Viviana Taylor
Acuñada al calor de los actos escolares, desde mi infancia me acompaña una especie de asociación refleja: cada vez que escucho “Revolución de Mayo” en mi cabeza resuena “el Pueblo quiere saber de qué se trata”.
Me sigue pasando. Como parte del Pueblo, sigo queriendo saber de qué se trata. Y con vicio de maestra, necesito pensar colectivamente, en voz alta (o a puro tipeo), con la sospecha de que no estoy sola en esta necesidad de aventurarnos a saber de qué se trata.
Mi primer problema es con la palabra “revolución”, y esa idea de que se trata de un cambio radical y rápido de las estructuras vigentes. Cuando era aquella niña vestida de paisanita que bailaba el pericón, la tenía más clara: Revolución era la de Mayo de 1810, y por ella nos reuníamos a celebrar el “cumpleaños de la Patria”.
Pero se nace una vez y listo. El cambio radical y rápido ya sucedió. Ya se nació. Ya se existe en tanto radicalmente diferente.
¿Es así? Y si no es así, entonces ¿qué clase de revolución es la Revolución de Mayo?
Mi hipótesis, y las/los/les animo a que me acompañen en esto de pensar colectivamente, es que la Revolución de Mayo es una revolución inconclusa. Una revolución que todavía estamos librando, y que estamos viviendo un tiempo en que esas batallas tienen plena actualidad. Batallas que libramos pretendiendo la construcción de consensos en torno de qué país queremos, y cómo lo proyectamos.
Claro que no es sencillo, ni fácil. Es más bien complejo, complicado, y probablemente imposible si nos sostenemos en la creencia de que se trata de construir consensos absolutos, que a todes nos incluyan y en los que todes nos reconozcamos parte.
Podemos pensar en un modelo de país con independencia económica, soberanía territorial y política, y una ciudadanía con derechos, más allá de que debamos discutir y acordar diferentes formas de construirlo, y hasta disentir entre diferentes momentos en su construcción. Pero somos ingenuos de toda ingenuidad si creemos que todos, todas y todes acordamos en que esa es la Argentina que pretendemos. Frente a esta, hay otra imagen de la Argentina que se pretende, menos soberana y más “integrada” (dependiente) “al mundo” (a las grandes potencias, el sistema financiero global, las corporaciones empresariales…). Y que ya abandonó la lectura, puteándome por el uso del lenguaje inclusivo (seguramente acusándome de bruta y asesina de nuestro tan maravilloso, rico e inmutable “castellano”). Perdón por el exabrupto, pero está aprobado por la RAE.
No hay revolución, que -por definición- no toque intereses. Y no hay manera de que eso suceda sin provocar una reacción violenta de quienes pierden privilegios. En nuestra historia, esas reacciones pudieron haber sido más sutiles o más dramáticas, pero siempre han sido brutales. Y es importante que aprendamos a reconocerlas porque de estas formas de violencia está atravesada nuestra identidad colectiva.
Bertold Brecht es el autor de una frase de una lucidez maravillosa: “el peor ignorante es el analfabeto político”. Y lo es porque va generando miseria con cada decisión, a cada paso y NO SE DA CUENTA.
No se da cuenta, porque su posibilidad de concientización está siendo enajenada permanentemente por los medios corporativos de comunicación (que también son grandes corporaciones empresariales y por lo tanto se benefician con ese modelo dependiente, cuyos intereses promueven y sostienen).
Quienes proponemos un modelo de país con independencia económica, soberanía territorial y política, y una ciudadanía con derechos, no perseguimos una utopía: queremos que nos dejen construir el país que sabemos que podemos ser, porque ya hemos transitado ese camino. Queremos poner patas para arriba esta estructura de privilegios y dependencia para construir una Argentina justa, libre y soberana.
Por eso necesitamos construir memoria colectivamente: porque sin memoria no hay verdad, y sin verdad no puede construirse nada que valga la pena.
Así lo entendieron muy bien quienes, en cuanto Beresford fue derrotado y Buenos Aires reconquistada, se deshicieron de los documentos del juramento de lealtad que encumbrados vecinos de la élite porteña -todos apellidos patricios que aún hoy se proyectan en la política- hicieron al imperio británico durante las invasiones inglesas. Sin embargo, los invasores no olvidaron: borrar la memoria de los hechos fue su modo de protegerlos.
También lo entendió muy bien Rivadavia cuando desapareció de la memoria a los Granaderos y a los soldados del Ejército de los Andes, no reconociéndoles deudas ni honores. Ni su nombre.
Y lo entendió muy bien Mitre, que escribió una deshistoria de la Patria y fundó el diario La Nación como “tribuna de doctrina” para divulgarla. Una deshistorización que sigue proyectada en la actualidad a través de su corporación de medios.
Fue así que nos fueron privando de nuestra identidad histórica. No es casualidad que en nuestro país coexistan la desaparición de la verdad histórica y la privación de nuestra identidad como Pueblo, con la desaparición de personas y la privación de la identidad de miles de niños y niñas bajo distintas formas de apropiación, cuya expresión más dramática y atroz fue la apropiación durante la última dictadura cívico-militar-clerical, pero que no es única ni ha terminado.
Lo entendió muy bien Federico Stürzenegger, al borrar de los billetes a “próceres muertos, que ahora representan un ser viviente que invita a pensar en el futuro y no en el pasado”, como dijo cuando presentó los billetes ilustrados con “peluches” (el sustantivo es suyo, no mío).
Lo entienden muy bien los medios corporativos de comunicación, que contaminan el espacio comunicacional con hechos irrelevantes y con lo que hoy llamamos fake-news, un nuevo eufemismo para no expresar lo que en realidad son: mentiras. Lo hacen como una muy eficiente estrategia para debilitar la verdad, y así van creando un sentido común cada vez más alejado de la realidad, y las condiciones para posicionamientos sociales y políticos cada vez más violentos y reaccionarios.
Así es como se construye un relato sin protagonismo popular, sin luchas, sin desaparecidos, sin muertos ni presos políticos, sin exilio, sin conquistas… En fin, sin historia. Un relato que va desautorizando hasta nuestras palabras, empujándonos a hablar en una especie de jeringoso donde terminamos sustituyéndolas por otras -lavadas e imprecisas- como si automáticamente su uso nos adscribiera a una “ideología”, y que Dios nos libre de semejante estigma. Como ya nos advirtiera John William Cooke, “en un país colonial, las oligarquías son dueñas de los diccionarios”.
Comencé con la hipótesis de que la Revolución de Mayo es una revolución inconclusa. Y que es nuestra tarea librar estas batallas por una Argentina con independencia económica, soberanía territorial y política, y una ciudadanía con derechos.
Si les resulté provocativa, o en algún momento causé enojo, incomodidad o molestia, eso también formó parte de mi intención. La idea es pensar colectivamente, así que mi invitación es a que se tomen el desafío de refutarla. Si en el camino se tropiezan con alguna verdad y con alguna certeza, celébrenla. Y compártanla. Aunque duela, porque la verdad suele doler, y muchas veces su revelación nos trae vergüenza. Pero siempre -como dice el periodista Gustavo Campana- es mejor asumir “la vergüenza histórica que repetir históricas vergüenzas”. Porque, como nos enseñó Rodolfo Walsh, “la verdad se milita”.
Y para un/una/une docente, la militancia de la verdad no es una opción. Es una obligación.
¡Feliz Día de la Patria!
Sigamos construyéndola colectivamente.
Viviana Taylor