Viviana Taylor
Mucho se va a hablar en estos
días de la fiesta del 10 de diciembre, que tuvo su epicentro en Plaza de Mayo
pero se extendió a muchas plazas de todo el país.
Mucho. Como mucho se habló y se
continúa hablando de la protesta del 8N.
Mucho. Como mucho se oirán
comparaciones entre una y otra.
No es ahí donde quiero poner la
mirada. No voy a sobreabundar sobre lo que resultará superabundante, sin la
necesidad de que sume mi relato a los que seguramente se construirán con los
más diversos sentidos.
Sí voy a detenerme en algo
tangencial. En un comentario. Un simple, llano y repetido comentario que no
calificaría para ser tenido en cuenta si no fuese porque suele repetirse como
un mantra cada vez que se produce un acontecimiento popular de este tipo.
Un comentario que atravesó las
redes sociales y se fue enriqueciendo: “están ahí porque los llevan en micro”. “En
micro y por el choripán”. “En micro, y por el choripán y la coca”. “En micro,
por el choripán y la coca, y les pagaron $100 por cabeza”. Me sorprende que en
la bola de nieve no hayan aparecido entre las dádivas la marihuana y algo de
cocaína… lo que demuestra no sólo que el rumor era infundado, sino que fue
generado por quienes poco y nada saben –realmente, en concreto- de lo que son
las relaciones clientelares.
Vamos por partes. Limpiemos un
poco el campo para quedarnos sólo con lo que valga la pena analizar.
Si se hace un cálculo rápido a
partir de los micros que -es cierto- estaban estacionados en las cercanías del
festejo y en los que llegaron grupos desde el conurbano y el interior del país,
de ninguna manera se explica semejante afluencia de gente.
Claro que muchos llegaron en micro.
¿Cómo se supone que podrían llegar, si no, las agrupaciones militantes y de
cualquier otro tipo que quisieron congregarse para estar juntas? Algunas
convocaron en sus sedes y llegaron caminando. Otros lo hicieron en
micros. Algunos cuántos más viajaron en tren, imprimiéndole festejo a los vagones.
Y no habrán faltado los que llegaron a pie desde sus casas, porque las
distancias lo permitieron.
La observación a la presencia de
los micros no requiere mayores análisis. Es la expresión más superficial del
prejuicio acerca de que si alguien va a un acto político en adhesión, apoyo o
festejo, y no para la queja, la resistencia o la protesta, es porque se lo ha
llevado. Contra su voluntad, engañado, o comprado.
El agregado de los choripanes, la
coca, y los pesos son la simple apelación a un refuerzo falaz del argumento. La
apelación a una matriz de interpretación sobre las relaciones en la política
que ya no son las que definen el vínculo entre los representados y sus
representantes. Ya no, al menos, para la mayoría de los casos. Porque si algo
ha cambiado en estos últimos años son los vínculos entre los líderes políticos
y quienes se sienten por ellos liderados. Un cambio que, quienes los ven desde
fuera y no se acercan lo suficiente como para poder comprenderlos, persisten en
explicar con matrices interpretativas que ya no son efectivas.
Antes de continuar quiero hacer
una acotación. Cuando hablo de matrices interpretativas estoy
haciendo referencia a esos modos de interpretación de la realidad que hemos
construido a través de la experiencia: con lo que hemos vivido, lo que hemos
visto, lo que nos han inculcado, los valores en los que hemos sido formados y
encarnamos, los principios y creencias que nos definen… En fin, modelos que
portamos, casi siempre inconscientemente, y que condicionan nuestra manera de
pararnos frente a la realidad, cómo la interpretamos, las decisiones que
tomamos, cómo actuamos.
El problema de las matrices es
que se vuelven cómodas. Una vez construidas están ahí, disponibles para ser
usadas. Y las usamos… aun cuando se revelan como insuficientes o inadecuadas.
Esto es lo que está sucediendo al
exagerar la importancia de la presencia de los micros, y reforzar mentirosa
pero efectivamente el argumento con chorizos, coca cola y $100. Es el
forzamiento de la matriz de interpretación para que cierre. Porque si no
cierra, habrá que construir otra… y el proceso de romper con lo que uno cree
sobre la realidad y construir formas nuevas no es sencillo. Y, a veces, hasta
duele.
Apelar a una matriz, por
inadecuada que sea, no es (necesariamente) un acto de inmoralidad, de falta
de inteligencia o de criterio de realidad. No estoy hablando de quienes
manipulan los prejuicios de otros para reforzarlos, sino de quienes apelan a
ellas honestamente.
La matriz está porque nos ha
pasado lo que nos pasó. Nuestra historia podría ser relatada como una larga
lucha entre fuerzas de exclusión y de integración.
Una larga lucha en la que la
historia reciente nos ha mostrado como sí es posible padecer la marginalidad
extrema, el aislamiento social, la pobreza absoluta. Una larga lucha en la que,
si estuvimos atentos, hemos advertido que la exclusión es el resultado de un
proceso que -cuando se manifiesta- ya estaba operando desde mucho antes. Y, si además de atentos ejercitamos cierto
criterio, hemos aprendido a reconocer los mecanismos que lo ponen en juego.
La exclusión es una zona de gran
marginalidad, de desafiliación, en la que se mueven los más desfavorecidos. Es
la zona de quienes padecen la falta de recursos económicos, pero sobre todo la
falta de posibilidades: carecen de soportes relacionales, de protección social,
de acceso a los recursos porque todo les queda lejos y no tienen forma de llegar… La
posibilidad de salir de esa zona no es una mera cuestión de ingresos: es
necesario operar sobre el lugar que se les procura en la estructura social a estos sectores de la población .
Claro que no todos hemos
transitado por esta zona de exclusión. Pero la mayoría de nosotros sí ha
padecido mayor o menor vulnerabilidad. Una zona
donde si bien nuestro vínculo social no llegó a romperse, sí experimentó alguna
forma de enfriamiento: precariedad del empleo, alternancia entre empleo y
desempleo, insuficiencia de la protección social, limitación en el acceso a los
recursos, y -sobre todo- la amenaza del peligro permanente de caída en la
exclusión. Un miedo que no es tonto, dado que en nuestras vidas hemos
experimentado una fuerte correlación entre la inscripción sólida en un orden
estable de trabajo (al que van anexas garantías y derechos) y la estructuración
de la sociabilidad a través de las condiciones del hábitat, la solidez y la
importancia de las protecciones familiares, la inscripción en redes concretas
de solidaridad. Es mucho lo que está en peligro cuando peligra el trabajo…
Esta zona, la que sí hemos
transitado muchos de nosotros, es estratégica: es en esta zona de
vulnerabilidad que tan bien conocemos donde se producen las fronteras hacia el
ascenso o la caída. Cuanto más se agranda la zona de vulnerabilidad, mayor es
el riesgo de ruptura que lleva a la exclusión. Un aspecto clave que explica
esta relación es que la protección social ha estado –en nuestra historia-
fuertemente ligada al trabajo protegido: la desestabilización de la organización
del trabajo implicó socavar las raíces de las políticas sociales.
En los últimos años las políticas
sociales se han concentrado sobre estas zonas. A pesar de seguir siendo
pronunciadas, ha habido un retroceso en las desigualdades, movilizado por un marco
general orientado hacia la integración: todos
los miembros de la sociedad pertenecemos al mismo conjunto.
Y, en tanto todos los miembros de
la sociedad pertenecemos al mismo conjunto, tenemos acceso a los mismos
dispositivos sociales: democratización del acceso a la enseñanza, a la
propiedad de la vivienda, a la cultura, al consumo… Es cierto que aún hay
sectores que no tienen garantizados el goce de estas protecciones, pero estamos
más cerca de pensar a la pobreza y la marginalidad como situaciones residuales
sobre las que todavía se puede operar, que como situaciones estructurales y
naturalizadas.
Esto es lo que mueve a la
esperanza: la posibilidad de mirar de frente, pero con optimismo, lo que
todavía falta por hacer. Porque se lo interpreta como “lo todavía por lograr”.
Y la esperanza es lo que nos
mueve a nosotros. La esperanza en un mundo estable, en la certeza de estar
siendo protegidos. La esperanza en que es posible que todos accedamos a un
trabajo legalmente regulado, y a una remuneración acorde. La esperanza en la
escuela pública como lugar de realización de la igualdad de oportunidades. La
esperanza en el acceso a bienes que algunos tienen tan naturalizados que sólo
los ven como facturas e impuestos a pagar, y para otros son la expresión
concreta de haber sido incluidos: el acceso a los servicios públicos, la
vivienda, el ocio y la salud.
No se trata de una esperanza
boba. Hemos asistido –y estamos asistiendo- a políticas que han entendido que
no se trata de una cuestión de inyectar recursos ni de compensar desigualdades, sino de
trabajar sobre la calidad del vínculo social.
Es una esperanza sostenida en un
largo proceso de reafiliación social.
Y eso es lo que se vio ayer: la
expresión de la reafiliación social, no del clientelismo político.
El clientelismo político nada
tiene que ver con esto. El clientelismo entendido como una forma de satisfacer
necesidades básicas en los pobres (vivan en el campo o las ciudades) es una
idea reduccionista, anclada en las prácticas iniciales de nuestra democracia.
Las relaciones clientelares así entendidas consisten en un intercambio
personalizado entre masas y elites, en el cual a cambio de favores, bienes y
servicios, las masas aseguran apoyo político y votos.
Si bien esta forma de clientelismo
puede perdurar como institución informal –y probablemente no desaparezca
mientras haya bolsones de máxima vulnerabilidad que resistan de esta manera la
caída en la exclusión- ya no reviste la influencia que se le pretende conferir.
Llamativamente, sí es dominante
como matriz de interpretación para explicar la adhesión de vastos sectores de
la población a las políticas populares. Matriz a la que unos recurren porque es
la disponible, y que otros se encargan meticulosamente de realimentar como
estrategia de resistencia a esas políticas que, por populares, afectan sus
posiciones de privilegio.
Así, se insiste en que es por el
clientelismo que los pobres siguen a líderes autoritarios. Y, de paso, se
refuerza la percepción de que la Presidenta y sus funcionarios lo son.
Así, se insiste en que es por el
clientelismo que se opta por medidas populistas. Y, de paso, se refuerza la
percepción de que estas políticas lo son.
No hay especialista en política
latinoamericana en general, ni estudioso de los procesos políticos en Argentina
en particular, que no esté familiarizado con estas imágenes estereotipadas del electorado
clientelar cautivo producidas por los medios de comunicación. Un estereotipo
que, por un lado, reduce todo vínculo entre representados y representantes a
esta práctica; y que, por otro lado, oculta el funcionamiento del verdadero
clientelismo en su dinámica más elemental, haciéndolo permanecer desconocido. Esta
imagen de una relación basada en la subordinación política a cambio de
recompensas materiales se deriva más de la imaginación y el sentido común,
alimentados ambos por las descripciones simplificadoras del periodismo, antes
que de la investigación social.
Si tratamos de entender los modos
en que se expresaba el clientelismo en épocas más recientes –por ejemplo, entre
los ’80 y los ’90- vamos a ver que ya se había transformado en una institución
mucho más compleja. Quienes obtenían un trabajo o un favor a través de la
intervención de algún puntero, no expresaban que se les hubiese requerido algo
a cambio. Sin embargo, sí se sentían en obligación -por ejemplo, de asistir a
actos-. Una obligación que debe ser entendida en el marco de una relación de
reciprocidad: el puntero necesita apoyo para seguir siéndolo, y el cliente se lo da porque le conviene
tener un puntero al que recurrir por ayuda. Era la forma naturalizada de
relación entre quienes padecían los problemas y quienes los resolvían.
Pero esta asistencia a actos
vinculados a la militancia puede ser entendida más profundamente si
consideramos que los actos partidarios pueden ser analizados como un ritual en
el que se manifiestan y evalúan las intenciones de los seguidores y los
mediadores/punteros. En este sentido, la asistencia a los actos es una buena
fuente de información sobre las responsabilidades que se tienen hacia un puntero.
Conviene ir para estar informado.
En este contexto, es un error pensar al acto como algo diferente, disruptivo de la relación cotidiana, algo que viene a agregarse. El acto, en cambio, pasa a ser una parte del proceso de resolución rutinaria de problemas. Un elemento dentro de una red de relaciones cotidianas
que se entramaban y permitían obtener un plan social, una medicina, un paquete
de comida, o un puesto público.
Algo más: en este tipo de
relación clientelar que predominó durante esos años, había un fuerte rechazo a
la idea de intercambio. Tanto clientes
como punteros hablaban de confianza mutua, de solidaridad, de trabajo
conjunto. Los patrones y sus punteros presentan su práctica política como una
relación especial con los pobres en términos de cuidado y de servicio. Esta negación –consciente o
incosciente- de los mecanismos que sostenían la relación terminaban generando
una percepción sobre la política que era excluyente de toda posibilidad de obrar
y pensar de otro modo. Una percepción que sostenía la exclusión al ignorar el
carácter inherentemente manipulador y coercitivo de esas prácticas; y al
legitimar en el acto de dar un estado desigual en el que se interpretaba como normal que unos pudieran dar y otros
tuvieran que recibir.
Aquí está el germen de esa
percepción que tenemos tan arraigada la mayoría de los argentinos respecto de
que hay un tiempo de política, un tiempo de elecciones, en el que las
demandas pueden ser rápidamente satisfechas porque los políticos quieren
conseguir votos. Y a su vez realimenta la creencia de que la política
partidaria es una actividad alejada de las preocupaciones cotidianas de la
gente, una actividad sucia, que
aparece cuando se acercan los tiempos electorales y desaparece con las promesas
incumplidas.
Sin embargo, en los últimos años
estas percepciones han sido sistemáticamente confrontadas.
De la percepción de la política
como una actividad discontinua, hemos pasado a una vivir una realidad social progresivamente
politizada.
De la percepción de que a través
de la política se puede acceder a mejorar la propia posición, hemos pasado a
una conciencia creciente de que la política debe estar al servicio del bien
común.
Pero la percepción que más se ha
transformado hay que ir a buscarla a los barrios más humildes, donde gran parte
de la gente ya no cree que haya que esperar la ayuda que viene de los punteros y los políticos en períodos de elecciones, sino que la mejora de su calidad de vida
pasó a ser un asunto cotidiano, una política de Estado.
Para finalizar, quiero volver al
tema del acto, que es lo que motivó estos pensamientos.
Cuando en los ’90 se extendieron
las zonas de exclusión, y cada vez más personas tuvieron menos acceso a los
bienes materiales y simbólicos, los actos políticos eran una gran oportunidad
para evadir por un rato la opresión cotidiana de la vida en la villa y el
barrio.
Sólo la consideración de la
privación extrema a la que las personas estaban sometidas puede volver
comprensible el sentido altamente simbólico que se le daba a un viaje gratis al
centro de la ciudad. El carácter del acto como espectáculo no puede ser obviado
cuando nos preguntamos por qué tanta gente asistía a actos que poco tenían que
ver con ellos. El choripán, la cerveza, la coca, el porro o la dosis de cocaína
eran parte de su carácter distractivo. El acto político como salida. En el más
brutal sentido del término: como salida –por un ratito- de la propia vida.
Lo que vimos ayer fue otra cosa.
Y aunque se insista en poner el acento en que hubo micros, y aunque se sugiera metirosamente
que se pagó o que la gente fue por un choripán y una coca, ahí estuvo la Plaza
llena.
Esta vez la gente no fue a romper con su cotidiano. Fue a celebrar.
Tenemos esperanza
Viviana Taylor