jueves, 3 de diciembre de 2009

De esas cosas no se hablan


Ayer, miércoles 2 de diciembre, las dos divas argentinas se sentaron a compartir manjares imposibles de encontrar en muchas mesas, en lo que la anfitriona dio en llamar “el almuerzo del año”. Divas de cabotaje –pero divas al fin- pretendieron acortar distancias con esos otros muchos que las miraban en las pantallas frente a sus propias mesas, más humildemente provistas. “La mayoría piensa como nosotras”, “nadie puede estar en desacuerdo (con lo que acababan de decir)” fueron frases que se repitieron en varias ocasiones. Y finalmente la pregunta: “¿Cómo fue que llegamos a esto?” se preguntó una Mirtha teatralmente preocupada. “De a poco”, sentenció Susana, igualmente reflexiva. Y ambas concluyeron en que el origen de todos los males está en la división de la sociedad, promovida y alimentada por el actual gobierno que insiste en recordar el pasado. “De estas cosas no se hablaba”.
De todo lo que dijeron, quiero centrarme en la pregunta que se hicieron, en el cómo llegamos a esto. Y si lo que nos preocupa de la situación social actual es –fundamentalmente- que todos los indicadores de la violencia están agravándose, creo que podemos considerar justamente a esta violencia como el síntoma principal en nuestra sociedad que –si ya no lo ha hecho- está enfermándose-enfermándonos.

Creo que debemos tener en cuenta que, quien se enferma, lo hace porque al tener que resolver una exigencia adaptativa, sus elementos disposicionales y actuales se intrincan con un contexto grupal que no es continente del conflicto.
Pensemos por ejemplo en un joven de 20 años, que vive en un barrio humilde y no ha podido completar su escolaridad media porque la gratuidad de la escuela es una falacia: quienes viven lejos de los centros urbanos no tienen acceso a bibliotecas públicas bien provistas, las bibliotecas escolares de barrios pobres tampoco suelen estarlo, el acceso a computadoras e internet es en locutorios o cibers por lo general poblados de otros chicos que juegan ruidosamente en red –y además, por barata que sea la hora, hay que pagarla-, es necesario un mínimo de útiles escolares, el pasaje de colectivo… Y no podemos desconsiderar el hecho de que para muchos de estos jóvenes, además, la escuela es un lugar ajeno, donde se practican formas de interacción, de lenguaje y de organización del tiempo y el espacio que les resultan extrañas frente a las que han internalizado a partir de sus vivencias familiares y barriales. Pensemos en las posibilidades –actuales o futuras- de este joven para acceder a un trabajo que le permita satisfacer dignamente sus necesidades, y así insertarse activa y productivamente en una sociedad con fuertes rasgos consumistas, en la que el concepto de ciudadano queda muchas veces reducido al de consumidor.
Pensemos en el trabajador que luego de 50 años de trabajo logra jubilarse. Que apenas llega a sobrevivir con una jubilación que no alcanza a cubrir sus necesidades, y cuyos magros ahorros fueron expoliados repetidamente por políticas de ajuste que siempre se aplicaron sobre los mismos.
Pensemos en el hombre o mujer cabeza de familia, que no ha tenido la oportunidad de conocer ni el trabajo estable ni los beneficios del estado de bienestar, del que sí gozaron sus padres y abuelos. Pensemos en sus dificultades para planificar a futuro. Y en los hijos que crecen con la evidencia de que sus padres están peor de lo que estuvieron sus abuelos, y proyectan que seguramente le pasará lo mismo.
Entonces, repito: quien se enferma, lo hace porque no puede resolver la exigencia adaptativa en un contexto social que no es capaz de operar como continente de estos conflictos.

¿De qué manera podría manifestarse tal enfermedad? De modos a los que nos hemos acostumbrado de tal manera, que hemos naturalizado. En la apatía frente al futuro y todo lo que sea preparación para él, que vemos en muchos adolescentes y jóvenes que, aún no padeciendo privaciones actuales, desconfían de sus posibilidades futuras para hacerse cargo de su vida y renuncian a todo esfuerzo que consideran inútil. Muchos de estos chicos hoy pueblan nuestras aulas y, si bien no suelen ocasionar problemas de convivencia, los vemos asistir a la escuela como quien va a un club a encontrarse con amigos. Y la razón por la que siguen yendo es porque no hay un lugar mejor donde estar. O aquellos que se revelan violentamente frente a lo que sienten es una agresión anterior, y cometen pequeños actos de rebeldía, incurren en el vandalismo, o incluso asaltan a quienes perciben como “otros”, los que tienen lo que también por derecho les pertenece y de lo que han sido privados. Se trata de quienes emergen como portavoz de una estructura social en la que impera un clima crónico de frustración y desconocimiento de las necesidades que fundamentan los vínculos. Y justamente, lo que hace que estas formas de interacción social que se han instalado sean patogenéticas es la frustración sistemática, la experiencia de fracaso repetida a través de varias generaciones. Todo esto va llevando a un nivel generalizado de ansiedad que, una vez instalado, incrementa la disociación y la proyección. Es así como nuestro grupo social se ha ido desintegrando en subgrupos caracterizados por el prejuicio y la desconfianza mutua, y hasta hemos llegado a parcelar el territorio para no compartirlo, en un progresivo deterioro de nuestras formas de vínculo.

Es por todo esto que, para comprender y superar lo que nos está pasando como sociedad, deberíamos buscar la explicación del recrudecimiento de la violencia en los modos en que nos relacionamos. Y para ello va a ser necesario que consideremos dos cuestiones:
1. ¿Cuáles son nuestras necesidades? Dentro de ellas, ¿qué lugar ocupan las necesidades compartidas? ¿Cuáles son los objetivos que, como personas y como ciudadanos, perseguimos? ¿Mediante qué estrategias esperamos alcanzarlos? Y esas estrategias, ¿conforman una tarea colaborativa, en la que todos participamos y de la que todos podemos beneficiarnos?
2. Cuando pensamos en ese “todos”, ese “nosotros”, ¿quiénes somos “nosotros”? Y, en consecuencia, ¿quiénes son “los otros”? ¿Cómo nos definimos y cómo los definimos? ¿Y cómo creemos que ellos se definen a sí mismos y nos definen a nosotros?
La razón por la que es necesario que nos hagamos todas estas preguntas (que seguramente serán apenas el inicio de todo lo que necesitamos preguntarnos) es que nuestras formas de interacción social surgen de este sistema de representaciones recíprocas que cobra la forma de un argumento grupal en el que cada integrante desempeña un rol. Y esta trama argumental también es un nivel de existencia del grupo social.

Una de las características de toda trama argumental es que todo grupo registra en su historia –al menos- un hecho silenciado. Como bien decían Mirtha y Susana, hay cosas de las que no se habla. Y este hecho, fundadamente o no, es cargado por la fantasía con los rasgos de lo siniestro, de lo que no puede salir a la luz.
La presencia elocuente de lo oculto también divide al grupo en dos subgrupos: los conocen el secreto y cuya complicidad los acerca, a la vez que su peligrosidad los enfrenta; y quienes lo desconocen, pero lo intuyen. Y tanto esta intuición como su develamiento es lo que puede actuar como desencadenante de una crisis de identidad. Ante la presencia –intuida o develada- de lo oculto aparece la desconfianza frente al propio grupo social.
La presencia del secreto y la necesidad de mantenerlo como tal determina modalidades de comunicación, evitación, simulación. Se generan “zonas de silencio”, pero también zonas de impostura, de distorsiones en la comunicación. Y esto es lo que piden Mirtha y Susana: que ante el secreto develado de lo acontecido en los años más trágicos de nuestra historia reciente (que no se agotan en los hechos de la última dictadura, sino en la continuidad de sus políticas sociales y económicas durante gobiernos democráticos posteriores), el silencio y la ocultación se sigan sosteniendo como un mecanismo mágico. Como si el silencio y el ocultamiento nos permitieran evitar la desestructuración social y la modificación de nuestra autoimagen, en la que seguimos viéndonos como derechos y humanos. Como si se pudiese silenciar y ocultar que ellas –y otros- formaron y forman parte del grupo que se vio beneficiado por las mismas políticas que a muchos más perjudicaron. Como si se pudiera evitar que, en algún momento, se les pregunte qué han hecho por la sociedad de la que se sienten parte, y se develen los vericuetos de sus enriquecimientos. Como si se pudiera suprimir y controlar aquella situación que –hoy- sigue generando síntomas.