Por Viviana Taylor
Tiempos interesantes, tiempos
convulsionados. No es fácil vivir en estos tiempos, sobre todo si uno adhiere a
la mirada chiquita de la información predigerida que nos llega desde los
medios. Frente a la pantalla del televisor, frente al pliego del diario, frente
al aire de radio, según sea quien esté contándonos este tiempo, lo que se ve,
lee y escucha asusta.
Tiempos interesantes, tiempos
convulsionados. “Tiempos estimulantes, tiempos esperanzadores” es lo que yo
pienso. Miro alrededor y aunque por momentos me asusto, es ese mismo tipo de
susto que sentía al final de mis embarazos: sé que se viene algo bueno, pero
que no es fácil atravesar el proceso. Y, como lo hice con mis partos, me
preparo para una fiesta.
Tiempos interesantes, tiempos
convulsionados, tiempos estimulantes, tiempos esperanzadores. Lo que voy a
intentar es armar unos apuntes que me ayuden a ir pensando qué es lo que está
pasando.
Hace ya un tiempito que se viene
hablando insistentemente de la idea de “pueblo”. Sobre todo, mucho más desde los
cacerolazos del último jueves, que se multiplicaron en diferentes ciudades del
país. Parecería que estamos tratando de definir quiénes son efectivamente parte
del pueblo, y quiénes ni siquiera merecen arrogarse el derecho a pensarse
parte.
Yo voy a centrarme en la acepción
de pueblo como comunidad, simplemente porque es la que me resulta más
abarcativa, más integradora. Y ahí empiezan mis problemas, porque cuando
intento entender al pueblo como una comunidad, lo primero que me salta a la
vista es que estoy ante una pluralidad.
La pluralidad es un hecho.
Implica la existencia real de sujetos diferentes en las sociedades y en las
instituciones que forman parte de ella. Pluralidad que está dada no sólo porque
sea plural el número de individuos que las conforman, sino sobre todo porque
son plurales sus identidades, intereses, las funciones que en ellas desempeñan,
así como los lugares que ocupan, sus deseos y expectativas, aquello que
reconocen como propio y con lo que se identifican.
Estos elementos son, justamente, los
que determinan la existencia de grupos. Grupos que se caracterizan por una
relativa homogeneidad interna, con un mayor o menor sentido de pertenencia, a
la vez que por su diferenciación respecto de otros grupos.
Pienso, entonces, en nosotros –los
argentinos- como “Pueblo”. Un Pueblo conformado por una pluralidad de grupos,
relativamente homogéneos en su interior, que definen su pertenencia por
diferenciación respecto de los otros grupos, que también conforman el Pueblo. Y
pienso, entonces, que es la forma en que se resuelve la dinámica entre estos
dos polos de pertenencia-diferenciación, lo que determina la posibilidad de
convivencia. Pienso, sobre todo, que esto es lo primero que debería considerar
para poder pensar en estos tiempos. Tiempos interesantes, tiempos
convulsionados, tiempos estimulantes, tiempos esperanzadores. ¿Tiempos
violentos?
Mientras escribo estos apuntes,
está encendida la radio. Siempre está encendida la radio. Repiten justo en este
momento unas declaraciones del Senador radical Ernesto Sanz diciendo que “esto
termina mal” en referencia a la posibilidad de que a nuevos cacerolazos se
responda con contra-cacerolazos. Lo escucho y no me quedan dudas de que la
comunidad es más ideal que concreta. Es evidente que no existe una homogeneidad
tal en la que todos nos encontremos identificados, al modo de clones
culturales. Tampoco tengo dudas de que, en la medida en que las sociedades se
complejizan, se vuelve cada vez más difícil la existencia de un grupo homogéneo de individuos. Por el
contrario, estoy cada vez más convencida de que, justamente en la medida en que
las sociedades se complejizan, los grupos tienden a centrarse más radicalmente
en sus intereses particulares, con lo que las diferencias entre unos y otros se
profundizan. Defensiva y reactivamente, el otro se convierte cada vez más en un
absolutamente otro, en lo extraño. Y, en tanto extraño, algo de lo que se debe
desconfiar. El otro pasa a ser lo temido. Tiempos interesantes, tiempos
convulsionados, tiempos estimulantes, tiempos esperanzadores. ¿Tiempos
constructivos?
Si vuelvo a la idea de pueblo como
comunidad, y a la de comunidad como algo más ideal que concreto dada la
heterogeneidad que la conforma, entonces se me aparece como una exigencia
considerar en estos apuntes la noción de cohesión.
Pienso en la cohesión como una
función del Estado. Creo que es el Estado quien debe formular y ejercer las
acciones de política pública que aseguren una integración mínima dentro de la
heterogeneidad. La comunidad se convierte, entonces, en un proyecto. Claro que,
cuanto mayor es la complejidad de una sociedad, y más se ha radicalizado la
diferencia de intereses, pero sobre todo de interpretaciones, es proporcionalmente
mayor la necesidad de un Estado presente con sus políticas de cohesión.
En Argentina, a pesar de las casi
tres décadas transcurridas desde la vuelta a la democracia, es evidente que el
Estado democrático se halla aún en proceso de consolidación. El tipo de diálogos
en torno de este proceso nos ayuda a entender qué tipo de democracia pretende
construir cada grupo. Es muy revelador analizar cómo, durante el transcurso de
esta construcción, los diálogos han girado en torno de ciertas obsesiones. Por
ejemplo, durante la década de los ’90, las ideas de racionalización y
privatización eran las que se iban repitiendo en los discursos y análisis
políticos. Hoy vemos cómo, mientras desde algunos grupos se siguen repitiendo
estas ideas, desde otros la obsesión gira en torno de la seguridad, o de la
extensión de derechos a los grupos minoritarios, o de la corrupción, o de la
recuperación de lo popular, entre otras. Lo que me resulta particularmente
interesante es la ampliación de las ideas en torno de las cuales gira la
discusión, y el que la mayoría de ellas no sean excluyentes ni exclusivas. Es
ahí donde se encuentran los intersticios a través de los que se puede filtrar la
negociación. Tiempos interesantes, tiempos convulsionados, tiempos
estimulantes, tiempos esperanzadores. ¿Tiempos de aprendizaje?
Venimos de tiempos en los que habíamos
sufrido una creciente reducción de la esfera de influencia del Estado. Tiempos
en los que, a diferencia de lo que aquí hacíamos, los estados económicamente
desarrollados la iban extendiendo. La actual crisis económica globalizada no sorprendió
de igual manera a los que hicieron una y otra cosa. Si bien en muchas
cuestiones logró revertirse el proceso a tiempo, y en otras todavía está
haciéndose, estos esfuerzos no han sido ni son interpretados de igual manera
por todos los grupos de la sociedad. Este es uno de los puntos de conflicto, a
mi juicio, más fuerte en la situación de confrontación actual: no sólo el que
cada grupo se sienta movido por intereses diferentes, sino el que sean
diferentes sus matrices de interpretación respecto de lo que el Estado debe
hacer, y cuáles son las intenciones que lo mueven.
Es así que un Estado también puede
conocerse por cómo regula los distintos subsistemas de la sociedad para asegurar su integración, a pesar de
estas diferentes matrices de interpretación. Y esta regulación debe estar
legitimada, de modo que no dependa de un proceso de represión sino de la construcción
de una común-unión. Los modos de
legitimación pasan a ser, entonces, el concepto clave en este complejo
proceso.
Cuando hablo de legitimación me refiero al proceso por el cual el Estado trata de
consolidar estos procesos de identificación necesarios para la concreción de la
comunidad. Se relaciona, por lo tanto, con la pretensión de que cada individuo
se transforme en un ser idéntico al cuerpo social, que está normativamente
determinado. E implica el acuerdo acerca de cuál es el momento a partir del
cual aceptamos que el Estado tiene derecho de intervenir en esta transformación,
y a través de qué mecanismos. Aunque suene demasiado teórico, el ejemplo más
claro lo encontramos en la Escuela, que se ha convertido en el escenario
privilegiado de esta realización. Por eso, una de las discusiones que vuelven
cíclicamente a imponerse cada cierto tiempo se refiere a los años de
escolarización que deberían considerarse obligatorios (recordemos que hoy son
13) y no es casualidad que en la actualidad ya haya un acuerdo casi general –que
atraviesa a todos los grupos que conformamos la sociedad- respecto de las
bondades de esta extensión. No hay acuerdo, en cambio, respecto de los contenidos
de los que debería ocuparse la Escuela, al punto tal que muchos contenidos
curricularmente prescriptos están ausentes de las prácticas escolares
concretas. Pienso en los referidos a la educación sexual integral, pero también
a muchos contenidos referidos a las ciencias, y al tratamiento de las
efemérides. Pienso, también, en todos aquellos contenidos que la Escuela
transmite a través de la cotidianeidad de las rutinas escolares y las prácticas
de aula, aunque no los hayamos considerado como parte de la enseñanza: lo poco
práctica que resulta la arquitectura escolar si sólo la pensamos como
contenedora de la enseñanza, del mobiliario escolar y su disposición, de la
organización del tiempo de trabajo en unidades prefijadas, de las relaciones de
asimetría y poder entre maestros y alumnos, maestros y directores, directores y
funcionarios…
Por otra parte, está claro que las
personas no ingresamos al sistema escolar vírgenes de influencias y cultura.
Cada uno de nosotros -antes, durante y con posterioridad a nuestra
escolarización- hemos recibido y estamos recibiendo el influjo de los valores y
tradiciones de nuestra familia, de los grupos comunitarios y religiosos de los
que formamos parte, de los medios de comunicación y la opinión pública… en fin,
de nuestro grupo y contexto de
referencia. Valores, tradiciones, costumbres y creencias que hemos disfrutado o
padecido, con las que hemos acordado o a las que hemos cuestionado y hasta
transgredido. Y es esta práctica primera de adhesión y diferenciación la que
nos posiciona frente a las estrategias legitimadoras del Estado, según nos aproxime
o no a su discurso.
Consecuentemente, en respuesta a
esta función legitimadora -de reproducción ideológica- tanto la Escuela como
las otras instituciones del Estado, están muy lejos de ser fieles a la
diversidad que surge de la natural heterogeneidad de los grupos que conforman
la comunidad. En las instituciones del Estado los valores, los códigos de
conducta y aún el habla se hallan sesgados, distorsionados, en favor del grupo
dominante. Y los aspectos de la cultura, la práctica y la conciencia que no son
coincidentes con aquellos, son presentados como de menor valor. El choque entre
estos discursos y los relatos que de ellos surgen es inevitable. Y no estoy
ahora sólo pensando en la Escuela como escenario privilegiado de estas primeras
formas de legitimación, sino en los medios masivos de comunicación como su
continuación. Sigo con la radio encendida, y hace apenas un rato el periodista
Pepe Eliaschev me regaló un maravilloso ejemplo: ofuscado, en su editorial del
programa que conduce todos los sábados, se quejó de que si no fuese por Canal
13 y por TN jamás se habrían visto las imágenes del último cacerolazo. Pero me
consta haberlas visto, ese mismo día y en directo, en otros canales… Es más, siguieron
siendo repetidas para su análisis, incluso en los canales administrados por el
Estado o afines a él. No deberíamos asombrarnos de que los relatos se
naturalicen al punto de que cada grupo se crea defensor de la verdad y no se
vea a sí mismo como portador de un relato, y acusen a los demás de sí sostener
un relato al que ya no sólo descalifican, sino que niegan. Interesante territorio
el de la Escuela y otras instituciones del Estado, donde el cruce de relatos
está a la orden del día. Territorios donde no siempre lo dominante y hegemónico
es coincidente con el Estado, ni el Estado con el gobierno, y ni qué hablar
cuando los gobiernos locales, provinciales y el nacional sostienen diferentes
relatos… Tiempos interesantes, tiempos convulsionados, tiempos estimulantes,
tiempos esperanzadores. ¿Tiempos de definiciones?
Si pretendemos consolidar un estado
democrático, cuyos rasgos sean la libertad y la equidad, que considere la
diversidad en todas sus formas, y a partir de ella se busquen las coincidencias
mínimas que nos permitan construir la comunidad, necesitamos repensar de qué
estamos hablando. Repensarlo primero desde el interior de cada grupo, a fin de
entender cómo estamos significando lo que afirmamos. Y luego repensarlo juntos,
para construir algunos significados compartidos que creen la condición de
posibilidad para un proyecto común.
Dado que creo que necesitamos repensar de
qué estamos hablando, voy a comenzar por dejar sentado de qué estoy hablando
yo. Para mí, pensar en un Estado democrático, respetuoso de la libertad con
equidad, y de la diversidad, es necesariamente pensar en un Estado-Social-Regulador,
en contraposición a las propuestas de un Estado-Ausente-Liberal.
En estos apuntes que estoy escribiendo,
creo necesario considerar dos principios, dos pactos entre la Sociedad y el Estado,
que sostengo como los rasgos definitorios de un estado democrático. El primero
es la libertad, por la cual cada
miembro goce de la máxima libertad
compatible con la del resto. Y el segundo, la equidad para permitir que el
progreso de aquellos a quienes les va mejor posibilite el progreso del conjunto.
Y creo que este concepto de equidad es el que expresa la diferencia sustancial
entre los dos tipos de Estado que opuse en el párrafo anterior.
Para mí esta consideración es
insoslayable, ya que quizás la más fuerte de las obsesiones en torno de la que
giran en la actualidad los discursos democratizadores, es la tensión entre libertad y equidad. Y lo
que a mí me asusta de estos tiempos interesantes, convulsionados y estimulantes,
es que desde algunos grupos, especialmente aquellos con mayor acceso a los
medios hegemónicos de comunicación, se ha optado casi exclusivamente por el
primer pacto, realizando una desviación de sentido:
1. Se concibe a los pactos como una
disyunción exclusiva, “libertad o equidad”, con lo que se empobrecen
ambos conceptos, que deben ser entendidos como complementarios, dos pactos de
un mismo contrato social.
2. Producido este
empobrecimiento de significado y entablada la falsa disyunción, se opta por la
libertad, excluyendo la equidad.
3. La libertad sin equidad radicaliza
su significado: es libertad para
competir. Y en tanto libertad para competir, no se asumen las consecuencias
sociales del ejercicio de las libertades individuales.
Lo que subyace a este planteo es que la
equidad sobrevendrá por derrame. Claro que la única equidad que podría
derramarse es la que deviene de la equidad económica, con lo que el propio
concepto de equidad se empobrece aún más en su sentido. Pero, por otra parte,
la experiencia nos ha enseñado que ni siquiera esta forma empobrecida de equidad
sobreviene por derrame: cuando el Estado se niega a arbitrar, triunfa la
posición del más fuerte. Y, mientras los fuertes se fortalecen, los débiles
pueden debilitarse indefinidamente.
Tiempos interesantes, tiempos
convulsionados, tiempos estimulantes, tiempos esperanzadores. Tiempos en los
que es necesario sentarnos a pensar qué es lo que está pasando. Y
comprometernos en la construcción de lo que anhelamos.
Por Viviana Taylor