lunes, 3 de noviembre de 2014

Zaffaroni: la renuncia y sus consecuencias



Democratización de la Justicia

y prerrogativas del Poder Judicial

La inamovilidad en cuestión

 

Por Viviana Taylor

La reciente renuncia del ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación Eugenio Zaffaroni, que tendrá efecto a partir del 31 de diciembre de este año, reactivó el debate en torno de las demandas y las resistencias por democratización de la Justicia.


Es que justamente, en la carta con que la anuncia, Zaffaroni sostiene que “motivan esta dimisión razones normativas y, más lejanamente, éticas y de convicción personal” porque “secundariamente” pesa en su decisión la idea de que los cargos vitalicios son más adecuados a “los sistemas monárquicos” y “menos compatibles con los principios republicanos”. Las razones normativas a las que alude son “lo dispuesto en el 3er. párrafo del inciso 4º del artículo 99º de la Constitución Nacional”.


Un nuevo nombramiento, precedido de igual acuerdo, será necesario para mantener en el cargo a cualquiera de esos magistrados, una vez que cumplan la edad de setenta y cinco años. Todos los nombramientos de magistrados cuya edad sea la indicada o mayor se harán por cinco años, y podrán ser repetidos indefinidamente, por el mismo trámite. (CN, art. 99º inciso 4º)

Queda claro por qué Zaffaroni aclara sus motivaciones secundarias: por si su misiva pudiese ser interpretada como un pedido del necesario nuevo nombramiento, ya dejó constancia de que secundariamente pesan otras razones. Es inevitable fijar los ojos sobre Carlos Fayt, que –con 96 años que serán 97 ahora no más, el 1º de febrero- continúa en la Corte desde que Raúl Alfonsín lo propuso en 1983 y cuyo mandato parecería no tener otro fin - a pesar de que dispone la Constitución Nacional- que no sea la propia muerte. O que su esposa acepte que se quede en casa, como alguna vez bromeó. O que las corporaciones -con las que se lleva y a cuyos intereses sirve tan bien- ya no lo necesiten y por fin también se jubile, más allá de que sea o no cuñado de José Escribano, según afirman algunos periodistas y él se encarga de desmentir. Cabe aclarar que Escribano es el exdirectivo del Grupo Clarín que se reunió con Néstor Kirchner el 5 de mayo de 2003 –cuando era candidato a presidente- para pedirle que cumpliera con un pliego de condiciones que incluía el alineamiento con EEUU, la finalización de la revisión que estaba haciendo la Corte Suprema a las leyes de amnistía, y una condena al régimen cubano por violaciones a los derechos humanos.

La razón por la que Carlos Fayt puede seguir aún en el cargo es que, como había ocupado el cargo desde antes que la reforma constitucional de 1994 estableciera esta limitación en orden a la edad, logró que un fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación –de la que forma parte- le reconozca el derecho de permanencia.

Si consideramos que la Ley 26.183 redujo en 2006 el  número de integrantes de la Corte Suprema a 5 miembros, a partir del 1º de enero de 2015 se producirá una situación crucial: con los fallecimientos de Carmen Argibay en mayo y de Enrique Petracchi en octubre, la Corte ya había alcanzado esa cantidad; de modo que la renuncia de Zaffaroni la dejará en 4 miembros a partir de esa fecha. Y el Poder Ejecutivo Nacional deberá poner el marcha la designación del nuevo ministro para que lo ocupe.


Lo que vuelve especialmente interesante a esta situación –y de ahí que la considere crucial-  es que en cuanto la Corte quede con 4 miembros, son dos los caminos posibles a tomar: o bien puede completarse esa vacante, o bien se puede revisar cuál es el número para conformar toda la Corte. Al respecto, el subsecretario de Justicia Julián Alvarez manifestó cuál de estos caminos le resulta más provechoso de transitar, al asegurar que “después de diez años se abre la posibilidad de generar una nueva conformación de la Corte Suprema de Justicia”.

Los debates que se vienen en torno de cuál será la nueva composición del Tribunal seguramente reactivarán debates más de fondo. Y Zaffaroni aprovechó su carta de renuncia para dejar clara su posición al respecto: “Estamos asistiendo en nuestro país a un nueva Reforma Universitaria, que incluye a las clases trabajadoras y humildes, y el saber jurídico no debe permanecer ajeno a este movimiento de revolución pacífica y silenciosa”. “Estimo que la justicia -y el derecho en general- no profundizarán su democratización sin un cambio cultural que, ante todo, debe provenir de sus propias fuentes de producción académica”.



¿A qué se refiere Zaffaroni con “cambio cultural”?

En la constitución del Poder Judicial no interviene el pueblo sino a través de sus representantes: el presidente y los senadores en el orden federal. De hecho, hasta la reforma constitucional de 1994, tampoco se consideraba la elección directa del presidente sino a través del colegio electoral –aunque sí era directa en la Constitución de 1949-. Del mismo modo, la reforma de 1994 también estableció la votación directa de senadores, que antes eran elegidos por las legislaturas provinciales. Así, podríamos decir que la reforma de 1994 profundizó la democratización de la constitución del Poder Ejecutivo y del Poder Legislativo, pero no avanzó en la democratización del Poder Judicial.

La palabra democracia ni siquiera estaba presente en la Constitución de 1853: los constituyentes consideraron necesaria la inclusión de las palabras representativa y republicana, para marcar la diferencia con los estados oligárquicos que funcionaban bajo el nombre de república (como el de Venecia) y de las monarquías que tenían gobiernos representativos siendo monarquías de clase aristocrática (como Inglaterra). Pero no parecieron considerar indispensable agregar democrática, quizás porque pensaron que la democracia ya estaba implícita en las formas representativa y republicana, y más en ambas reunidas.

La primera referencia aparece en la reforma de 1957, cuando en el artículo 14bis se prevé la protección de la organización sindical libre y democrática. Y la de 1994 la expresa para calificar al sistema político en su artículo 36 –sistema democrático-, en el artículo 38 –al referirse a los partidos políticos como instituciones fundamentales del sistema democrático y a su organización y funcionamiento democráticos-, entre las atribuciones del Congreso, inciso 19 del artículo 75, la nueva cláusula del progreso –al programar la promoción de los valores democráticos- e inciso 24 –que prevé la atribución de aprobar tratados de integración exigiendo que respeten el orden democrático-.

Esta ausencia del concepto de democracia puede ser interpretada más claramente si consideramos que Alberdi y los constituyentes de 1853 optaron por el modelo estadounidense –opuesto por completo al europeo-. Los constituyentes estadounidenses, al proyectar el modelo que tomaría su Constitución Nacional, se preocuparon por controlar el poder central federal para evitar que suprimiese el principio federal, y por eso le dieron a todos los jueces, de los que no desconfiaban ya que por entonces constituían un poder no jerarquizado ni corporativo, la facultad de controlar la constitucionalidad de las leyes y, en última instancia, a su Corte Suprema. En lugar de encargarse los legisladores del control de los jueces –como en el modelo francés- pusieron a los jueces a controlar a los legisladores.

Esta doctrina se mantiene todavía vigente en nuestra Corte. Se entendió a esta atribución como un derivado forzoso de la separación de poderes, y por eso el control alcanza a los actos de los otros dos poderes, el Ejecutivo y el Legislativo: aunque las leyes emanen de los representantes del pueblo y los actos de la presidenta electa por voluntad popular, están siempre sujetos al control de constitucionalidad por los jueces, de cualquier grado e instancia. Sucede todavía hoy con la Ley de Servicios Audiovisuales (Ley de Medios) y con la deuda que se le reclama desde hace 11 años al diario La Nación, que llenaron archivos de cautelares. ¿Por qué no iba a suceder con las leyes para la democratización de la Justicia?

Para asegurar la independencia del Poder Judicial, que entendía como necesaria consecuencia del formidable poder que le era otorgado para controlar la constitucionalidad de los actos de los otros poderes, la Constitución de 1853 consagró dos prerrogativas: la inamovilidad de los jueces y la intangibilidad de sus compensaciones. Desde entonces, la Corte Suprema se ha amparado en esta doctrina, que sigue manteniendo, a pesar de la cada vez más instalada discusión respecto de la necesidad y conveniencia de asimilar la permanencia de los jueces a la periodicidad de los cargos electivos.


Acerca de la designación y destitución de jueces

En el orden federal, la Constitución de 1853 previó que los magistrados de la Corte Suprema y de los demás tribunales federales inferiores fuesen nombrados por el presidente con acuerdo del senado. Y, para su remoción, atribuyó con exclusividad la facultad de acusar a la Cámara de Diputados, y la de juzgar al Senado.

A partir de la reforma constitucional de 1994, se creó el Consejo de la Magistratura con el objetivo de afianzar la independencia de los jueces a la vez que procurar una justicia más eficiente. Desde entonces, estos objetivos no sólo no se cumplieron, sino que se ha acentuado una fuerte tendencia a la judicialización de la política, y se han profundizado las presiones y descalificaciones desde los medios y de parte de ciertos dirigentes políticos que pretenden lograr a través de los jueces lo que no logran instalar a través de la política. Y no pocas veces lo logran. La consecuencia es clara: la desconfianza pública en los jueces ha calado hondo al considerar las motivaciones de sus fallos.

El Consejo de la Magistratura, no es un órgano ni de designación ni de destitución de jueces, sólo de selección. Y tiene a su cargo la administración del Poder Judicial y de su presupuesto.

El órgano encargado de la destitución de jueces, según el artículo 115 de la CN, es un jurado de enjuiciamiento que reemplaza a la Cámara de Diputados y al Senado, tal como establecía la CN de 1853. Sin embargo, y aunque la integración de este jurado queda deferida a la ley especial prevista en el artículo 114 de la CN, señala que el jurado de enjuiciamiento estará integrado por siete miembros, entre legisladores, magistrados y abogados de la matrícula federal.

Tanto para el Consejo de la Magistratura como para el jurado de enjuiciamiento se pensó en una integración fuertemente corporativa: predominan los abogados. Y, dado que los legisladores que se designan suelen ser abogados, casi no queda margen para que se incorpore alguien que no lo sea.

En las provincias la situación es semejante. Sin embargo hay un caso excepcional que demuestra que este cambio de cultura del que habla Zaffaroni es posible: el de Chubut. Su Constitución provincial de 1994 incorporó el Consejo de la Magistratura con integración popular, un modelo hasta entonces desconocido en Occidente.

El Consejo de Chubut está integrado por cinco consejeros populares, que no pueden ser abogados ni empleados judiciales. Lo integran, además, cuatro abogados, el presidente del Superior Tribunal –que no preside automáticamente el Consejo- y un empleado judicial. La razón de esta composición es que se creyó altamente beneficioso para el poder y la independencia de los jueces, que puedan afirmarse tanto en la decisión libre y democrática de sus pares (los abogados en ejercicio de la profesión) como en la de los representantes del pueblo, democráticamente elegidos en elecciones generales.

Se trata de un Consejo de selección y –a diferencia del Consejo federal- también de designación de jueces y funcionarios judiciales. En ambos casos la legislatura debe estar de acuerdo y se exige mayoría calificada (dos tercios de los votos del total de legisladores)- para el rechazo, que se debe fundar adecuadamente. Y prevé la aprobación automática en caso de  no se expida en un plazo de 30 días.

En la práctica, los postulantes rinden un examen escrito y oral, y son interrogados públicamente, en acto público con presencia irrestricta, por el pleno del Consejo en entrevista personal. Luego se escuchan las conclusiones de los juristas invitados sobre los antecedentes y la oposición de cada concursante. Y por último, los miembros del Consejo deben fundamentar su voto a viva voz, explicando las razones que lo inclinan por un candidato y no por el otro. Esta modalidad promueve la transparencia en la selección y designación de jueces y funcionarios judiciales, aunque quedan exceptuados los ministros del Superior Tribunal de Justicia, el Procurador General y el Defensor General, que son designados por el gobernador con el acuerdo previo de dos tercios de la Legislatura.

Sin embargo, esta representación popular no alcanza a la destitución: en Chubut también es atribución de un tribunal o jury de enjuiciamiento, integrado por un ministro del Superior Tribunal de Justicia, dos diputados y dos abogados de la matrícula que deben reunir las mismas condiciones que para ser miembro del Superior Tribunal, elegidos por sorteo que  realiza anualmente el mismo Tribunal. Como lo habitual es que se elija un abogado por la mayoría y otro por la minoría que son generalmente abogados, la destitución sigue quedando en manos de abogados.

Dado que el Consejo también tiene las funciones de recibir denuncias sobre delitos, faltas en el ejercicio de sus funciones, incapacidad sobreviviente o mal desempeño contra magistrados y funcionarios judiciales, y la de instruir el sumario correspondiente a través de un consejero que se sortea (excluido el empleado judicial) que es quien debe remitirlo al Superior Tribunal o al Tribunal de Enjuiciamiento, según sea el caso, el sesgo corporativo que se compensó en esta instancia, queda intacto para el enjuiciamiento y la determinación de una posible destitución.

No es extraño que esta atribución haya sido la que más problemas le ha acarreado en la práctica al Consejo de Chubut.

Como vemos a través de estos dos casos –el federal y el de la provincia de Chubut- si los jueces no son elegidos popularmente, sus designaciones carecen de legitimidad democrática. Y no necesariamente porque las corporaciones no sean democráticas, sino porque se eligen a sí mismas, y porque no siempre sus intereses coinciden con el interés general, el de la sociedad, que es en definitiva el interés del destinatario de la justicia.

Si a esto le sumamos el hecho de que son inamovibles, y de las dificultades para su destitución (también corporativamente sesgadas), queda claro que la falta de legitimidad democrática de su origen se agrava como falta de legitimidad democrática de sus cargos y –por lo tanto- se extiende a la falta de legitimidad democrática de sus acciones y funciones.


Vientos de cambio: demandas de democratización de la justicia


Estamos atravesando tiempos interesantes. Tiempos en los que conceptos que hasta hace poco eran de exclusiva competencia de abogados, jueces y otros pocos académicos y entendidos en la materia, comienzan a discutirse públicamente.

Como hemos venido planteando en este apretado recorrido, la exclusión de la que hasta hace poco tiempo era objeto la ciudadanía para ocuparse de estos temas había sido afanosamente abonada desde los inicios de la organización nacional de nuestro país, cuando quienes triunfaron en la Batalla de Caseros el 3 de febrero de 1852 diseñaron la organización conservadora y liberal de nuestra República (representativa, pero no democrática) que fue consagrada en la Constitución de 1853.

Con excepción del breve respiro de la Constitución de 1949, esa misma organización conservadora y liberal se mantiene a lo largo de más de un siglo y medio, fortaleciéndose a partir de la dictadura cívico-militar iniciada con el golpe de Estado de 1976, que dio lugar a una interpretación de las ideas de comunidad, justicia, libertad e igualdad ajena a los intereses de la mayoría: ese es el contexto ideológico y –consecuentemente- doctrinal en el que se formaron jueces, legisladores, políticos, técnicos, académicos y profesores.

Como tan bien explicó Don Arturo Jauretche, este relato liberal –con el que apareció la falsificación de la historia, de los medios de comunicación, la enseñanza enciclopedista y/o eurocéntrica- es hijo de una mentalidad colonial. “La mentalidad colonial enseña a pensar el mundo desde afuera, no desde adentro. El hombre de nuestra cultura no ve los fenómenos directamente sino que intenta interpretarlos a través de su reflexión en un espejo ajeno, a diferencia del hombre común, que guiado por su propio sentido práctico, ve el hecho y trata de interpretarlo sin otros elementos que los de su propia identidad”. “Esta colonización pedagógica va a dar forma a una intelligentzia (no inteligencia), conformada por individuos que se autodefinen como intelectuales y están profundamente penetrados por esa superestructura, que se reduce a la determinación de modos y de un instrumental que opera en su formación y difusión, al tiempo que no permite que se transforme en inteligencia, y forme una cultura nacional, vale decir, una conciencia nacional.” (A. Jauretche, Los profetas del Odio y la Yapa. Buenos Aires, Corregidor 2004; 112 y 180).

Consecuentemente, esta mentalidad segregó al pueblo -al que asimiló al bárbaro en oposición a su aparente y pretendida civilización- y conservó para sí el último reducto no representativo ni democrático de poder, al que le otorgó (y se otorgó) atribuciones de control sobre los otros dos. Esta mentalidad no puede ser más opuesta a un modelo nacional y popular como el que lleva adelante la presidenta Cristina Fernández de Kirchner para todos los argentinos. Y no puede ser más afín a las vociferaciones en reclamo de más república, pero nunca de más representatividad ni más democracia, a la que nos tienen acostumbrados los más acérrimos opositores al gobierno, como Sergio Massa, Mauricio Macri, Hermes Binner, Gerardo Morales, y otros más entre los que se destaca Lilita Carrió con su muñeca Republiquita.

Estos sectores conservadores, liberales, con mentalidad colonialista, protegidos en un aparente derecho aséptico, incontaminado de creencias, doctrinas, ideologías y valores, en realidad se volvieron ciegos a sus propias creencias, doctrinas, ideologías y valores, que son contrarios a los del pueblo. Hicieron del derecho un derecho económico, con la única motivación de ganar dinero y distribuirlo entre pocos. Como bien planteó Jauretche, se amparan en la falsificación de los medios de comunicación, y para que realicen ese trabajo de distorsión sistemática de la realidad cuentan con los diarios Clarín y La Nación, seguidos por su banda de medios secuaces. Y son quienes han escrito los libros de los que estudiamos, quienes han inspirado las leyes que nos rigen y quienes administran la justicia en la que no somos juez pero tampoco tenemos parte.

Así, a medida que el Estado y los poderes Ejecutivo y Legislativo se van democratizando, el Poder Judicial se va consolidando como un contrapoder que no se adecua a los cambios, constituyéndose en el instrumento del poder concentrado, y cada vez más alejado de los ciudadanos. Una de las razones, como hemos visto, está en que en su origen no se halla la representación popular, dado que se lo pensó como un contrapeso para los otros poderes. Pero también contribuyen su inamovilidad y la intangibilidad de sus ingresos, el modo en que administran la justicia, y el sesgo corporativo en sus decisiones y funcionamiento, del que no es ajeno el hecho de que frecuentemente se integre por el ingreso de familiares y conocidos –lo que le ha valido el mote de “familia judicial”-.

Sin embargo, en los últimos tiempos, los desacuerdos en el interior de esta familia se han agravado.

Sólo por ejemplificarlo, podemos recordar el Comunicado que, con la firma de la Comisión Nacional de Protección a la Independencia Judicial, Junta Federal de Cortes, Asociación de Magistrados y Federación Argentina de la Magistratura, fue publicado en diversos medios el 6 de diciembre de 2012, en el que denunciaban haber recibido “la preocupación de una importante cantidad de jueces y juezas de todo el país, referida a hechos que agreden institucionalmente a un Poder del Estado y, como consecuencia de ello, a todos los ciudadanos de la Nación, ya que la injusticia es para todos.” Los hechos referidos eran, entre otros, la falta de cobertura de cargos de magistrados, las recusaciones y denuncias penales con el fin de separar a un juez de una causa, campañas difamatorias, pedidos de intervención a los poderes judiciales provinciales y, sugestivamente, agregaron a esta lista de agresiones institucionales los “intentos de modificación de algunas legislaciones locales en perjuicio de la estabilidad  y la independencia de los magistrados”.

El 11 de diciembre Justicia Legítima, la Asociación Civil que reúne a personas de distintos espacios para promover la transformación y modernización de la justicia argentina, les respondió con una solicitada firmada por jueces, fiscales, defensores públicos y funcionaros que, como parte integrante del Poder Judicial y de los Ministerios Públicos y de algunas de las organizaciones que habían firmado el comunicado del 6 de diciembre, les respondió manifestando no sentirse representados por el contenido del mismo:
Nos mueve el propósito de reconciliar al Sistema de Administración de Justicia con la ciudadanía, en tanto fuente única de su legitimidad, en virtud del desprestigio al que lo han llevado años de aislamiento.”


En ese sentido sostenemos que la independencia del Poder Judicial es un principio cardinal del sistema republicano, que no debe entenderse limitado a la relación que debe existir entre los poderes del Estado. Los magistrados también deben ser independientes de los intereses económicos de las grandes empresas, de los medios de comunicación concentrados, de los jueces de las instancias superiores e –incluso- deben ser independientes de las organizaciones que los representan.”

El debate democrático sobre las decisiones judiciales acerca el sistema de la justicia a la sociedad, y enriquece la calidad de las respuestas jurisdiccionales.”

La falta de cobertura de cargos vacantes en el Poder Judicial es un problema estructural del servicio de justicia, que afecta en definitiva a toda la comunidad. (…) Superar esta situación requiere de una articulación mancomunada de todos los sectores, dejando de lado posiciones cerradas y dogmáticas.”

“(…) la recusación de magistrados es el mecanismo procesal establecido en la legislación vigente para asegurar un eficaz servicio de justicia y garantizar la imparcialidad de las decisiones judiciales. Es una herramienta que, además de constituir un derecho de los justiciables, contribuye al fortalecimiento de la transparencia del desempeño profesional de la magistratura.”

La exhortación del comunicado, “para que no avancen en la modificación de las legislaciones locales en perjuicio de la estabilidad de los magistrados”, trasunta un interpretación incorrecta de los principios que rigen nuestro sistema constitucional de gobierno.”

El Poder Judicial debe velar por el irrestricto respeto a la facultad de cada provincia de darse sus instituciones y regirse por ellas en conformidad con lo dispuesto en el art. 5 de la Constitución Nacional. Lo contrario importa una vulneración al principio republicano de la división de poderes.”

 
Todos estos hechos y situaciones hasta aquí descriptos, han ido configurando un estado de permanente sospecha de ilegitimidad, frente a los cuales la sociedad ha respondido demandando leyes que le otorguen a la Justicia una mayor transparencia y legitimidad.


De la sanción de las leyes de democratización
a su declaración de inconstitucionalidad

El lunes 8 de abril de 2013, la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner encabezó un acto en el Museo del Bicentenario en la Casa Rosada, en el que presentó los seis proyectos de ley que, a modo de ejes conceptuales, están enmarcados en lo que hemos dado en llamar Ley de Democratización de la Justicia, de entre los cuales por el contenido de este artículo me centraré particularmente dos:

Ley de Reforma del Consejo de la Magistratura: sus integrantes pasarán a ser 19. Serán elegidos por voto popular y podrán acceder personalidades de distintos estamentos académicos y profesionales de alguna disciplina o ciencia, para evitar que sea “un cuerpo corporativo solo de abogados”, con iguales requisitos que los exigidos para la postulación de un candidato a diputado de la Nación. Se respetarán los mandatos vigentes, y se crearán concursos previos por materia y por nivel para efectuar la ocupación inmediata de las vacantes existentes. Los jurados de estos concursos estarán integrados por docentes concursados de universidades públicas, y no podrán ser jurados los miembros o empleados del Consejo. Será obligatoria la presentación de ternas por cada cargo a cubrir.

Ley de ingreso democrático al Poder Judicial y al Ministerio Público Fiscal y de la Defensa: Todo argentino con título de abogado podrá ingresar al Poder Judicial, y se realizarán sorteos por Lotería Nacional entre quienes aprueben por mérito los requisitos de ingreso para ser empleado judicial. Se respetará todo el escalafón de la carrera judicial para llegar a cargos de mayor responsabilidad y a los puestos de secretarios y prosecretarios se accederá por examen. Lo que se busca es una mecánica que establezca la igualdad de condiciones y no discriminación para quien no forma parte del Poder Judicial.

Este conjunto de leyes fue enviado al Congreso por el Poder Ejecutivo en los primeros días del mes de abril de 2013, y aprobados en dos jornadas –el 17 y  el 25 de abril- luego de largas y tensas sesiones en las que se los debatió apasionadamente.

Con el fin de ejercer presión sobre los legisladores que debían votar los proyectos, referentes del PRO, del Peronismo Disidente, de la UCR y del Frente Amplio Progresista instalaron una carpa blanca frente al Congreso, que contaba con una pantalla gigante en la que se podía observar el debate que se desarrollaba en el interior del recinto. También se repartió cotillón entre los presentes, para encender la protesta y atraer más asistentes.

Las seis leyes de democratización de la justicia entraron en vigor a partir de su publicación en el Boletín Oficial de la Nación.

Sin embargo, siguieron siendo cuestionadas por estos sectores de la oposición, a quienes se sumó el 30 de abril la Relatora Especial de la ONU sobre la independencia de los magistrados y abogados, la brasileña Gabriela Knaul, quien exhortó al gobierno para que reconsidere los proyectos de ley de reforma del Consejo de la Magistratura y de regulación de las medidas cautelares, por considerarlas contrarias a varios artículos del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y a los principios básicos relativos a la independencia de la judicatura (principios que, como sabemos, son la inamovilidad en el cargo y la  intangibilidad del ingreso).

Finalmente, el 18 de junio de 2013, tantas presiones dieron resultado. La Corte Suprema de Justicia de la Nación, con el voto de 6 de sus 7 miembros declaró la inconstitucionalidad de varios artículos de la Ley de Reforma del Consejo de la Magistratura: su nueva composición y especialmente los que determinan que los representantes de los jueces, los abogados y los académicos sean elegidos por voto popular y no por sus pares. Nada de democratización en el acceso a través de la representación popular. Estamos como cuando empezamos. O sea, estamos en 1853.

Eugenio Zaffaroni, el único miembro de la Corte que votó en contra del fallo, lo expresó claramente al sostener que la declaración de inconstitucionalidad de la reforma al Consejo de la Magistratura es “un exceso de los límites de control de constitucionalidad en tanto se atribuye decidir en el campo que la Constitución dejó abierto a la decisión legislativa”.

Llamativamente, el mismo día en que la Presidenta presentó los proyectos, la Corte parecía coincidir con esta certeza de Zaffaroni: su vocero, además de informar que los Ministros de la misma estaban en pleno a favor de los proyectos, se refirió a la elección popular de los integrantes del Consejo de la Magistratura señalando que la Corte no se referiría al respecto por tratarse de “un tema del Congreso”. Paradójicamente, una vez que el Congreso decidió, la misma Corte que le reconocía esta atribución se valió de la suya para ejercer su poder de control sobre él y sus decisiones.

Por eso no sorprende que, apenas minutos después de conocerse, el entonces jefe de Gabinete Juan Manuel Abal Medina haya señalado que el fallo de la Corte Suprema contra la votación popular para los miembros del Consejo de la Magistratura es “una afrenta al pueblo argentino” y sostuvo que “la profundización de nuestra democracia requiere la participación del pueblo en todos los poderes esenciales del Estado, más aun en el Poder Judicial”.


Así estamos…

El pasado  6 de marzo, durante la Apertura del Año Judicial 2014, el Presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Dr. Ricardo Lorenzetti, reconoció la necesidad de una reforma judicial con jueces “a la vanguardia y no detrás”. Está claro que aludía a la necesidad de una reforma judicial con características propias, al gusto acotado de los corporativos comensales.

Por supuesto, también insistió con la “la división de poderes”, cuya garantía –ha sostenido la Corte que preside, como hemos analizado- reside en la inamovilidad y la intangibilidad de sus ingresos, y en la función de control sobre los otros poderes, cuyos representantes son votados por el pueblo para un mandato con tiempo determinado. No así en su caso.

Quizás por eso cuando hizo referencias a la necesidad innegable de una reforma judicial, hubiese sido necesario que también explicitara por qué la Corte no decide hacerse cargo de que ese cambio sea en favor de la de la democratización de la justicia.

Sin embargo hay algo de lo que sí va a tener que hacerse cargo. Como hemos visto al principio de este artículo, la realidad indica que en cuanto quede vacante el lugar que Zaffaroni ocupa en la Corte, el Poder Ejecutivo Nacional pondrá en marcha los mecanismos para la designación del nuevo ministro que lo ocupe. Y quizás, hasta aproveche la oportunidad para probar una nueva conformación de la Corte Suprema de Justicia, más en acuerdo con los debates que se vienen en torno de la construcción de una justicia verdaderamente democrática, al servicio del pueblo. Esto es, una justicia pensada no desde los intereses del poder que la administra, sino desde las necesidades del pueblo y de los propios administrados. Un debate que –con la jerarquía conceptual y el compromiso democrático que se espera de ella- esta Corte no está dando.

Por Viviana Taylor