Acerca de la riqueza del lenguaje
como riqueza de
percepción y pensamiento
Las palabras son elementos tan potentes para definirnos y definir la
realidad, que siempre será poco lo que podamos decir de ellas.
En primer lugar, podemos considerar que nuestro modo de percibir está
relacionado con lo que podemos decir. Dicho de otra manera, la realidad puede
ser percibida en tanto puede ser decible. Y lo que podemos decir es socio de lo
que somos capaces de percibir. Allí donde yo sólo veo rojo, mi amiga Silvia ve
bermejo, carmín, escarlata, encarnado, granate, púrpura, tinto… Su percepción
ha sido educada para distinguirlos, y esa percepción está indisolublemente
ligada a la posibilidad de nombrar la diferencia y no sólo de advertirla.
Un ejemplo más interesante –y menos autorreferencial- es el de Homero.
Resulta que en toda la Ilíada y la Odisea sólo menciona cuatro colores, que
fueron traducidos como negro, blanco, amarillo verdoso y rojo purpúreo. Y lo
hace en referencia a la miel, la savia, y la sangre. Cuando describe el cielo, lo
hace como “bronce”, comparándolo con un escudo relumbrante y no con el color. Para
Homero, el cielo del mediterráneo es bronce. Y el vino, el mar y las ovejas son
del mismo rojo purpúreo. ¿De dónde vienen estas limitaciones? Del griego
antiguo, en el que no existía la palabra “azul”. Recién siglos después Aristóteles
va a identificar siete colores, todos derivados del negro y el blanco. Por lo
cual -vale aclarar- se refería a grados de luminosidad y no, propiamente, a
colores.
Esta relación entre decir y percibir la entienden bien quienes, al fomentar
políticas de visibilización de ciertas situaciones, instalan en el discurso las
palabras que las nombran: todos y todas, hombres y mujeres... El
problema es que en el mismo proceso de instalación de ese discurso binario, a
la vez que visibilizan estas diferencias, se ocultan otras, puesto que refuerzan
la idea de que se trata de dos –y sólo dos-. Estemos de acuerdo o no con que
sean esas, y sean o no ciertas.
Por lo anterior, podemos decir que la sofisticación en el lenguaje está
esencialmente relacionada a la sofisticación de nuestra percepción sobre la
realidad. Y dado que las palabras son la materia prima de la que están hechos
nuestros pensamientos, la sofisticación en el lenguaje está también relacionada
con la sofisticación de nuestra forma de pensar la realidad.
Ergo: el empobrecimiento léxico, redunda en
empobrecimiento de los modos de percibir y pensar la realidad. Nada sólido puede construirse sobre estas
limitaciones.
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