lunes, 27 de agosto de 2012

La escuela como nudo – 5º parte


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Estudiar no es crear sino crearse, no es crear una cultura, menos aún crear una nueva cultura, es crearse en el mejor de los casos como un creador de cultura o, en la mayoría de los casos, como usuario o transmisor experto de una cultura creada por otros. Más generalmente, estudiar no es producir, sino producirse como alguien capaz de producir. La educación prepara a los estudiantes para hacer, haciendo lo que hay que hacer para hacerse.
Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron





4º HILO. LA ESCUELA COMO LUGAR DE PARTICIPACIÓN Y DEMOCRATIZACIÓN
 Por Viviana Taylor




En la sociedad, la pluralidad es un hecho. Pluralidad que no se refiere a que el número de los sujetos que la conforman sea plural, sino a que son plurales sus identidades e intereses, las funciones que desempeñan, los lugares que ocupan, sus deseos y expectativas, aquello que reconocen como propio y con lo que se identifican.
Estos elementos, tan diversos como diferentes, son los que determinan la existencia de grupos. Grupos que se caracterizan por una relativa homogeneidad interna, con un mayor o menor sentido de pertenencia, y un sentimiento de diferenciación respecto de otros grupos. Grupos más o menos diferentes entre sí, más o menos distanciados, más o menos enfrentados, que conforman la sociedad.

Tenemos que partir de esta idea para comprender que la escuela es mucho más que el espacio para el intercambio instructivo entre maestros y estudiantes. La escuela es –ante todo- la institución socialmente responsable y forjadora de buena parte de los cambios que la sociedad en general y los individuos en particular puedan generar. Pero para que eso sea posible tendrá que ocuparse de crear y vivenciar condiciones democráticas para que luego se trasladen y crezcan en el ámbito social. Esto es, debe trabajar para que la convivencia democrática entre grupos que son tan diferentes sea posible.

¿Por qué ponemos esta responsabilidad en la escuela? Cuando hablamos de la escuela como un lugar de socialización, tendemos a pensar que hacemos referencia a un proceso por el cual las generaciones jóvenes internalizan las normas y los valores de una sociedad. Y muchas veces lo imaginamos como un fenómeno mecánico en el cual la sociedad delega en la escuela el papel activo, y los alumnos y estudiantes juegan el pasivo. Incluso muchas veces nos preguntamos si este papel no debería ser subsidiario a otras instituciones –como la familia- e intervenir sólo en los aspectos en que necesitan auxilio, o en los casos en los que fallan. Pero de pronto algo ocurre: alumnos que toman una escuela, peleas entre grupos de compañeros, una madre que golpea violentamente a un director,  denuncias telefónicas por prácticas políticas en las escuelas, protestas por la lectura de ciertos libros o la enseñanza de ciertos contenidos… Lo disruptivo aparece para romper esa fantasía mecanicista, y es cuando caemos en la cuenta de que deberíamos considerar al menos otros tres elementos, como para poder comenzar a pensar en lo que sucede puertas adentro:

1.     Lo que se internaliza en los procesos de socialización no es la realidad objetiva. Lo que se internaliza es una interpretación sobre la realidad, que ya ha sido transfigurada por las fantasías, los deseos y los temores de quienes nos precedieron. Esto es, lo que sabemos sobre la realidad no es la realidad; lo que sabemos sobre la realidad son las interpretaciones que hemos construido sobre ella, a partir de las interpretaciones que otros nos han inculcado y de nuestra experiencia a partir de esas relaciones.
2.     Dado que la escuela no es nuestro primer lugar de socialización, no llegamos a ella vírgenes de interpretaciones. Ya hemos transitado –y hemos sido atravesados- por procesos de identificación nacidos de los vínculos intrafamiliares. A través de esta primera estructuración de la personalidad, el individuo construye matrices de interpretación de modo que va a ir  haciendo proyecciones en el campo de lo social, que van a extenderse a otros adultos, sobre todo en la escuela. Y más tarde se extenderán a toda figura de autoridad, como las que se le presenten en los ámbitos de lo laboral y lo político. Una característica muy particular de este tipo de socialización es que se da en “contextos de iguales”. ¿A qué le llamo “contextos de iguales”? Las familias tienden a concentrar sus relaciones sociales en grupos que le resultan afines: cierto grupo religioso y no otros, cierto club y no otros, cierto grupo político y no otros, cierto barrio y no otros… Por rica que parezca ser la experiencia social que pueda promoverse desde una familia, siempre será dentro de un “contexto de iguales”, esto es, entre grupos con los que se comparten las mismas interpretaciones sobre la realidad. La escuela es la primera institución en la que la mayoría de los niños se encuentra con “lo diferente”: niños provenientes de otras familias, con otros universos interpretativos. Y esto siempre que consideremos a escuelas inclusivas,  y no a las que atienden a sectores muy particulares, y tienden a sumarse a ese contexto de iguales de la experiencia familiar.

Considerando estos dos nuevos elementos, es fácil advertir que el grado de identificación que cada nuevo alumno va a sentir con la escuela dependerá del grado de cercanía o distancia entre la cultura escolar que se propone y la cultura familiar que porta, o sea, entre esos dos universos de interpretaciones. De esta tensión ya me he ocupado en el 2º hilo de esta escuela como nudo.

3.     Pero el tipo de socialización que se produce en la escuela es todavía mucho más complejo que el relativo a estos dos aspectos. En ella, además, se promueve un tipo particular de experiencia que consiste en la socialización entre pares. Un tipo de socialización que sucede al margen de la intervención de los adultos, y de la que estos no siempre están conscientes. Voy a tratar de explicar sencillamente de qué se trata…

Junto con el tipo de socialización que estamos acostumbrados a considerar, existe otro modo de apropiación de la realidad que se lleva a cabo sin la intermediación directa de adultos, y que sólo funciona si se desarrolla dentro de un marco social de pares. Generalmente se da dentro de pequeños grupos, como el grupo de clase, la barra, o la tribu. Estos tipos de agrupamiento, crean las condiciones para que los niños y adolescentes se sientan protagonistas de sus propias acciones y decisiones, al no sentir la intromisión de la autoridad de los adultos. Este protagonismo en las decisiones es lo que les permite inaugurar el sentimiento de autoría: la sensación de ser dueños de sus propias elecciones y de los actos a los que llevan. En esto consiste el proceso de apropiación del acto. Un proceso que está opuesto a la fuerza tradicional de la autoridad, que tiende a reservar para los adultos la legitimidad en las decisiones. Dada esta tensión entre la apropiación del acto y la fuerza tradicional de la autoridad, es en los resquicios en los que la autoridad de los adultos disminuye donde los jóvenes advierten la posibilidad de tomar decisiones y llevarlas a cabo.  Por eso la escuela es el terreno donde se juega esta experiencia crucial para el desarrollo social, la participación y la democratización: es el lugar donde se promueve la posibilidad de tomar decisiones compartidas en grupos de pares que no provienen de contextos de iguales; grupos de pares que antes de emprender una toma colectiva de decisiones necesitan confrontar sus interpretaciones para construir acuerdos.

En síntesis, podemos decir que para nuestros chicos hay dos formas de estar en la escuela: por un lado, poniendo en juego las relaciones interpersonales con los adultos y las instituciones; y otra forma a través de la cual se apropian de sus actos, en la acción colectiva en sus grupos de pares.

Ahora bien, para que la escuela sea efectivamente un lugar de democratización es necesario que se configure como una comunidad en la que se promueva realmente esta apropiación. Este es el modo en que se favorece el desarrollo de la autonomía, como condición previa para el ejercicio pleno de la ciudadanía en una sociedad democrática. Claro que la situación no es sencilla siendo la escuela una comunidad plural. Si en ella confrontan grupos que portan interpretaciones diferentes, y necesitan construir significaciones comunes, es en la resolución de la dinámica  entre pertenencia-diferenciación donde se juega la posibilidad de convivencia. Vamos a detenernos un poco en este punto…

Así como sucede en la sociedad, en la escuela no todos los subgrupos se posicionan de igual manera en el grupo total. Alguno de ellos -ya sea por su mayoría numérica, su prepotencia, por su identificación con la cultura escolar o los modos que otorgan prestigio en el grupo de referencia- se encuentra en una posición de poder que lo convierte en el grupo dominante, aquel capaz de impregnar con su estilo, su identidad, y sus valores al gran grupo. Desde esta posición adquiere un cierto sentido lo que se entenderá como lo normal (aquello que es parte de la norma, lo que es aceptado y se identifica con lo que corresponde y debe ser) y es desde dónde, por confrontación, se definirá lo diferente. Cada uno de los otros subgrupos se posicionará en el grupo total en función de su mayor o menor afinidad con el subgrupo de referencia, adquiriendo una caracterización de mayor o menor normalidad, mayor o menor diferencia.

Lo más común es que desde la posición hegemónica se observe al resto de los grupos como si su único rasgo de identidad fuese aquel que marca la diferencia. Así es como los otros pasan a ser los judíos, los homosexuales, los discapacitados, los pobres, los gordos, los extranjeros, los villeros, los wachiturros, las culisueltas, los troskos... como si ese único rasgo alcanzara para definirlos en su identidad. Esta forma de definición implica una doble reducción:
·              En primer lugar, se asume lo diferente como marca de identidad, exclusiva de ese subgrupo y excluyente de cualquier otra. Así, lo que hace que un trosko sea trosko, sólo está en los troskos y en ningún otro grupo. Y, a la vez, un trosko sólo puede ser un trosko, y ninguna otra cosa.
·              En segundo lugar, se entiende lo diferente como déficit.

Los otros, los diferentes, pasan entonces a tener una identidad negativa: no se les reconocen sus marcas propias como algo con valor, sino como desviaciones respecto de la normalidad y lo deseable, marcados por el grupo dominante. Se los estigmatiza como la negación de lo que debe ser.
En la escuela, lo diferente suele entenderse sólo como lo visiblemente diferente: la posición económica, el color de la piel, la vestimenta que se usa, los modos particulares del lenguaje… Esta diferenciación se agrava cuando, además, es compartida por el grupo docente, que legitima la representación de la diferencia. Entonces se hablará de sujetos con necesidades especiales, reforzando la idea de lo diferente como marca de un déficit, y con el convencimiento de que estos sujetos están condenados a ser lo que su origen les marca. Así es que se piensa en la diversidad como grupos culturales absolutamente aislados del resto y plenamente homogéneos en su interior.

Ahora bien, esta pluralidad la tenemos en la escuela, y es evidente el requerimiento de una convivencia lo más armónica posible para que la tarea no se vea obstaculizada. Pero también es una oportunidad para que el desarrollo de los sentimientos de autoría -que derivarán en desarrollo de la autonomía- se produzca en contextos más inclusivos que preparen a nuestros alumnos para la construcción de una sociedad más democrática. Entonces, ¿cómo actuar entre diferentes?
Los discursos más extendidos proponen fomentar la tolerancia frente a la diferencia. La tolerancia parecería haberse convertido en la madre de todas las virtudes. Tolerancia que, en definitiva, no es otra cosa que in-diferencia: la negación de lo diferente. Satisfechos con nuestra tolerancia, no nos preocupamos por las condiciones reales en que están estas diferencias, y creyendo construir una escuela democrática y respetuosa de todos, enseñamos a nuestros alumnos a ser indiferentes y a levantar muros. Esta forma de tolerancia la entiendo más bien como un “no te metas conmigo y no me meto con vos”. Entonces pensamos en la escuela como un lugar aséptico, incontaminado de ese fastidio que es lo diferente, y a fuerza de evitar que emerjan las diferencias, vamos recortando el margen del conflicto: dejamos afuera la sexualidad, la religión, la política, las aficiones deportivas y las preferencias culturales; en fin, todo lo que nunca parece ser lo que debería. Y así nos contentamos con una escuela aparentemente integradora, centrada sólo en lo que nos iguala, sin darnos cuenta de que nos hemos quedado con una escuela que versa sobre la nada. No hay de qué asombrarse si esta situación es generadora de tantos chicos desmotivados, abúlicos o rebeldes.
Una actitud opuesta sería ignorar los lazos comunes, y legitimar –e incluso promover- prácticas discriminatorias, dando diferentes oportunidades educativas a cada grupo escolar. O sea, reproduciendo en el interior de las escuelas las mismas diferenciaciones que se sostienen respecto de estas en los circuitos educativos diferenciados, según dónde están insertas y las características socioeconómicas de las comunidades a las que atienden.
O, mal que nos pese admitirlo, una postura aún más difundida: reprimir la diferencia, llevando a primer plano el sistema de sanciones y calificaciones como elemento homogeneizador; y reproduciendo esa misma represión entre los propios alumnos a partir de prácticas  concretas o simbólicas de exclusión.

Las prácticas democratizadoras tienen otras exigencias. Se diferencian de todas estas posiciones no sólo en el hecho de que reconocen la existencia de las diferencias, sino en que además las aceptan como valiosas. Se trata de aceptar y defender la posición de que la comunidad se enriquece con diferentes aportes, y que lo que la define y la caracteriza como comunidad original, única e irrepetible es justamente esa pluralidad –original, única e irrepetible- de aportes que en ella se conjugan.

La democratización es la única vía que crea la condición de posibilidad para la verdadera convivencia. Las otras prácticas son descalificatorias, exclusoras, y terminan llevando a la desafiliación social. Y cuando una institución deja de acoger a las personas, deja de reconocerlas como sujetos de derecho. Es el primer paso para la instauración de la violencia, donde no hay otro propósito que la anulación del otro, al que –por desconocimiento- se vive como amenaza para la propia integridad. Sólo desde esta consideración se entienden las prácticas exclusoras –algunas que quedaron sólo en intento, otras aún vigentes- que se están promoviendo desde el Ministerio de Educación porteño y están siendo exigidas por algunos grupos de opinión para todo el país.

Las prácticas democratizadoras, en cambio, abren las puertas que permiten la afiliación social, la posibilidad de que todos los grupos que conforman esa pluralidad tengan un sentido de común-unión, de pertenencia en referencia a un proyecto en común que a todos los convoca, del que todos forman parte, al que todos aportan, y del que todos se benefician. Implica el reconocimiento de que no puede haber cohesión sin un ideal colectivo que mueva la colaboración de todos. Claro que acá aparece esa pequeña dificultad del lenguaje, hija de los universos interpretativos diferenciados: no a todos nos resuena el vocablo “colectivo” de la misma manera. Y si desde la escuela no se genera un significado común, será difícil ponerse de acuerdo cuando la identidad idiomática es pura fantasía: estamos tratando de comunicarnos, hablando lenguajes diferentes sin saberlo.
Para ello es necesario que desde la escuela se promuevan espacios de diálogo sobre lo que en realidad está en juego: los intereses y deseos que motivan a cada grupo, y los valores que regulan sus conductas. Mientras no se abran estos espacios, lo otro seguirá definiéndose como lo opuesto.

Antes de finalizar, no puedo dejar de destacar que la escuela tiene la función de crear interés por lo extraño. Es un error creer que la precondición de interés para que el aprendizaje sea posible es espontánea y está siempre disponible. Los docentes debemos dirigir la mirada hacia el otro en tanto otro, instalar el interés por lo extraño, sea otra cultura, otro pensamiento, otra posición, otro lenguaje… Ningún niño ni ningún adolescente será perjudicado por escuchar otras voces: la multiplicidad de voces y versiones es condición para el aprendizaje. Necesitamos entender lo diverso y complejo porque esa es la condición de la realidad: la diversidad y complejidad. Partir de otra condición es hacer de la educación una ficción.

Para fortalecer la democracia no alcanza con aumentar la cobertura del sistema escolar; no basta con que se amplíen los cupos en las escuelas. Es necesario que la misma escuela en su conjunto sea un espacio de dinámicas y prácticas de carácter democrático, erradicando de su interior las concepciones que no ayuden a educar en el pluralismo, la inclusión, la participación, la cooperación, la solidaridad. Las condiciones para una verdadera convivencia pluralista estarán dadas cuando tengamos una apertura tal que nos permita no sólo realizar una crítica a los valores de los otros, sino a los propios valores; cuando seamos capaces de incluirnos como parte de la diferencia.


Por Viviana Taylor

viernes, 24 de agosto de 2012

La escuela como nudo - 4º parte


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“Día tras día, se niega a los niños el Derecho a ser niños. Los hechos, que se burlan de ese Derecho, imparten sus enseñanzas en la vida cotidiana. El mundo trata a los niños ricos como si fueran dinero, para que se acostumbren a actuar como el dinero actúa. El mundo trata a los niños pobres como si fueran basura. Y a los del medio, a los niños que no son ricos ni pobres, los tiene atados a la pata del televisor, para que desde muy temprano acepten, como destino, la vida prisionera. Mucha magia y mucha suerte tienen los niños que consiguen ser niños..."
Eduardo Galeano





3º HILO. LA ESCUELA
COMO LUGAR DE DESEDUCACIÓN

Por Viviana Taylor


Para el historiador Luis Alberto Romero, “en tiempos mejores para la Argentina, la educación fue una prioridad de la que nos quedan, como mudos testigos, algunos magníficos edificios escolares; pero en algún momento, aunque los enunciados permanecieron, el sentido de esa política cambió[1].

Si hubo un momento en el que cambió –para peor- el sentido que desde la política se le daba a la educación, y desde el que la educación se pensaba a sí misma ¿cuándo fue que esto sucedió? ¿Y por qué?
Más que de un momento, deberíamos hablar de un largo proceso, en el cual se pueden señalar ciertos hitos fácilmente identificables. Esos hitos están constituidos por los momentos en los que los golpes a la educación fueron intencionales. Y es así como se puede seguir una línea de continuidad que partió desde 1966, cuando se interrumpió el más brillante proceso de modernización de la universidad argentina -y paralelamente se golpearon otros emergentes culturales, como el Instituto Di Tella-; línea que fue atravesada por el proceso dictatorial iniciado en 1976, durante el cual los golpes se sucedieron con más dureza; y alcanzó su punto culminante durante la democracia, en la década de los ‘90. Un proceso que abarcó prácticamente toda la segunda mitad del Siglo XX, y que consistió en una progresiva pérdida del sentido tradicional que la escuela –y la educación en general- habían detentado hasta ese momento, y que generó uno nuevo al que frecuentemente se la asocia: deseducación.

Vamos a detenernos un poco en este proceso. Durante estos años de la segunda mitad del Siglo XX, mientras algunos sectores pugnaban por reconstruir el tejido académico y afirmar los valores de la excelencia, otros consideraban a la Universidad como un botín a repartir. Fue en medio de estas tensiones que la Universidad fue perdiendo su función rectora sobre el sistema educativo, a la vez que se iba abriendo la puerta a la crítica a lo que se llamó enciclopedismo. Esta crítica, que resultó fecunda para el desarrollo de nuevas posturas pedagógicas y didácticas, terminó banalizándose y se convirtió en una caricatura de sí misma.  Y con ello desembocó en la desvalorización de lo que es esencial en la escuela: el enseñar. Consecuente, la escuela comenzó a sufrir un vaciamiento de contenidos.

Claro que este proceso no se daba en aislado. Paralelamente, el deterioro salarial progresivo había ido convirtiendo a la tarea docente en un trabajo descalificado, y le había quitado la connotación de lugar aspiracional para los sectores desde los que tradicionalmente surgían los maestros. El cambio de composición social de los maestros –que dejaron de provenir de los sectores con mejor acceso a los bienes culturales- habría sido una importante oportunidad para la consolidación de la escuela como lugar de ascenso social, de no haber estado acompañada por la supresión de las escuelas normales, que eran los lugares donde justamente se habían formado los mejores maestros. Este doble proceso de cambio de la composición social de la docencia y pérdida de los mejores lugares para su formación, comenzó a afectar la calidad de los docentes. Como si estas variables no fueran suficientes para explicar el deterioro de la calidad de la educación, se produjo la transferencia de las escuelas y colegios nacionales –sin el auxilio de los recursos financieros necesarios- a estados provinciales que en muchos casos ya eran incapaces de sostener por sí mismos su propia administración provincial. El golpe de gracia lo dio una reforma educativa que avanzó destruyendo lo que quedaba.
Un largo proceso de casi medio siglo en el que a fuerza de golpes se avanzó en la destrucción de la institución escolar.


Si bien es cierto que la universidad -que justamente en 1966 padeció la Noche  de los bastones largos- fue quien recibió los golpes más espectaculares, no s menos cierto que las heridas más profundas se produjeron en las viejas escuelas primaria y media. Una de las razones que explican por qué estas heridas, lejos de curarse, se fueron profundizando durante la transición democrática, es las estrategias para el mejoramiento de la calidad de la educación se centraron en torno del cambio de los contenidos, las normas y las prácticas. Lo que se esperaba era que estos cambios permitieran desmontar el orden que había imperado en la escuela durante todo el período anterior. Pero se desatendieron otros factores que también condicionan la calidad educativa, a los que se consideraba como meros temas tecnocráticos. Y ahí estuvo el problema. Las consecuencias, que se fueron haciendo progresivamente más evidentes,  produjeron la reacción de los docentes, que advirtieron que el deterioro de la calidad se estaba instalando como un argumento utilizado para criticar y desvalorizar su trabajo y el accionar de la escuela pública. Lo paradójico fue que la oposición a este tipo de discurso se basó en relativizar la problemática, y así fue que brindó argumentos que fortalecieron las visiones que pretendía combatir: no se puede confiar la educación a docentes que no son conscientes del deterioro que sufre, ni pueden surgir propuestas de mejora de instituciones que no perciben sus propias limitaciones.
Como veíamos al principio, fue en este contexto, el de los últimos treinta años del Siglo XX, que se gestó un nuevo concepto para dar cuenta de lo que estaba aconteciendo en las escuelas: la deseducación. Se trata de un concepto que intenta explicar el fenómeno por el cual muchas escuelas se transforman en centros de adoctrinamiento cuyo objetivo es imponer una obediencia que anule cualquier pensamiento autónomo y creativo. Como una radicalización de los fenómenos de control social, deseducar pasó a ser la maquinación ideológica.

En los últimos días este tema volvió a tener cierta relevancia. La razón es doble: por un lado, la preocupación surgió a partir de la denuncia mediática por la supuesta presencia de grupos militantes en actividades escolares –algunas de ellas planificadas por la Dirección de Fortalecimiento de la Democracia-, que venía a sumarse a una excesiva y sesgada cobertura mediática a la toma del Colegio Carlos Pellegrini por parte de su centro de estudiantes. Por otro lado, también contribuyó en la reinstalación del tema la reacción del Ministerio de Educación porteño, que habilitó una línea gratuita para denunciar aquellas actividades políticas. La presencia de estos dos hechos en los medios, fuertemente fogoneada desde las redes sociales, ha promovido que  haya comenzado a discutirse –bastante acaloradamente- la pertinencia de estas actividades.
Uno de los supuestos de base para negar tal pertinencia es que la política debe mantenerse ajena a la actividad escolar, ignorando que la educación es –en sí misma- una actividad política. Otro supuesto es considerar a los alumnos como vírgenes de toda influencia de ese sentido, un estado de inocencia que es preciso preservar de contaminaciones deformantes. Y un supuesto más, quizás el que mayores temores provoque, es la creencia en lo que podríamos llamar Ley del que Pega Primero; algo así como que “el que pega primero: pega más fuerte, dicta las reglas del juego, y deja marca. Todo el que llega después debe luchar contra el hecho de que los alumnos ya han sido marcados por la influencia exclusiva  y excluyente del que llegó antes”.
A pesar de estas preocupaciones, lo cierto es que el adoctrinamiento y la deseducación no devienen de la exposición temprana a la práctica política, sino que es fruto de la transmisión sesgada y unívoca de matrices de interpretación de la realidad, sean del signo que sean. Justamente lo que nos fue pasando durante el proceso al que me he referido. Una vez que estas matrices se han instalado en nosotros, pasan a conformar nuestro horizonte de interpretación de la realidad y de significación de la experiencia. Estas matrices marcan el límite entre lo que podemos ver y lo que no, lo que podemos interpretar y de qué manera, lo que podemos significar y el modo en que lo hacemos. Y todo lo que no puede ser asimilado por la matriz, permanece oculto, incomprensible, invisibilizado. La matriz es lo que nos señala lo que hay que mirar y cómo entenderlo, pero también son las anteojeras.
Paradójicamente, la única forma de evitar el adoctrinamiento y de luchar contra la deseducación, es la exposición permanente y temprana al tipo de experiencias que con tanta desconfianza miramos. Es la habitualidad de este tipo de experiencias lo que colabora en la promoción del desarrollo de un espíritu crítico y abierto a la diversidad de voces. Quizás sea esta la verdadera razón –más allá de las explicitadas- por las que tantos administradores y funcionarios escolares se resisten, desde sus lugares de poder, a la permeabilidad de la escuela a la política.

Justamente no son las prácticas políticas libres, diversas y variadas la raíz de la deseducación. Por el contrario, la escuela, como parte de un sistema institucional de control y coerción,  durante el proceso al que hemos hecho referencia –excepto por algunos intentos espasmódicos- intentó silenciar e incapacitar no sólo a los jóvenes que ingresaban al sistema educativo, sino a los adultos responsables de impartir enseñanza. Muchos docentes terminaron evidenciando la falta de un pensamiento crítico e independiente, y reprodujeron esa falta en sus alumnos. El aprendizaje rutinario, la falta de asociación de ideas y el estímulo de la memorización automática como recurso, son síntomas de esta falta, que a la vez fomentó la banalización de lo intelectual y facilitó el vaciamiento de los contenidos curriculares. Paralelamente, en un proceso que no hemos logrado aún superar, se indujeron conductas prejuiciosas y paranoicas en los docentes, y finalmente se promovió un grado creciente de hostilidad y violencia entre los adultos y los niños. La consecuencia: la muerte del deseo de aprender. Y la silenciada agonía del deseo de enseñar.
La situación se vuelve más compleja cuando relacionamos estas evidencias con las exigencias que se nos plantean a los docentes, producto de la emergencia de demandas sociales y económicas, de los efectos derivados del desarrollo científico y tecnológico, y de la propia transformación del sistema educativo. Limitados por las deficiencias propias de nuestra formación, por un sistema que –a pesar de los muchos progresos en este sentido- todavía lucha por garantizar la continuidad de la misma, y por una socialización profesional en la que muchos de nosotros hemos construido nuestros esquemas prácticos de acción en un contexto desfavorecedor, los docentes hemos ido configurando unas formas de trabajo difícilmente modificables.
Gastón Bachelard lo resumió magníficamente: “en el transcurso de una carrera ya larga y variada, jamás he visto a un educador cambiar de método de educación. Un educador no tiene el sentido del fracaso, precisamente porque se cree un maestro”.

Por Viviana Taylor


P.D.
La realidad, lamentablemente, acaba de regalarme un ejemplo perfecto de este proceso de vaciamiento de contenidos que redunda en deseducación. El jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Mauricio Macri, acaba de "prohibir" que en las escuelas porteñas se lea El Eternauta, como parte de la embestida contra la participación política en las escuelas, de la que forma parte la habilitación de la línea telefónica para denunciarla. Llamativamente el texto forma parte de los textos sugeridos por el propio Ministerio de Educación de la Ciudad. Dicha prohibición no sólo evidencia el nivel de ignorancia respecto de la obra sobre la que recayó la medida, sino la falta de respeto absoluta por los funcionarios que lo acompaña desde el Ministerio -a los que, en razón de la incoherencia, supongo que no ha consultado-, lo que se conjuga trágicamente en su sesgada matriz interpretativa respecto de lo que implica la política.
Espero que, prontamente, esté obligada a hacer un nuevo agregado a esta nota, aclarando la revisión de la medida.
P.D.2
Tal como expresé según mis deseos de ayer, se impuso un pronto nuevo agregado a mi nota. El jefe de gobierno porteño, Mauricio Macri, hizo marcha atrás con sus declaraciones del día del ayer, reconociendo que se había expresado de modo incorrecto. Estas idas y venidas aportan doblemente al análisis que he propuesto analizar en este nuevo hilo a desanudar: las razones de que la escuela se torne en un lugar de deseducación se sostienen fuertemente en visiones banalizadas y sesgadas de la práctica política; en posturas irreflexivas y espasmódicas que, lejos de prevenir lo que pretenden, atacan aquello que dicen sostener.


[1] Entrevista concedida a la Revista Viva, edición 1º aniversario, julio de 2004.

jueves, 23 de agosto de 2012

La escuela como nudo - 3º parte


Leer:



 

 

2º HILO. LA ESCUELA

COMO LUGAR DE RESISTENCIA Y CAMBIO SOCIAL

Por Viviana Taylor

 
 

Aunque suele pensarse en los teóricos de la resistencia como herederos de los planteos de la reproducción, lo cierto es que le dieron un giro claramente original al planteo.

Estos teóricos prefirieron pensar de un modo menos mecanicista, y por eso partieron de la idea de que, en la base social, existe un instinto o conciencia de clase que va generando formas espontáneas –no organizadas ni teorizadas- de resistencia a la explotación y a sus consecuencias: a la opresión política y la dominación ideológica. Esta es la razón por la que también se los piensa como pensadores de la contradicción.

 

Para entender de qué se trata la cosa, vamos a detenernos un momento en Bowles y Gintis, y su modelo de la correspondencia. Este modelo pone su foco de atención en la estructura de la institución escolar y las relaciones que se establecen en ella: entre los administradores escolares con los maestros, los maestros con los alumnos, los alumnos entre sí y con su trabajo escolar… Lo que plantean estos autores es que las relaciones sociales que se establecen en la escuela son comparables con las relaciones sociales que se establecen en el trabajo adulto, ya que entre unas y otras advierten una correspondencia estructural. Es decir, que se pueden analizar las relaciones sociales en la escuela como una réplica de la división jerárquica del trabajo.

Dada esta correspondencia, señalan que la misma resistencia que se advierte en los obreros frente al ritmo y las condiciones de trabajo en los talleres, es la que se observa en los niños como resistencia a la escolarización y al proceso de inculcación de la ideología dominante. Estas formas de resistencia pueden ser más o menos violentas (como en los casos del vandalismo, peleas entre grupos y robos) pero también hay formas de resistencia pasiva, como el rechazo a la terminología escolar y la capacidad para seleccionar de la enseñanza sólo lo que sienten que les va a ser útil y da sentido a su instinto de clase.

Otro señalamiento muy interesante es que, así como los patrones suelen estar más interesados en los rasgos de comportamiento de los candidatos a los puestos de trabajo que en sus capacidades técnicas  y cognitivas, esto también se ve en la escuela. Y a partir de esta afirmación explican que en los niveles inferiores de escolaridad se forma para la sumisión a las normas impuestas; en los niveles intermedios se fomenta la capacidad para tomar decisiones sin una supervisión constante, pero con objetivos previamente fijados por la autoridad; y en los superiores se trata –ya interiorizadas las normas- de premiar la libertad y la autonomía. Claro está que esta libertad y autonomía se entienden enmarcadas en esas normas previamente internalizadas.

    Lo interesante en la obra de Bowles y Gintis es que eso mismo que los teóricos de la reproducción señalan como funcional para el sistema económico, ellos lo significan como lugar de conflicto y de tensiones. Y estos conflictos y tensiones están generados por una contradicción fundamental que se juega en la escuela:

·         Por una parte, la escuela tiene que formar ciudadanos capaces de desenvolverse en el Estado Democrático Liberal, en conformidad con la concepción de los derechos del hombre que le sirve de base.

·         Pero por otra, debe preparar a esos mismos ciudadanos para ocupar un lugar determinado e integrarse en la producción, respetando los derechos de la propiedad en que se funda.

De aquí deriva, entonces, la tensión principal del sistema escolar actual: cómo formar a un ciudadano para una sociedad en que se aseguren los derechos civiles para todos, mientras se reserva la plenitud de los derechos políticos para una élite. Una contradicción que sería constitutiva de la sociedad capitalista avanzada.

 

Por otra parte, además de haber puesto un mayor acento en la contradicción y el conflicto, los teóricos de la resistencia prefirieron adoptar una mirada más cercana a la capacidad de los agentes sociales para construir su propia realidad social, y por eso abandonaron los enfoques macrosociales y centraron sus estudios en los procesos que se viven en el interior de las instituciones. La obra de Paul Willis es uno de los intentos más importantes en este sentido.

 

La parte central de su teoría de la resistencia resalta las analogías entre la cultura contraescolar y la cultura obrera de fábrica. En coincidencia con los teóricos de la correspondencia, Willis acepta que los contextos fabril y escolar se configuran como espacios alienantes que impiden el desarrollo de los sujetos. Sin embargo,  subraya que –a pesar de las duras condiciones a las que están sometidas- las personas inmersas en esa cultura obrera de fábrica se esfuerzan por buscar significados e imponer marcos conceptuales, por ejercer sus actividades e intentar disfrutar de las mismas, y se abren paso a través de las experiencias monótonas de la fábrica para construir una cultura viva que está lejos de ser un simple reflejo de lo impuesto. También señala que esto mismo se da en la cultura contraescolar, como un intento de crear un cuadro de interés y diversión más allá del currículo oficial.

En consecuencia, en la teoría de Paul Willis, los actores sociales no son receptores pasivos de los recursos culturales recibidos, sino que asumen activa y creativamente las posibilidades para explorar, dar sentido y responder a las condiciones estructurales y materiales heredades. La cultura, entonces, es entendida como experiencia vivida y como proceso de aprendizaje de los actores; no como un reflejo mecánico de la producción, sino como una instancia autónoma, productora de efectos transcendentes.

 


Por otra parte, los teóricos latinoamericanos se han concentrado en la indagación sobre las formas de resistencia y lucha contrahegemónica por la liberación de los pueblos, en particular los originarios. 

 Al igual que los teóricos de la reproducción, sostienen que la escuela, en tanto dispositivo de la reproducción cultural de la cultura ciudadana, junto con los conocimientos transmite un sistema de lealtades y la jerarquía como forma natural de las relaciones sociales, y en consecuencia difunde todo un currículum oculto que en la práctica funciona como uno de los más importantes disciplinadores que posee un Estado. Sin embargo, también señalan a la escuela como el ámbito propicio para expandir y ejercitar la antidiscriminación.

Un hecho claramente visible es que la discriminación nunca se ejerce sobre los sectores poderosos de la sociedad, que han logrado a través de múltiples mecanismos –económicos, sociales y culturales- imponer sus intereses y su propia visión del mundo como la hegemónica y reproducirlos como si fueran de interés general de la sociedad.  Por contraposición, se nos aparecen como grupos claramente referenciados los judíos, los negros, los indios, las mujeres, los pobres, los villeros... Y otros, ni siquiera eso: ya que uno de los mecanismos más profundos que opera para la existencia de la discriminación es la invisibilidad, la naturalización de las conductas discriminatorias. En consecuencia, la discriminación se ejerce sobre todo aquello que se aparta de lo hegemónico, lo que social, política y culturalmente se ha definido como “correcto”, lo que puede asimilarse al modelo de lo humano impuesto por el paradigma instalado por la burguesía con la Revolución Francesa. Es el modelo del varón blanco, instruido, pudiente, heterosexual, cristiano, sin discapacidad visible; concepción que relegó a los pobres, los analfabetos, los extranjeros, las diferentes etnias, las religiones no dominantes, las otras identidades de género y los discapacitados -entre otros grupos- a ejercer una ciudadanía de segunda, la que corresponde a los diferentes e inferiores. Es por esta razón que se juzga necesaria la construcción de un nuevo concepto de ciudadanía, de un nuevo contrato social. Y estas son las razones que explican el aumento actual de la conflictividad en una sociedad como la nuestra, que está en plena revisión de este contrato: los grupos privilegiados por el contrato social hasta ahora vigente sienten que la extensión de sus derechos exclusivos a otros sectores sociales implica un recorte de los propios –aunque objetivamente no se trate de un recorte para unos, sino de su extensión a todos-. Ejemplos recientes de este proceso de revisión del contrato social lo constituyen –sólo por nombrar dos- la Ley de Identidad de Género y el Matrimonio Igualitario. Revisiones más sutiles, pero igualmente resistidas, son –por ejemplo- el financiamiento de créditos blandos a las PyMES, de proyectos educativos como Conectar Igualdad y la Asignación Universal por Hijo. Y los más resistidos, por tocar el punto nodal del conflicto, la participación política en las escuelas y las cárceles.

 

Quizás lo más interesante de estos planteos es que se esfuerzan por develar los mecanismos que operan para el ejercicio de la discriminación. Si bien son múltiples, voy a referirme sólo a dos, que en la esfera de la cultura son poderosísimos. Uno es el aparato educacional y el otro es el lenguaje.

Por una parte, si bien la escuela puede ser un excelente mecanismo para el cambio cultural -y de hecho lo ha sido y lo sigue siendo- es al mismo tiempo un dispositivo muy claro de la reproducción cultural del sistema social. En un momento de profundo cambio social como el actual, en el que nuestro contacto con la diversidad ha adquirido una dimensión radicalmente novedosa, se hace urgente debatir el papel de la escuela como espacio de acogida y de inclusión. Sobre todo porque, aunque nos resistamos a este debate, la realidad se nos está imponiendo. Y, cuando la realidad se nos impone sin que nos hayamos permitido reflexionar sobre ella, terminamos actuando reactivamente. Un ejemplo triste y reciente de acción reactiva es la presentación que ha hecho el Ministro de Educación porteño, Esteban Bullrich, de una línea telefónica gratuita para denunciar toda sospecha de actividad política en las escuelas.

Desde la vereda opuesta a las actitudes reaccionarias, una escuela inclusiva reconceptualiza el fracaso ante el aprendizaje que sufren los más afectados por su diversidad y lo entiende no como algo natural a cierto alumnado, sino como resultado de la falta de adaptación del sistema educativo y de su incapacidad para ofrecer una respuesta transformadora a un entorno más complejo. En las escuelas inclusivas se enfoca la diversidad como un recurso y una oportunidad para el aprendizaje, pero para eso es necesario superar las actitudes que son fuentes cotidianas de exclusión y de formas frecuentemente sutiles de racismo, como el etiquetaje del alumnado procedente de la inmigración y de grupos minoritarios, la esencialización de su diferencia, o el relativismo y la indiferencia en que desembocan concepciones superficiales de la tolerancia. El estudio de estos aspectos del contacto intercultural es algo ineludible si, más allá de las respuestas simples que pretenden reducir la incertidumbre generando nuevas fronteras, lo que se quiere es aprovechar la oportunidad para revisar críticamente los supuestos en que se basa nuestra convivencia y renovar nuestra idea de la educación.

Por su parte, el lenguaje es uno de los más formidables formadores del pensamiento y la conciencia. Es el estructurador básico de nuestras categorías de pensamiento y por lo tanto es un excepcional mecanismo de producción y reproducción simbólica e ideológica. En consecuencia, el lenguaje también reproduce y refuerza la discriminación y los prejuicios. Por ello es tan importante trabajar con el lenguaje como contenido de análisis, de modo que su uso se visibilice, se vuelva consciente, y así podamos modificarlo. El objetivo es tender a la construcción de una sociedad plural y democrática, incorporando el respeto por las diferencias como parte constitutiva de la modernidad.

 
 

En síntesis, estos modelos que entienden a la escuela como lugar de la resistencia y el cambio social, nos llevan a entenderla no sólo como el lugar en el que se transmite el capital cultural existente, sino aquel en el cual, al mismo tiempo, se ofrece la oportunidad para transformarlo, enriquecerlo y ponerlo en cuestión. Un lugar donde se promueva el desarrollo de competencias reflexivas, que sólo se alcanzan si se activa el surgimiento de la capacidad crítica mediante el permiso al cuestionamiento de certezas socialmente instituidas, de modo que al institucionalizarse la vigencia de la reflexión y el cuestionamiento como motor de cambio y enunciación de novedades, la escuela misma se instituya como uno de los espacios significativos para la transformación cultural y la formulación de utopías y proyectos.

 

 

 Viviana Taylor

 

martes, 21 de agosto de 2012

La escuela como nudo. 2º parte





“En la escuela no se educan pastores para rebaños, sino rebaños para pastores.”

León Tolstoi



1º HILO. LA ESCUELA COMO LUGAR DE REPRODUCCIÓN Y CONTROL SOCIAL

Por Viviana Taylor








Cuando hablamos de comunidad estamos haciendo referencia a una noción más ideal que concreta: no existe una homogeneidad tal en la que todos los que pertenecemos a la misma comunidad nos encontremos totalmente identificados, al modo de clones culturales. En la medida en que las sociedades se complejizan, se vuelve imposible la existencia de un grupo homogéneo de individuos. La cohesión, entonces, pasa a ser una función del Estado, que es quien debe formular y ejercer las acciones de política pública que aseguren una integración mínima dentro de la heterogeneidad, de modo que la convivencia social sea posible. Así, eso que llamamos comunidad es, más que nada, un proyecto. Corolario: a mayor desarrollo de una sociedad, mayor presencia de un Estado fuerte.



Ahora bien, ¿cómo es posible, desde el Estado, decidir qué acciones de política pública formular y ejercer? Existen dos vías para determinarlo: una es la de la represión, que se va a concentrar en la vigilancia, el control y el disciplinamiento. Otra vía es la de la legitimación, que es el proceso por el cual el Estado trata de consolidar los procesos de identificación necesarios para la concreción de la comunidad. Y se relaciona, por lo tanto, con la pretensión de que cada individuo se transforme en un ser idéntico al cuerpo social, normativamente determinado, y con el acuerdo acerca de cuál es el momento a partir del cual el Estado tiene derecho de intervenir en esta transformación. La escuela se ha convertido en el escenario privilegiado de esta realización y se ha esforzado por lograr esta identidad entendiéndola como homogeneidad,  lo que podemos ver reflejado en el ideal del currículum único.



Para comenzar a comprender cómo funciona este currículum, analicemos uno de los elementos que lo constituyen: el panóptico. Michel Foucault -quien analizó los mecanismos de poder y saber, según lo que él mismo ha llamado tecnología disciplinaria- describió cómo la sociedad ha sido organizada proclamando la vigilancia continua de los individuos, lo que ha producido el desarrollo de un número impresionante de instituciones de observancia y control: la cárcel, el hospital psiquiátrico, la fábrica, la escuela. Todas ellas se han manifestado sobre la base del modelo del panópticoobra de Jeremias Bentham- que consiste en una forma arquitectónica que facilita una mayor seguridad y vigilancia de la conducta. En el panóptico no hay indagación, sino vigilancia y examen.

En el terreno pedagógico, el panóptico se concretó a través de los programas, los reglamentos escolares, los proyectos arquitectónicos, las normas para su funcionamiento… todos elementos cuyas características pueden apreciarse en el proceso de satisfacer las necesidades de disciplina y enseñanza, mediante mecanismos de vigilancia –algunos sutiles y otros no tanto- en donde los métodos disciplinarios individualizan en la multiplicidad, y permiten producir en el individuo la internalización de la mirada controladora. Así, el mejor vigilante para el alumno pasa a ser el propio alumno.

La práctica diaria de mantener el control en las instituciones escolares tiene el sentido de asegurar la continuidad en la transmisión ideológica, gracias al carácter insistente, persuasivo,  y –sobre todo- repetitivo de la enseñanza. Esto ha dado lugar al sostenimiento a la superioridad del conocimiento del profesor, que es quien impone un lenguaje, un conocimiento y una serie de actitudes; una selección de libros, un método de aprendizaje y prácticas pedagógicas en general; todo lo cual está impregnado por una fuerte carga ideológica, frente a los cuales la única respuesta posible es la aceptación. El alumno, en su proceso de aprendizaje, debe adquirir los conocimientos y absorber una diversidad simbólica sobre la cual no se le permite crítica ni cuestionamiento. Con el tiempo, el educando empieza a concebir la realidad a partir de las prácticas pedagógicas rutinarias que se conformaron en pautas de comportamiento y pensamiento.

Esta conformación de ideas es lo que identifica a la educación como un espacio social privilegiado en la construcción y reproducción de los sentidos, significaciones, valoraciones y prácticas socialmente legitimados, y a los que la educación misma contribuye a legitimar.



Es en este sentido que se entiende a la educación escolar como un ámbito fundamentalmente político, ya que desarrolla una visión del mundo, una interpretación de la realidad, que corresponde a la clase dominante pero de la cual participamos todos, y que todos –especialmente los maestros- contribuimos a difundir y consolidar.



La evidencia más claramente visible del panóptico es arquitectónica: en la construcción de las escuelas ya no es tan importante la vista exterior (como sí lo era en los edificios de principios del siglo XX) sino el espacio interior, que permite un control articulado y constante. El maestro tiene la posibilidad de vigilar y de construir un saber sobre los que vigila. Un saber que no se caracteriza por determinar si algo sucedió o no, sino que trata de verificar si un individuo se conduce o no como debe, si cumple con las reglas, si progresa… es un saber que establece qué es lo normal y qué no lo es, lo correcto y lo incorrecto, lo que se debe y lo que no. En esto consiste la tecnología individualizante del poder: si ha logrado recortarnos de la masa, es porque estamos en falta.

Como vemos, el sistema escolar implica la imposición del arbitrario cultural de la clase dominante. Con este término Bourdieu pretende subrayar una idea central en su sistema: los contenidos y formas de la cultura escolar no hallan su razón de ser en su supuesta relación con la verdadera naturaleza de las cosas o de los hombres. Por el contrario, es su naturaleza de clase, su relación con la clase que detenta el poder, la que convierte en legítimo y objetivo lo que no es sino el arbitrario resultado -en la esfera simbólica- del ejercicio del poder. Y es justamente en esto donde reside la violencia simbólica: es la capacidad de imponer y convertir en legítimas significaciones, encubriendo las relaciones de fuerza que se encuentran en su base. Acotación al paso: es en este marco que se entiende por qué, en la actualidad de la discusión política y social en nuestro país, se habla tanto de  relatos y de confrontación de relatos. No se trata de dilucidar cuál es el que se ajusta a la realidad, sino cuál de ellos será el que triunfe en la difusión de su interpretación. Como veníamos analizando, según esta perspectiva, es mediante la acción pedagógica que se despliega la arbitrariedad cultural a través de un proceso cuya carga de violencia simbólica residiría en la inculcación de una forma cultural y una ideología que preserva y reproduce las relaciones de poder entre las clases sociales. Y para completar la eficacia de dicho proceso, Bourdieu introduce el concepto de habitus[1], refiriéndose con él a la interiorización de los principios de un arbitrario cultural que hará posible su reproducción.



Aunque desde un enfoque teórico diferente -el del estructuralismo marxista- también Althusser centra su interés en demostrar el carácter reproductor del sistema educativo. Señala que la condición necesaria para mantener el ritmo de acumulación del capitalismo, a nivel mundial, es el sostenimiento de la producción. Y a su vez la condición básica para la existencia de la producción capitalista es la reproducción de las condiciones de ésta misma. Por eso es que, a diferencia de lo que ocurría en las formaciones sociales esclavistas y feudales, en el capitalismo la reproducción de la fuerza de trabajo se lleva a cabo, fundamentalmente, fuera del lugar de producción, a través del aparato ideológico de Estado dominante que es la escuela. En ella se aprenden la escritura, la lectura, el cálculo, algunas técnicas y otros elementos que se podrán aplicar en el desempeño de los diferentes roles productivos. Pero, junto con ellas, también se aprenden las reglas, los usos habituales y correctos según el cargo que se está destinado a ocupar en la división del trabajo: el orden establecido por medio de la dominación de clase. Por lo tanto, la escuela es la institución que proporciona a los miembros de las distintas clases sociales la ideología apropiada, capaz de lograr la interiorización de las relaciones de dominación capitalista por parte de la mayoría, apareciendo como el elemento fundamental en el mantenimiento y la reproducción de la dominación de clase.



En síntesis, podemos entender a la escuela como el instrumento con el que cuenta una sociedad organizada, en un tiempo y un espacio específicos, para transmitir y cultivar los valores morales, éticos, religiosos, sociales y políticos, que desarrollen en los individuos las actitudes y aptitudes que permitan lograr la cohesión social, y así alcanzar los objetivos y aspiraciones nacionales. Por lo tanto, la escuela es la institución social en la cual sus funciones y estructura cumplen con una actividad político-pedagógica. De esta manera, la escuela de cualquier sociedad es reflejo de la política e ideología de los gobernantes de turno.



Entendidas la escuela y la educación únicamente desde su función reproductiva y de control, es fácil concluir que son el dispositivo que permite homogeneizar un horizonte de pensamiento que es el mismo para todos, característico de los modos de Estado totalitarios. La escuela pasa a ser indispensable para el manejo de masas, permitiendo la reproducción de la función de control, al establecer la inclusión o exclusión de los educandos según su mayor o menor congruencia con los valores e intereses de las élites.  La manera de disciplinar en el contexto educativo es formar a todos a imagen de los poderosos, en la pretensión de que se alcanzarán determinados derechos y deberes que sólo pueden ser conseguidos a través del desarrollo escolar, y en la creencia de que las oportunidades para alcanzar una posición social relevante coinciden con el número de años de escolaridad (¿vio cómo en estos últimos días se ha buscado instalar nuevamente en los medios la discusión sobre el voto calificado?). Parecería lógico pensar así: en un sistema en el que –inevitablememente- hay ganadores y perdedores, podría ocurrir que los ganadores fueran reclutados entre los que han recibido una mejor instrucción. Claro que, de todas maneras, habría siempre dos, tres o más niveles de instrucción muy diferenciados.



Para comprender esta noción de niveles de instrucción diferenciados, necesitamos tener en cuenta dos fenómenos:

1.      Por un lado, no todos los sujetos en edad escolar participan del sistema educativo. Y aunque es cierto que cada vez más sectores acceden a la escolarización, sólo lograrán alcanzar los conocimientos que la educación promete aquellos que puedan permanecer en el sistema por una mayor cantidad de años. El retraso en el acceso a los aprendizajes sustantivos, denominado “fuga hacia delante”, perjudicó principalmente a los alumnos que provienen de sectores sociales más bajos, que son quienes pueden permanecer menos tiempo dentro del sistema educativo.

2.      Por el otro, la instrucción recibida no es homogénea. El origen social determina la presencia en circuitos educativos diferenciados. Estos circuitos, a su vez, conformarán un sistema educativo que se afirma como democrático e igualador, pero se presenta segmentado de acuerdo con los sectores sociales a los que atiende. Estos circuitos terminan conformando, en realidad, un conjunto de subsistemas escolares, cada uno de los cuales brinda calidades educativas diferenciadas. Y es un mito bastante extendido creer que se distinguen entre sí por el hecho de ser públicos o privados. Este fenómeno de diferenciación tiene mucho más que ver con las características de las comunidades asistidas.

La calidad educativa, en consecuencia, pasa a poseer el status de una propiedad con atributos específicos. No es algo que debe cualificar el derecho a la educación, sino un atributo potencialmente adquirible en el mercado de los bienes educativos. La calidad como propiedad supone la diferenciación interna en el universo de los consumidores de educación tanto como la legitimidad de excluir a otros de su uso y disfrute. La calidad, como la propiedad en general, no es algo universalizable. En la perspectiva conservadora es bueno que así sea, ya que se entiende que son estos criterios diferenciales de asignación y de aprovechamiento los que estimulan la competencia, que entienden a su vez como el principio fundamental en la regulación del Estado.

Llevando a un extremo este argumento se reconoce que el Estado poco y nada puede hacer para mejorar la calidad educativa sin producir un efecto perverso en contrario: nivelar para abajo. En consecuencia, la falta de calidad -como la no disponibilidad de cualquier propiedad- no es un asunto del Estado y sí de los mecanismos correctivos que funcionan “naturalmente” en todo mercado. La calidad se conquista en el mercado y se define por su condición de no derecho.

Así lo entienden quienes visualizan sociedades duales, compuestas por un número importante de buenos técnicos que satisfagan los cánones internacionales de calidad, y una superabundante mano de obra barata. No pocos países están en esto: en ofrecer los salarios más bajos, con las cargas sociales más bajas, con tal de atraer capitales y tecnología. Y para manejar esa tecnología, una franja de la población que haya recibido una educación de primera. La función principal de la escuela es, en este contexto, otorgar una historia académica que capacite al educando no a conocer el mundo y a sí mismo, sino a poder acceder a un determinado tipo de trabajo, que lo ubique en la escala jerárquica ocupacional. Seguramente a algunos lectores le resonará esta postura, hegemónica hasta no hace mucho tiempo, y que reactivamente provoca quejas y malestar en ciertos sectores al tratar de desinstalársela.





Hace ya unos años, este enfoque ha dado lugar al modelo denominado mcdonaldización de la escuela, en referencia a la penetración de los principios que regulan la lógica de funcionamiento de los fast food en espacios cada vez más amplios de la vida social.

Este proceso de mcdonaldización de la escuela se concreta en diferentes planos articulados, que caracterizan las formas dominantes de reestructuración educativa propuestas por las administraciones neoliberales, que tienden a pensar y conformar las instituciones educativas bajo el modelo de  ciertos patrones productivistas y empresariales, que –como es propio del modelo de Estado Subsidiario- definen un conjunto de estrategias orientadas a transferir la educación de la esfera de los derechos sociales a la esfera del mercado.

Según esta mirada, la crisis de la educación es  una crisis de eficiencia, eficacia y productividad, derivada del efecto de la planificación y el centralismo estatal. Sostiene que la excesiva burocratización, el clientelismo, la ausencia de mecanismos de libre elección, la falta de un sistema meritocrático de premios y castigos que estimule la competencia, son la expresión de un sistema que pretende ser igualizante y condena a todos a una progresiva improductividad. ¿No ha oído, reiteradamente, estos reclamos en los últimos días?

En fin, macdonaldizar la escuela supone pensarla como una institución flexible que debe reaccionar a los estímulos que emite un mercado educacional altamente competitivo. En esta perspectiva, la escuela tiene como función la transmisión de ciertas habilidades y competencias necesarias para que las personas se desempeñen competitivamente en un mercado de trabajo altamente selectivo y cada vez más restringido. La educación escolar debe garantizar funciones de selección, clasificación, y jerarquización de los postulantes a los empleos del futuro.

Pero hay más: en el fast food, unos se atiborran de comida chatarra, que enferma y desnutre a la vez que simula las redondeces propias de la alimentación; en tanto otros miran, la ñata contra el vidrio, esperando la hora en que se saquen a la calle las sobras, para sentir que en algo participan de un festín al que no han sido invitados. Análogamente, en la escuela...

En esto, en lo que no se dice, es donde reside esta definición de la función social de la escuela. Y semejante desafío sólo puede ser alcanzado en un mercado educativo que sea él mismo una instancia de selección, clasificación y jerarquización.



Viviana Taylor



En el próximo artículo desanudaremos el 2º hilo: la escuela como lugar de resistencia y cambio social.













[1] El habitus viene a ser un sistema de disposiciones durables y transferibles -estructuras estructuradas predispuestas a funcionar como estructuras estructurantes- que integran todas las experiencias pasadas y funcionan en cada momento como matriz estructurante de las percepciones, las apreciaciones y las acciones de los agentes de cara a una coyuntura o acontecimiento y que él contribuye a producir.