regulaciones que las obligan a alinearse detrás de
sus políticas. Son más bien las propias corporaciones –del sector con poder
económico y financiero- quienes a través de los medios de difusión (no
considero que a este respecto podamos ni debamos llamarlos de comunicación ni de
información) de los que se sirven quienes crean un discurso legitimador de
las regulaciones que promueven, para que sean aceptadas por el conjunto, aun
cuando afectan los intereses particulares y colectivos de tantos.
Y no les ha resultado
difícil dar con el argumento necesario. Parecería ser que han resuelto el
problema a través del pánico: si algo tienen hoy en común los diferentes
discursos que atraviesan la prensa a lo largo de este ancho mundo, es que se
han empeñado en asustar al conjunto de las sociedades para poder manipularlas.
¿Cómo lo han logrado?
En primer lugar,
porque sobran razones objetivas para tener miedo. Si comenzamos hablando de la
inseguridad económica, el temor a perder el trabajo es parte de una memoria
colectiva que se dispara con cada nueva recesión global. Es, sobre todo, parte
de la experiencia histórica reciente y vivida: desde hace 60 años se ha ido profundizando
de tal forma la brecha entre ricos y pobres, que en los últimos años no hemos
logrado aún alcanzar el estado de bienestar anterior a este proceso instaurado
desde la Revolución Libertadora (Fusiladora y Expoliadora), continuada por el
Proceso de Reorganización Nacional (la última dictadura cívico-militar-eclesial)
y consolidada por los gobiernos neoliberales de Menem y De la Rúa.
Es un argumento
falaz, injusto –e incluso irracional- pretender que en una década se logre un
estado de bienestar similar al anterior a casi 50 años de destrucción
sistemática del Estado y de la economía, con una crecientemente grosera e
impudorosa transferencia de riqueza desde los sectores populares a los
rentísticos.
Pero es un argumento
eficaz. Y lo es porque activa esa memoria histórica y el miedo a que el
desempleo, los sueldos míseros, el hambre –y los palos- vuelvan. Y que lo hagan
como experiencia colectiva, pero sobre todo como experiencia individual y
subjetiva. Porque -seamos honestos- cuando la miseria acecha, no preocupa tanto
el ruido que hace el estómago del de al lado, como el miedo a que cruja el propio.
Es un argumento
eficaz porque impacta emocionalmente. Y cuando la emoción se activa oscurece a
la razón. Ya no importa la realidad: no se teme a lo que es, sino a lo que
podría ser si lo que fue vuelve.
Podría ser
suficiente, pero la inseguridad a la que se apela no es sólo económica. Asustan
todavía más con las tasas de criminalidad. Y lo que se cuenta parece contribuir
a la construcción de un cierto sentido común sobre ella: aunque los datos
reales no parecen indicar una mayor incidencia de estos indicadores sobre otros
(incluso, los contradicen) los discursos aluden a una delincuencia
sustancialmente encarnada por villeros, inmigrantes -especialmente
latinoamericanos- y adolescentes. Categorías que, si bien pueden ir separadas,
juntas configuran una imagen más clara y discernible: el perfil del
delincuente.
Entonces, cuando se
pretende describir a un sospechoso que no encaja en esta percepción
mediáticamente construida, se aclara que “no
es un chico”, “no parecía drogado”,
“estaba bien vestido”, “era rubio”. Se lo describe por la
distancia respecto de lo que se piensa que un delincuente es.
Y si todo delincuente es villero, inmigrante latinoamericano y adolescente; entonces todo villero, inmigrante latinoamericano y
adolescente es –por inversión y reductivamente- un delincuente.
La “delincuencia” se convierte, así, en una
especie de segunda naturaleza. Y si la delincuencia está en su razón de ser, no
hay razón para tolerar que sigan siendo. Para el delincuente, mano dura: ni
olvido, ni perdón. Ni siquiera justicia.
Para el villero, el
inmigrante latinoamericano y el adolescente, tampoco.
En un país como el
nuestro, que ha construido su experiencia alrededor del mito fundante de “lo argentino” en el crisol de razas, es difícil reconocer esta hostilidad. Sin embargo,
se cuela todo el tiempo por los intersticios del lenguaje. Abundan las
expresiones “no negro de piel, negro de
alma”, “boliferias” o “ferias
boliguayas”; es común escuchar a movileros de programas de radio o
televisión preguntando por el país de procedencia de los ocasionales
entrevistados que no les parecen suficientemente
europeos en sus rasgos, o cuya fisonomía o entonación les resulte demasiado nativa, y asombrarse cuando se
les responde que es argentina. Los cabecitas
negras de ayer son los bolivianos,
paraguayos, peruanos, colombianos, ecuatorianos y venezolanos (o cualquiera que
se les parezca) de hoy.
Y no me meto con los chinos porque son otra cultura. Si hasta tienen
su propia delincuencia y se matan entre ellos. Son lo absolutamente otro.
Así las cosas, no
tenemos de qué asombrarnos cuando el lenguaje reaccionario encarna las
intenciones e interpretaciones que los buenos modos nos han enseñado a
disimular. En él se inscriben expresiones no tan nuevas, pero permanentemente
renovadas: son los planeros.
Es por estas
identificaciones que las categorías de delincuente
y planero están tan íntimamente
relacionadas: apelan a dos formas de robarnos -nuestros bienes o a través de
los impuestos-. Dos formas de apropiarse de lo que no les corresponde y es de
los que trabajamos y nos ganamos la vida honrada y esforzadamente, y estamos
obligado al doble cuidado: de la incertidumbre de los avatares económicos, y de
la expoliación a través del robo por los delincuentes o a través de los
impuestos para los planeros. Dos categorías que bien pueden caberle a la misma
persona, configurando el complejo “villero,
latinoamericano, adolescente, delincuente y planero”. ¿O acaso no dijo un
entonces aspirante a gobernador hoy diputado que “las negritas se embarazan por un plan”, y un dirigente de un
partido político centenario que “la asignación
se va por la canaleta del juego y de la droga”?
Villero, latinoamericano, adolescente, delincuente,
planero, jugador y adicto. Y si adicto,
por qué no narco. La instalación de
un nuevo miedo. Y vienen por todo: ya lo dijeron.
Quizás la raíz de
esta apelada, fomentada y realimentada hostilidad está en el desconocimiento
sobre lo que excede la propia experiencia: cuanto más desconocemos, más
tememos. Por eso es fácil asustarnos con escenarios apocalípticos donde se
conjugan caóticamente indicadores macroeconómicos imprecisos con una dosis de
contaminación y altas cuotas de corrupción (y -por qué no- algún que otro
condimento de patología psiquiátrica).
La hostilidad y la
desconfianza permiten la instalación de explicaciones basadas en
confabulaciones y complots. Por eso es fácil explicar (y con esto no pretendo
justificar, ni lo hago) por qué ante la crítica burda, destemplada y mentirosa
de Massa al anteproyecto de Código Penal sobre el que se había estado
trabajando durante dos años, y la fuerza de su impacto en un sector bastante
extenso de la sociedad, los referentes del radicalismo y el PRO que integraron
la comisión redactora, fueron dejados solos por sus partidos en la defensa del
texto redactado e incluso desconocidos en su representación. Por eso es fácil
explicar el que tantas personas estén dispuestas a sumar su firma a un supuesto
petitorio para que no sea debatido, y la plasman en una hoja en la que no se
especifica a qué están adhiriendo… Tanta desconfianza puesta en lo que proponen
las fuerzas políticas y los referentes académicos y profesionales a través del
consenso, y tanta confianza ciega al poner una firma y su número de documento
en una hoja que bien podría ser adjuntada a cualquier texto. O peor: porque,
mal que les pese, no acompaña a ninguno.
La hostilidad y la
desconfianza permiten la instalación de explicaciones basadas en confabulaciones
y complots, es cierto. Paradójicamente, parecen ir acompañadas por una cuota proporcional
de adhesión y confianza ingenua a aquellos a quienes se ha elegido creerles esas
explicaciones.
Y esto sucede así
porque lo que le otorga credibilidad a estas teorías es que el terreno viene
siendo laboriosamente abonado con el desencanto contra la política y la
desconfianza en los políticos que no se alinean detrás de los intereses de las
corporaciones con fuerza mediática. No es casualidad que quienes más creen en las
posturas mesiánicas de quienes (al estilo de Massa) se sostienen en un discurso
ambiguo, carente de contenido y pleno de frases de sentido común, o (al estilo
de Carrió) se hacen eco y disfrazan de denuncia informada lo que de los mismos
medios han tomado, suelen ser quienes tienen menos acceso a la información sobre la realidad económica,
social y política. Y es lógica esta deficiencia en el acceso: esos mismos
medios y sectores se han encargado de estigmatizar a aquellos otros que
construyen un relato diferente sobre la realidad. Como si sólo hubiese hechos
que objetivamente pudiesen ser enunciados, sin interpretaciones. Y como si
ellos tuviesen el don intelectual y moral para enunciarlos aséptica y
verazmente.
En fin, la mejor
estrategia para mantenernos asustados son las propias políticas de miedo. Por
eso los precoces discursos electoralistas e instituyentes –sobre todo desde el
Frente Renovador y el PRO- parecerían resumirse en un “si no somos nosotros, será el infierno”, bajo la forma
recientemente inaugurada de “van a sacar
a todos los delincuentes a la calle”.
Estos grupos –aquí,
pero también agarrados como garrapatas a las venas realimentadas de toda
nuestra región- han encontrado una forma eficiente de manipulación de estas
sociedades crecientemente complejas, y crecientemente sofisticadas en sus
demandas: el miedo.
Más aún: lo han
convertido en la forma de legitimación más pavorosa. Y la más siniestra.
¿El antídoto? Nada
nuevo: ciudadanos más informados, que es la única forma de propiciar un mayor
espíritu crítico. Y más éticos.
Si volvemos a la idea
de que es posible reconocer qué tipo de Estado se pretende consolidar a partir
de las obsesiones presentes en los discursos legitimadores, es fácil comprender
por qué el tema central sobre el que giran hoy estas discusiones es la
posibilidad de una vuelta atrás con la Ley de Servicios de Comunicación
Audiovisual y la necesidad de detener el debate sobre el nuevo Código Penal.
También es fácil comprender
por qué, más allá de la ambigüedad expresada por Massa al afirmar que los derechos no son del gobierno ni de los
docentes, sino de los chicos, desde AméricaTV –el grupo de Vila y Manzano
que se ha erigido en su comando de campaña mediática- esta mañana el periodista
Antonio Laje en una entrevista con la Directora General de Escuelas bonaerense Nora
de Lucía sobre el paro docente que ya lleva 13 días, cerró la misma expresando
que “quien no trabaja se tiene que ir”
adoptando una postura aún más dura (y hasta intransigente) que la de la propia
DGE. Una entrevista confusa… casi una bajada de línea a la funcionaria.
Y es que la educación
es otra de las obsesiones en estos discursos legitimadores. Y no una educación
entendida como un lugar de democratización y participación, sino como un lugar
de control social. Un lugar donde primero se debe controlar a los educadores
para que luego, ya domesticados, ellos mismos reproduzcan el control social en
sus alumnos y –a través de ellos- en las familias. ¿Qué mejor forma de comenzar
el proceso de domesticación y sumisión que amenazando con los sueldos y los
despidos? ¿Cómo no atemorizarnos? Es una experiencia que ya hemos vivido.
Afortunada (o estratégica, o políticamente) Nora de Lucía no asintió. Y antes
de eso ya había expresado su conformidad con que no se descontaran los días de
paro. Aún con el conflicto con los docentes en plena tensión, el gobierno de
Scioli no está ni cerca de ser lo que promoverían estos sectores desde un
hipotético gobierno de Massa.
De la educación y la
información de los ciudadanos, en definitiva, depende qué tan efectivas son las
estrategias de manipulación, regulación y legitimación. De ellas dependen el
tipo de Comunidad y de Estado de los que formamos parte y que estamos dispuestos
a construir.
Veremos de qué todos
nosotros –los ciudadanos- somos capaces.
Viviana Taylor